EL OLVIDO: Sobre La bienaventuranza, novela de Silvia Maldonado
Por Lourdes Landeira
El hilo que la mano de Ariadne dejó en la mano de Teseo (en la otra estaba la espada) para que éste se ahondara en el laberinto y descubriera el centro, el hombre con cabeza de toro o, como quiere Dante, el toro con cabeza de hombre, y le diera muerte y pudiera, ya ejecutada la proeza, destejer las redes de piedra y volver a ella, a su amor.
Las cosas ocurrieron así. Teseo no podía saber que del otro lado del laberinto estaba el otro laberinto, el de tiempo, y que en algún lugar prefijado estaba Medea.
El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad.
El hilo de la fábula. Jorge Luis Borges
STOP
Si es cierto que toda escritura implica una ausencia, ¿cómo escribir treinta años? ¿Cómo, una de treinta mil desapariciones? ¿Y cuatro, cinco, seis sobrevidas? Los instantes se cuentan con números acumulados en un reloj imparable. Uno de esos instantes coloca a cualquiera de nosotros del lado de los muertos. Entonces, el conjunto “nosotros” se compone de manera diferente. El lugar vacío se llena, en general, de huellas , de pasos a desandar. Pero, algunas veces, esa primera persona del plural se escribe con mayúscula: Nosotros. Y la falta, en ese caso, es desmembramiento, es la mutilación de un cuerpo de cinco. Y no hay prótesis – ni peluquín ni dentadura postiza- capaz de disimular la amputación. Solo se puede caminar en conjunto, en presencia. Quizás con alguien que nos convoque, quizás con alguien que nos conduzca – aun si lo hace en el auto de un suicidado-.
Fueron cuatro telegramas – con igual convocatoria – los que envió Beatriz, desde su casa en el desierto argentino. Habían pasado treinta años de la muerte de La Rusa, del día en que iba a entregar un paquete a Constitución y se distrajo unos segundos por el ladrido de un perro. Poco más tarde, fue ejecutada en el baño de un bar. El reloj Beatriz continuaba detenido en aquel momento.
Bienaventurar el lenguaje quizás sea el modo de prometerle – prometerse- el reino de los vivos. El otro, el de los cielos, queda reservado a quienes sufren. Y Nosotros quieren otra cosa. “Siempre fuimos alegres, felices, ¿cómo no?, si íbamos a vencer al dolor humano”. Siglos de cristianismo enredados entre pentagramas celulares que se fisuran para que lo imposible deje de serlo.
Nosotros, los destinatarios de la convocatoria de Beatriz, habían sido los compañeros de aquellos días de La Rusa: la enana exiliada en matrimonios europeos; Helena , del manicomio a la costura, Germán o Marcos, según la cantidad de alcohol que lo recorra, exterminador de perros; Raulito, entre la intelectualidad y la pornografía.
En “La bienaventuranza”, Silvia Maldonado juega con los números, cronometra secuencias alrededor de un “almanaque intacto” El de ese año. 1976. Para comprobar su inmutabilidad y – también – la posibilidad de actuar sobre lo inacabado (y poner fin a la tiranía de la tristeza). Se vale de un lenguaje telegráfico que escribe los puntos como stop – pausa, límite simulado en otra lengua- que continúa en otras palabras con sentido estricto. Echa mano de ese lenguaje que comienza en otro espacio y se escribe con minúscula para decir su continuidad con lo perdido. Así, entra en el tiempo de un trompo que, sobre las últimas primeras líneas, pondrá tres puntos, no suspensivos. Puntos que se suceden entre las palabras que los contienen y no tienen final. “Ya no lo escucho. Lo miro. Tan callando”.
Más allá o más acá de la letra y la gramática, el objetivo es claro: dar batalla contra quienes pretender “edulcorar para los olvidadizos el escándalo de esos pasados”.
