El olvido: sobre algunas huellas que ya no abundan en el paisaje.

Por Pepe Carvalho

A BOCA DE BUZÓN

Voy por la avenida Corrientes y llego a Callao. Algo en la memoria se agita e irrumpe. Algo que reclama una forma que ya no veo. ¿Dónde están los buzones?, ¿los compraron todos?  Objetos dilectos de muchos museos de antigüedades, ya no es posible verlos por las calles de nuestra ciudad. Nuestro carteros traen casi exclusivamente facturas a pagar e intimaciones judiciales. ¿Quién manda cartas por correos? Pocos. Aunque quedan. Los internos en las unidades penitencPEPE1descargaiarias, los románticos del papel vía aérea, lo que prefieren que la letra atraviese un tiempo más largo antes de llegar al remitente.

Es cierto los cambios tecnológicos, el mail, las redes sociales, los celulares abruman con su presencia la realidad del mundo. A tal punto invaden que ya ni asociamos la palabra mail, con el término “correo”. Porque, de verdad, son dos cosas diferentes. El mail no llega a tener la velocidad de intercambio de una conversación, pero está más cerca de una charla que del tiempo más lento de la escritura. En una de sus modalidades, resulta estar un cambio “más abajo” en la palanca de lapep2cs urgencias de comunicación que el chat.

El buzón implicaba un traslado. Salir de interiores. Vestirse, caminar hacia la esquina, ver como la boca se devoraba en su oscuridad el sobre blanco, poner el cuerpo y hasta el beso en la pegatina de la estampilla, imaginar cuántas más cartas habría en ese vientre invisible, especular con el viaje que nuestra letra haría sin nosotros y con el tiempo en que tardaría en llegar.

Dentro del buzón vivía todo un rito, alimento de un enorme imaginario y una gran ilusión expectante.

CANTINAS

¿Qué pasó con  las cantinas de la Boca, tan llenas de agasajos de fin de año, despedidas de solteros, casamientos?  Había en esos espacios un lugar para lo íntimo y lo ruidoso: La tarantela, los acordeones, mucha alegría. Allí, entre sonidos y sabores, se ponía en escena el origen y el crisol de idiomas que, aún mezclaba afluentes italianos, rusos, españoles. Todos irían a confluir al gran océano del “argentino”. Para los cumpleaños infantiles, el pelotero hoy se lleva todos los laureles. Y, detrás de una cortina del barrio de la Boca, aún resiste un eco de cantina encendida en fiesta.

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NAFTALINA

Olía mal, olía horrible. Pero ante la sola amenaza de las polillas, uno era capaz de soportar que la primera puesta de ppepe4ulóver de invierno viniera con ese tufo a veneno, capaz de eliminar al insecto y también al hombre que luciera la prenda. Bolitas, bolitas blancas, apiñadas dentro de una bolsita de nylon. Bolitas que se disponían sobre una canasta de la farmacia, sobre todo, cuando la primavera pisaba los talones de la ciudad, y la gente sentía que las prendas del año pasado debían ser guardadas para el siguiente.

 

TELÉFONOS PÚBLICOS Y COSPELES

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Ayer les presenté a mis hijos la reliquia: un cospel. La escena no fue para nada emotiva. En sus rostros se veía una cierta sensación de engorro, de complicación, de alivio por ser de esta generación a la que le vibra la urgencia ajena en el bolsillo del celular y no tiene necesidad de caminar en busca de un teléfono público, ni de conseguir el cospel que lo habilite a  buscar la voz deseada. Aún subsisten, por acá y por allá, algunas cabinas abandonadas. Ya nadie hace cola a sus puertas. Una silueta, el resto de una silueta pepe6aaún se guarece del frío dentro de una de ella y, aprovecha la excusa de llamar a cualquier para hacer una pausa en el camino. Imagina que afuera, otros cospeles lo urgen a abandonar su sitio, porque no hay quien no tenga una llamada apuradísima que hacer y los celulares aún ni están en camino.

 

MEDIO HUEVO AL BOCHO

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La toca. Los ruleros. La redecilla que cubría la cabeza aumentada en ancho y en altura. El secador enorme, la parte superior de una gran cáscara  de huevo tira aire caliente, debajo de la cual desaparecía el rostro de la vecina. Aun bajo el aparato, la mujer resispepe8tía en abandonar el cotorrerío del resto y levantaba la voz bajo su nave espacial, para no quedarse afuera. La voz salía llena de ecos y deformaciones. Hasta que la peluquera se apiadaba, decía que ya era hora de emerger al aire fresco. Y, entonces, la clienta se sentía renacer, y arremetía con el cotorrerío como si hubiera sido la primera oportunidad de hablar de la primera mujer del mundo.

EL PROGRESO A MENSAJITOS

Llegó el tiempo y dijo: algunas cosas no van más. Llegó una velocidad que no ha mejorado para nada nuestra paz, aunque parece haber contribuido a nuestro bienestar. Tenemos celulares, ya no debemos hacer cola frente a la cabina de teléfono. Ahora nos pueden pisar mientras cruzamos la calle o al manejar, sin ningún problema. No me quejo: estoy en muchos grupos de WhatsApp y jamás me siento sol. Lo que sí ando es un poco aturdido. Extraño el silencio. Ahora entiendo a mi viejo, cuando me contaba acerca del tranvía, acerca de cómo se e ponía el sombrero para ir a todos lados, el tiempo que se tomaba frente al espejo…La frase de la nostalgia no es mi punto. No todo tiempo pasado fue mejor. Pero tampoco lo nuevo es necesariamente una panacea, solo por ser posterior a lo que ya no forma parte del paisaje. Más allá de su bondad, hay sonidos, olores y formas que constituyen nuestra biografía tanto como algunos sucesos. Los objetos llevan nuestras huellas y ellos imprimen la suya en nuestra memoria.

El olvido cincha con el recuerdo. Camino cuatro cuadras más y me tomo un café en el ex bar la Paz: cuántas revoluciones se pensaron y discutieron sobre sus mesas. Ahora es un bar plástico, como el Ramos.  Hay veces que el olvido nos seduce hasta el hastío. Y nos convierte en extraños. Casi sin pasado, en nuestro propio suelo.

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