VERANO DEL ’92
No hay marihuanero noventoso que no recuerde aquel verano de la sequía, sin un puto porro en toda la maldita ciudad, ni en las afueras, nada. Entonces había que moverse de un barrio a otro, en busca del Santo Grial o morirse de viejos en una esquina del parque, mientras veíamos la vida pasar y le pedíamos una moneda para el trago.
Justo ese verano, menos la Rubia y Yoni, todos teníamos un pasaje en Ferrobaires para el 15 de enero, con destino a Mar del plata. Pero faltaba lo esencial:
Faso, no sé, pero no perdemos nada. Cuando no había droga en ningún lado, el Bajo no fallaba, les dije después de toda una tarde de vueltas. La clave era el Gordo, mi compañero del secundario y batero de Sr Tickson. El flaco Oscar nunca lo había dejado careta, siempre tenía. Y, además, no íbamos por porro, pero si pintaba, pintaba.
Llegamos al Bajo Flores cuándo el sol caía entre la autopista y Eva Perón. No me acuerdo cuánto nos hizo esperar. El chabón cayó cuando ya casi no teníamos para la última cerveza. Era de noche, tarde ya. Faso: nada, en ningún lugar. Pero el ácido estaba, sólo había que ir hasta la casa del transa.
El Villa y la Novia se ocuparon de la cuestión, mientras nosotros quedábamos en el almacén para planear el viaje y tratar de sacarle al Gallego una birra por unas monedas menos. Media hora más tarde, la feliz parejita volvía sola. Y el Villa agitaba con una sonrisa de oreja a oreja. Todo había salido bien, nuestras diez pepas descansaban en las tetas de Cecilia; por lo tanto, ni siquiera teníamos que preocuparnos por la yuta. Los verdaderos problemas empezarían una semana después, durante el viaje, cuando ya estábamos en el Partido de la costa y la pepa que habíamos tomado en Constitución no pegaba.
CRÓNICA DE UNA BARDO ANUNCIADO
Era fija. Sin ácido, el porro se moría en tres días. Entonces, hicimos lo peor: racionar. Sabíamos que el Villa tenía su propio pedazo, además de lo que había puesto para el comunal. Así que, llegado el momento, dependeríamos de él. Y eso le encantaba.
Era fija: iba a terminar todo mal. Él y yo, algún día, volveríamos a rompernos la cara.
La mañana del quinto día nos fumamos el último porro del «de todos» en la playa. Solo nos quedaban las damajuanas y las pepas chupadas. Entonces, empezamos a vivir de la caridad del Villa, que se armaba uno a la mañana y otro a la noche, después se escapaba para fumar con la novia por ahí. Chelo, Loli, el Bicho y yo nos pasábamos el día escabiando. Enfermábamos a Bichito para que le pidiera faso al hermano o que, al menos, nos vendiera algo. Y así estaríamos los tres días que faltaban hasta la escena del lago, cuando la abstinencia se hizo insoportable.
-¡Daaale, pedazo de Negro puto! – le gritó el Chelo a el Villa y se puso de pie.
La canoa tembló.
-Pará, forro- le dijimos.
A dos metros de nosotros el Villa se cagaba de risa, tosía y le pasaba el churro a la novia que soltaba los remos para fumar. Loli también se paró y la canoa volvió a temblar. Chelo se sentó de una para equilibrar y, de un manotazo, bajó a Loli; en frente, los otros tres explotaban de risa en nuestras caras, mientas ellos fumaban y nosotros nada. Estábamos tan puestos que empezamos a discutir sin darnos cuenta de que el enemigo era el Villa. Y, entonces, de borracho, Loli volvió a pararse de golpe y le arrojó, a la otra canoa, la botella cortada llena de tinto y hielo. Cuando dejó caer el culo de nuevo, la canoa se dio vuelta y todos fuimos directo a esa laguna asquerosa: Loli, con el agua hasta las tetillas, sostenía la damajuana en alto para que no se mojara. Yo nadé hasta él para cagarlo a trompadas, me tenían todos hartos. Bicho y Chelo me frenaron el manoteo. El Villa y la mujer se reían a carcajadas, el amigo de Loli se arrojó al agua. Y, mientras todos me frenaban, Loli salía del lago con la damajuana en alto pateando el agua para alejar a los putos bichos.
Basta. Me zafé y encaré con los pies en el barro del fondo hasta llegar a la orilla plagada de cangrejos y ahí me quedé. Cuando me di la vuelta para mirar hacia atrás; el Villa y compañía seguían su curso hacia una especie de islita, en medio del lago. El resto de los pibes intentaba dar vuelta la canoa, Loli esperaba en la playa con la damajuana a sus pies.
Me voy, pensé. Y empecé a esquivar cangrejos, a alejarlos, a dar saltos a medida que podía pisar mejor. De milagro, ninguno me pico. Cuando llegué al campamento, lo primero que hice fue meterme en la carpa del Villa y buscarle el porro, le robé dos o tres y después hice mi mochila, les dejé una nota y me fui a hacer dedo a la ruta.