PUNTO Y TOMA
“Ya se habían ido los militares y todos festejábamos que nunca más volverían, pero ahora, de contrabando, con disimulo, sin pausa ni alharaca, se reconstruía un monstruo inexplicable. Lo peor es que nosotros, estúpidos o inflados por una pesos prometidos, habíamos participado en el engendro con entusiasmo e inconsciencia. Pudimos entender que se trataba de un edificio dentro de otro edificio, conectados ambos por corredores, algo parecido a lo que debe haber pensado Amenebrat III …”
Las palabras no pertenecen a uno de Nosotros, las dice un testigo con mayúscula, el Bibliotecario, quien suspende la historia para retomar su relato. Y su breve pausa nos obliga a preguntarnos sobre Amenebrat III, ese faraón que edificó un laberinto, que ordenó construir un palacio, que el palacio se convirtió en su tumba. ¿Y el exilio? Otro laberinto, quizás, por donde vagar sin encontrar la punta del ovillo. Por donde cada encrucijada repite el mismo paso una y otra vez hasta que un stop multiplicado en cuatro telegramas fisura la cadencia y pone a girar un viento nuevo. Entonces, el monstruo esquiva las fronteras auto infligidas y se desenreda hacia el Nosotros, en un único modo de contarse, de reconocerse: a través de lo que le sucede a los otros. En el ir y venir se recorren pasillos que entremezclan sentimientos: la culpa, el desaliento, el miedo al fantasma que se remuerde en rincones estancos. El aire despluma el tiempo, las formas se trastocan y Beatriz convida con quesos informes, sirve ginebra en jarra de cerveza, vino en copas de Martini seco. El cronómetro empieza a marchar en sentido contrario, hasta desandar esos segundos de distracción que mataron a la quinta parte de Ellos: la Rusa, Ojosdeplata, Bambú, Graciela. El nombre varía según la voz que la cuenta, alternada entre los tonos antiguos y los nuevos.
¿Cómo se escribe sobreviviente? A veces, con eufemismos: decirse exterminador de plagas cuando se cazan perros para llevar al matadero. Otras, con el olvido de sí mismo, que solo el gin logra traer a la luz. En el amparo de un manicomio, aprisionada en alguna lejanía. O, como Beatriz, esfumada en una “casa de memoria intacta, con los vestidos de entonces, con los perfumes de entonces”. Y un segundero capaz de dar más vueltas de las necesarias para rehacer el camino de la ausencia. Y honrarla, jurarle una memoria.
El Bibliotecario, por su parte, sigue allí, custodio de las letras, de la Poesía, de las hojas donde habrán de multiplicarse ojos – cómplices venideros del futuro – que tiran del hilo con tenacidad, contra el monstruo de la tristeza.
LA COMA Y LA “O”
Pero hubo un último portazo, un último escalón, unos últimos metros comunes sobre grava o arena, antes de atravesar juntos lo que debería ser el umbral de la puerta de una casa, restos de un fortín, restos de una avanzada, proyecto inacabado, y entrar es una manera de decir porque allí no hay dentro ni fuera, sólo sol y nada de horizonte.
Un llamado inapelable había vuelto a Nosotros al desierto. Los pies fijos sobre esas arenas, al borde del abismo. Una casa con una escalera hacia un desván inexistente: las manos que debían construirlo perecieron temprano. El viento dice presente, se suma y empuja, conduce hacia la vuelta. “La libertad, o el auto del suicidado”, se llama un capítulo de la novela. La pregunta es ahora por esa coma, por esa “o”. Se impone una pausa antes – o después – de la libertad. Y lo que continúa, ¿le es equivalente o se le contrapone? En tren de borrar fronteras, esquivas muchas de ellas, la libertad sería – quizás- el único resto posible. Como ese auto, único resto del padre de Raulito. Suicidado. ¿Cómo?, ¿por él mismo?, ¿ por otros suicidadores? El padre, testigo ausente – o ausentado –, dejó el vehículo que los habría de conducir y Nosotros suben hacia lo inacabado.
El hijo es quien se pregunta: ¿Seré yo entonces Aquel que nos conduce?
