Por Gabriela Stoppelman
El aire huye de la acritud en los surcos sobre la piel. Así, rodeado por un sofoco, el rostro anda tenso, plano y yace solito, sin acuerdo del resto del cuerpo. La meseta es un tablón largo, como todos los años que el hombre ha vivido. De tanto en tanto, el tipo canturrea algo y la madera del tablón cruje un poco, sin quebrarse del todo. No hay nada parecido a la música en el vacío alrededor del hombre. Ni nada parecido a la resistencia en la continuidad de la madera. Han vivido así por mucho tiempo, sin necesidad de justificaciones ni reclamos de consuelo. Eso sí, con los años, el vacío que contornea el rostro se ha vuelto un foso donde van a caer todas las alturas, todos los desniveles, todos los bucles del tiempo resistentes a la meseta. El hombre ni los mira. La tarea de eliminarlos le corresponde a sus puños. Ni bien una audacia se acerca, la tritura hasta astillas. Y luego las deja escurrir en asfixia, sofoco adentro.
Y nadie se alarma, porque alrededor de esta escena no se escucha un solo quejido, ni un solo lamento. El polvillo de alturas simplemente cae, con un fondo de canturreo sin ángel, dentro de lo irrespirable. Este hombre jamás detiene su cantinela. Puede vivir rodeado de vacío, puede vivir incluso dentro del vacío, puede permitirse zonas irrespirables, mantener su existencia dentro de lo invivible, pero es incapaz de silencio.
Sin embargo, a no confundir esta planicie con la paz. Hay ciertas cosas que el rostro del hombre no tolera y no se priva de expresar: los desniveles y las vueltas carnero en el crecimiento de los niños lo exasperan. Las insolencias del deseo femenino y el temple de la poesía lo irritan a tal punto, que el cuerpo se le contrae hasta acercarse peligrosamente al rostro. Si no fuera por el vacío alrededor de su cara, el cuello terminaría por encajar las dos partes y alguna alteridad modificaría la indolencia del tablón. De todos modos, estos momentos de ira nunca van más allá del foso, ni exponen sus irregularidades dentro del mundo. Son pequeñas hilachas del hastío que ayudan a alimentar el estado de meseta, simulacros de ímpetu para atenuar el drama.
El asunto es tan sin color, que incluso la palabra erotismo se les niega a los roces suaves – y casi inevitables- entre las partes del hombre y la madera. La palabra rutina tampoco se entrega dentro de este escenario. Argumenta, con justicia, que ciertas repeticiones funcionan como un imán para atraer la variedad. En cambio, sobre turbio lienzo, el único cambio lo da el juego de lo inevitable: la erosión y la decadencia.
Y el rechazo avanza y no se limita a las palabras. Ni la muerte se entusiasma con tanta desidia. A ella le gustan los banquetes: las potencias que corren los bordes de su silueta hacia los otros, los garabatos que desafían la hegemonía de las letras, las disonancias que repican entre dos armonías achanchadas. No, no, no. El perfil plano no seduce ni a la parca.
Ahora bien: si, entre palabras, los conceptos y las grandes instancias, la cosa no encuentra mucho eco, entre los hombres pasa. Zafa. Como quien dice: ni fú ni fá. Si el insecto de Kafka zafó, si “El Rinoceronte” de Ionesco- hasta un punto- la llevó, si los hombres con quimeras a cuestas de Baudelaire la remontaron, por qué imaginar que un hombre quebrado y simplemente llano iría a armar un gran revuelo.
Es cierto que a algunos la figura les genera un rechacito. Un poco de miedo, un poco de espejo. Sucede que- por una cosa u otra- por acá y por allá, se han comenzado a ver tablones y vacíos que andan como a la espera. No se apilan. Se suelen ver solos: un tablón bien aislado del otro, un vacío bien lejos del otro. Lo de ellos es el llano. Y hasta una altura hecha de sí mismos podría arrojarlos a un indeseable vértigo. Por otro lado, el aislamiento los vuelve ideales para todas las otras variedades de vacíos, que ya se sabe: son zonas agrias e irrespirables del espacio, pero con mucho más prensa que los llenos.
Así que, señoras y señores, vacíos y mesetas están disponibles. Por eso, no falta la ocasión en que alguno pasa y- ya que estamos- se tira para una siestita: “Porque el trabajo detestable, el matrimonio que agobia, los amigos que se enrancian y yo que sólo puedo tirar la pelota afuera”
Y no va que, cuando se levanta, el siestero ya avanza con el tablón a cuestas. Siempre, claro, en la ilusión de que por fin ha conseguido algo que lo sostenga, cuando es la madera quien lo acuesta.
Y, tal vez, el tipo ande así- llano y sin gracia- sostenido por el murmullo de fondo de una cantinela sin música, por la ira sin voz de una constante queja o por una ilusión sin vuelo que, a falta de un deseo con agallas, apueste a una deidad extraordinaria. Como todo ser supremo, su culto viene pegado a una profecía:
“Aquel a quien el hastío empuje hasta el hastío y confíe en que el hastío quiebre lo que él no ha quebrado, un tablón como recompensa le será dado, sin gracia, sin mérito, sin hado.”
De tanto en tanto, un tipo canturrea su destino. Y la madera del tablón cruje un poco, sin quebrarse del todo. No hay nada parecido a la música en el vacío alrededor del hombre. Ni nada parecido a la resistencia en la continuidad de la madera.
De tanto en tanto, entonces, también el
silencio, también la canción.
Uuuuf. Eso.
Difícil ponerle palabras al hastío. Es una sensación difícil, no es rutina, no es aburrimiento y uno está a un paso de emitir un juicio de valor!! Es una sensación humana, no se si un humano pueda permanecer en esa sensación a lo largo de su vida.