El olvido: sobre el ajedrez
Por Horacio Intorre
UNA FAMILIA DE TABLEROS TENER
Desde los seis años fui un amante del ajedrez. Mi padre, un buen jugador aficionado, me incentivaba a jugar y a estudiar con él. Todas las noches al regresar de su trabajo, se sentaba a enseñarme lo que sabía. Él tenía tableros de ajedrez de todo tipo. Uno especialmente apreciado vivía sobre el modular de mi casa de infancia. Era de origen hindú. Ese tablero sólo lo usaba para jugar con su mejor amigo Pablo. Por suerte, la casa era amplia, espaciosa y muy luminosa, por lo tanto los tableros de ajedrez se acomodaban por acá y por allá y lejos de molestar, construían la escenografía del lugar. A veces me parecía que todo el espacio era un gran tablero donde, de tanto en tanto, yo era rey o peón o alfil. Y, en ocasiones, hasta era reina.
EL VISITANTE ILUSTRE
A los ocho años, mi padre me hizo socio del Club Argentino de Ajedrez, a su gusto, el mejor club de ajedrez de Latinoamérica. Allí pude estudiar con grandes maestros, jugar torneos juveniles y también de mayores, con suerte cambiante. Mi juego comenzó a mejorar drásticamente. No paraba de jugar y estudiar: el ajedrez se había vuelto una pasión.
Un día de calor bochornoso de enero en Buenos Aires, ingresé al club como todos los días. Pero no iba a ser uno más. Todo el mundo estaba excitado y conversaba acaloradamente, y no debido al calor de enero. La noticia había agitado los ánimos: en el mes de septiembre visitaría el club Garry Kasparov, para jugar partidas simultáneas con veinte tableros seleccionados especialmente para la ocasión. Kasparov era, en ese momento, el campeón mundial de ajedrez. Y resultaba toda una aventura poder verlo en acción.
La atmósfera en el club se había transformado. Un perfume inspirador lo habitaba, los colores de los cuadros en las blancas paredes lucían más brillantes. Vistos desde los ventanales, los árboles sobre la calle Paraguay extendían sus ramas, aparentemente enteradas de la noticia. Y de ese modo pugnaban por penetrar hasta los tableros, para hacer ellos también alguna movida y participar de la fiesta.
EL DÍA K
Por fin llegó el día o, mejor dicho, la noche. Era el 9 de Septiembre del año 1997. Kasparov ingresó al club acompañado de varias personas. Saludó a todos los participantes con un apretón de manos y una amplia sonrisa. Se lo veía muy feliz, amable y simpático. Además, sumamente respetuoso. Había tanta gente que no pude acercarme a saludarlo. Después de agradecer el recibimiento, hubo aplausos y emoción. Para qué negarlo. Unas lágrimas se soltaron de mis ojos hasta llegar a mi remera azul.
LA VENIA DEMOCRÁTICA
Las veinte mesas con sus respectivos tableros relucientes ya estaban listas para que comenzara la exhibición del campeón. Las pieza de ajedrez bailaban su danza blanca y negra, impacientes a la espera del gran momento en que Kasparov las hiciera hechizo en sus manos. El aire que entraba por las ventanas era agradable y movía apenas las cortinas blancas. Kasparov se acercó al primer tablero e hizo su movida. Luego avanzó hacia otro y hacia otro más hasta completar los veinte, para volver al primero.
El encuentro duró varias horas. El campeón se impuso cómodamente en casi todas las partidas, menos en una, donde zafó de una derrota por un pacto de caballeros. La cosa fue así: Kasparov, con ventaja en el tablero, cometió la imprudencia de levantar un peón. Luego de advertir que ese movimiento le costaría perder su dama y por lo tanto la partida, volvió a colocar la pieza en su lugar. Si el aficionado hacía el reclamo, ganaba la partida. En lugar de eso, el aficionado le hizo la venia y le ofreció tablas al campeón. Este que no había tenido buenas relaciones con los militares, se asustó. Al advertirlo al aficionado, se apresuró en agregar:
-Mire que la mía es una venia democrática- sonrió.
Kasparov le preguntó:
– ¿Cuál es su nombre?
-Martín Balza- contestó el otro.