“Aquel que nos conduce” es el nombre de un poema de Paul Celan. Todtnauberg es el nombre de un lugar. Donde vivió Martín Heidegger. Donde el poeta esperaba la confesión, la palabra del filósofo que había apoyado al nazismo. Un hombre común manejó el auto que los condujo por un camino “sembrado de tumbas sin nombres, abonado por los sufrimientos feroces de los campos de exterminio”. El hombre común escuchó y testimonió el recorrido. El descargo no llegó, se hizo silencio. Todtnauberg es entonces, poema. “¿El nombre de quién estaba anotado/ antes del mío?”, se pregunta en uno de los versos Celan, unas líneas más abajo del iniciático: “Árnica, Eufrasia, bebida del pozo, con estrellas encima”. Plantas primordiales que curan dolores y dan consuelo a los ojos. “Esperanza, hoy, la palabra por venir”
Nosotros precisa una palabra, una acción contra el olvido y la impunidad ¿Será Raulito quien conduzca a Nosotros por el camino de vuelta, será el Bibliotecario, la Poesía, o quizás, aun, lo haga el testigo lector? “Lo cierto es que, díganlo como quieran, esfumados, fantasmas, nosotros, cazadores de perros, internadas, huidos, pornógrafos o cínicos no nos hemos fugado del todo. (Nos dijimos)”
Hay cierta forma de felicidad en el encuentro de Nosotros, en el tropiezo con quienes tienen el recuerdo de su historia, en el sobrevenir del deseo, “algo parecido a la pasión que aflora en un lugar completamente inapropiado”, en el enfrentamiento con quienes se creían muertas,” o relegadas por un descuido de treinta años de historia”. También, en los azares. Como el que los lleva a develar los mensajes ocultos en los monumentos por “finas capas de cagadas. De palomas y de pajaritos”. Y hacen que se rían, Nosotros, por primera vez.
PUNTOS SUSPENSIVOS
Somos los mismos. No hemos vuelto, el problema es que lo que nos llevó a conocernos, a amarnos o a morirnos sigue allí –igual o peor- que es lo yo sabía en mi casa de las arenas.
Un par de siglos antes de que Jesús nos sermoneara en la montaña para bienaventurar felicidad celestial a los pobres en la tierra, el libro II de los Macabeos había hablado de la resurrección de los cuerpos. La vida eterna quedó prometida. Y los valores debieron ser trastocados. La fuerza y la imposición debían hacer lugar al amor y la humildad. La verdadera revolución sería la de los mansos.
¿Es posible otro tipo de bienaventuranza, una que no implique la muerte ni precise la resurrección?
Hoy las vírgenes ya fueron pintadas y reversionadas. Una de Nosotros, la enana, modeló su propia Madonna de las Rocas, miró primero para abajo, como en el cuadro de Leonardo, luego levantó la cabeza y, por último, retó de frente. Será así, en esta tierra horizontal, como Nosotros intentará la felicidad. Juntos, transitan con Beatriz por el camino de reconstrucción de la memoria de treinta años suspendidos. Juntos, se conducen hacia los últimos pasos de La Rusa. Mientras “el reloj sigue de pie con la hora del siglo anterior”, saben que quieren “ser lo que habían sido antes, cuando La Rusa estaba integrada en sus cuatro cuerpos.” Y descubren cómo.
“asegurarnos la memoria que, supimos, siempre incluye un rito y una venganza “
FINAL
“Y la pintora, ella misma está sentadita con un pincel en la mano izquierda. A los demás se los ve tranquilos. No; no creo que quiso mostrarlos felices entre la luna de fondo y las cinco flechas sobre el piso. El piso es de tierra muy negra, brotan algunas plantas y no hay ningún ciervo.”
La diosa Artemisa puede ser pintura y la Rusa, artista, diosa. De cuantas caras quiera. Cuatro, cinco, seis rostros imprescriptibles y –siempre- incompletos. Los dedos del retrato que bocetó no empuñan arco, en su lugar, está el pincel, el que ella empuñaba en sus propias manos. Falta el ciervo. O quizás está, “encubierto como personaje imperceptible”, testigo de la comunidad de sobrevivientes, aliento, cómplice lector.
“Mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha, ¿no es esto ser feliz pese a la muerte_
Vencido y traicionado
Ver casi con cinismo que no pueden quitarme nada más y que aún vivo
¿No es la felicidad que no se vende?”
ENTRE PARÉNTESIS
Silvia Maldonado fue novia del hijo desaparecido de Taty Almeida. Lo que sigue son las palabras de Silvia, parte del abrazo de letras que rodean los poemas de Alejandro que, con su materialidad, desafían la imposible ausencia.
“EL AIRE DEL LABERINTO”
Quién puede saber cuando dice la palabra adiós,
Qué clase de separación le aguarda.
Osip Mandelstam
“ Aquella vez en una plaza, al recorrer un pasillo de cartón y papel pintado, me topé con su foto y un verso
/quisiera decirte mamá / que parte de lo que fui / lo vas a encontrar en
Y fue entonces cuando, una mano, que era la mano de Alejandro, seguro, me apuró el encuentro. La mano –su mano- me impulsó a girar en el centro del laberinto de papel que estaba en la plaza por la que los dos habíamos crecido a porrazos; plaza que entonces, cuando nosotros la caminábamos, estaba repleta de huecos donde desbarrancarse y pozos donde esconder; era la misma plaza la que ahora me devolvía su mano y su verso. Allí encontradas sus fiestas y alegrías, sus inventos y tenacidades, sus lecturas de Arguedas; allí su voz, hendida cada tanto por los versos de Vallejo. De memoria. De madrugada.
La mano, la que me rozaba, me detenía, o me volcaba sobre su letra aguda, se seguía en una cara con sonrisa, tan parecida o tan igual a la que era, es, la sonrisa de Alejandro, que supe, irremediable, que allí estaba él, entre hermanas y amores, inquieto en el aire que inflaba el pasadizo de papel.
- No te distraigas con las melancolías ni persigas las nostalgias, decía y rodaba la sonrisa.
Sí, / que parte de lo que fui / lo vas a encontrar en el gesto del que apura la bandera, en el trazo de aquel que se envuelve en un abrigo de cordero blanco, del que intenta la quena con labios inseguros. O cuando por entre los vidrios cascados de ciertos trenes, se presente con reverenciase imaginados sombreros de plumas para recibir al que llega a la estación de Ingeniero M.
Regresa incluso en una ciudad hostil, ajena y solitaria, cuando su mejor amigo surge tras un árbol y desencadena una tarde de historias y una mesa para los tres, un brindis entre los tres.
Oímos en el mismo café de entonces:
- Otra copita y otra generala. ¡Rueden mis ases prodigiosos!
Y brinca la memoria de la mano, de esa mano que aupaba un beso sobre el cubilete de cuero, y de la sonrisa que festejaba el golpe de fortuna. Sonrisa porque nuestra goleta llegará a buen puerto. Luego, más tarde, aunque ya no hubo ginebra, ni azar, ni plaza, ni tiempo, la sonrisa siguió allí. Tenaz. La alegría de combatir contra el dolor humano.
- A pesar de todo lo que mal sucede, nuestra goleta llegará a buen puerto. Por que tras los muchos horrores al fin la esperan tres espigas/que quieren seguir creciendo/tres que no saben de cañas/ni de flores ni de espinas.
Un absoluto de recuerdos trae de la mano el aire del laberinto.
Recuerdos felices.
- No te distraigas con las melancolías ni persigas las nostalgias, y otra vez su sonrisa afortunada.
Así es. Tanto le debo. Pero lo copio. A mí también sus recuerdos me sostienen muchas veces en días de tormentas, estoy con ellos y luego me los llevaré.
Sueños de Alby que esperan y versos de Alejandro que aquí están, al fin
Nota: Las citas corresponden a la novela de Silvia Maldonado, La bienaventuranza