Quince días más tarde, en la esquina de avellaneda y Otamendi, nos cagábamos de risa de todo. El Villa sentenció que ese hijo de puta del Bajo nos había cagado las vacaciones y que, tarde o temprano, se la teníamos que cobrar. Boqueaba como siempre, pensé. En ese momento no recordé que El Villa había hecho la onda con la chabón y sabía dónde encontrarlo.
El resto de la historia es pura coincidencia nomás. O eso creo.
UN HOMBRE DE MIL NOMBRES NACE YA
Dicen que comenzó a predicar en la esquina de Mariano Acosta y Eva Perón, que leía salmos en voz alta, que se metía entre el tráfico y se acercaba a los autos en el semáforo, arrancaba una hoja de su Biblia y la entregaba como volantes entre los conductores.
Con el tiempo, empezó a caminar el barrio y a predicar, paraba en todas las esquinas donde estaban los pibes y se ponía a hablarles de dios hasta que lo echaban. Dormía en la plaza, comía lo que la gente le daba, pero no mendigaba. Nunca nadie lo vio beber alcohol, no era un loco peligroso, y— dios sabe cómo — estaba siempre limpio; algunos decían que se trataba de un pibe de buena familia, que se le habían muerto los padres en un accidente de tráfico y que él había sido el único sobreviviente: no pudiendo soportar la carga, había enloquecido de culpa y de dolor. Otros afirmaban que era un drogadicto hijo puta: «simplemente, limó». Pero cierto sector del barrio sostenía la teoría de que había sido un puntero, uno al que se la habían dado por garca. Le habían metido como diez pepas en el trago y, de ese viaje, ya no había vuelto jamás.
Siempre que le preguntaban su nombre, decía que tenía miles, que era un hijo de dios. Entonces, los vecinos lo bautizaron Jesús, Jesús del Bajo. Y así empezó la leyenda.
UNA P
Yo me lo crucé varias veces a mediados de los noventa. En esa época era común verlo predicar en la noche de Flores, en pleno Nazca y Rivadavia o por la zona de la Plaza. Vagaba por la avenida hablando solo, hasta que se detenía en una esquina o en la puerta de algún boliche y empezaba a recitar la palabra de dios. Por supuesto, la mayoría de la gente se burlaba de él, usaba ojotas hasta en invierno, un jean sucio y una especie de túnica blanca hecha de seguro por él mismo, con una tela similar a la de las toallas. El pelo le llegaba casi hasta la cintura y, desde ya, tenía una terrible barba a lo Castro.
Nunca respondió a ninguna agresión. Sin embargo, una noche se lo vio lastimado, tenía media cara inflada y el labio roto. Se cuenta que andaba con la túnica manchada, parecía llorar sangre del estado en que lo habían dejado. Aunque lo veían así, nadie le dijo nada, ni se burlaron, ni le ofrecieron ayuda: era su cruz, pensaron. Lo habrían cagado a trompadas algunos pendejos hijos de puta para sacárselo de encima o le habrían querido robar dios sabe qué. Entonces, por primera vez subió las escalinatas de la iglesia de Flores.
Más tarde se supo: no le habían pegado por pesado ni habían intentado robarle. Peor. Mucho peor. Se lo habían querido coger. ¡A Jesús del Bajo! No se sabe con qué excusa, tres mierdas, zarpados y borrachos, se lo llevaron para Yerbal, hacia las vías y ahí empezaron a pegarle, a decirle que iban a crucificarlo otra vez, mientras dos los sostenían y uno sacaba la verga. Y Jesús se defendió. No se sabe más.
Dicen que a la hora en que entró a la iglesia de Flores aquella noche, el servicio del Sarmiento se cortó por un cadáver en las vías. Sólo el cura que lo confesó sabe qué paso esa noche. Jesús no volvió a Flores nunca más, se quedó en el Bajo un tiempo y después se fue solo a internarse al Borda. Por supuesto, no necesitaron mucho tiempo para olvidarlo.
TRISTE, SOLITARIO Y FINAL
Volví a recordarlo una tarde de marzo, diez años después de aquellas frustradas vacaciones donde casi nos matamos entre amigos. El 55 se detuvo en la esquina de Nazca y Rivadavia y, a través de la ventana, pude ver a otro loco que se creía el hijo de dios.
Un domingo que fui a almorzar a la casa del Gordo, en el Bajo, le pregunté si había vuelto a aparecer el loquito ese, Jesús.
¿Vos lo conocías, no?
El Gordo soltó una carcajada y volvió a llenarme el vaso.
Boludo, ¿te acordas de mi amigo el puntero? Yo te había contado que se la pusieron por cagador, el que te cagó a vos y a los pibes del parque con unas pepas un verano, ¿lo ubicás? Lo agarraron entre bocha de pibes del barrio y lo obligaron a tragarse diez pepas al mismo tiempo.
¿Diez? pensé. Y entonces recordé la cara del Villa, al jurar que iba a cobrársela de una manera u otra. El Negro Villa era más hijo de puta y lo bastante inteligente como para organizar a todos los damnificados… ¿por qué me venía eso a mente?
Salú, Gordo, por Jesús del Bajo.
Y los dos brindamos.
Se cuenta que a comienzos del 2009 dos autos que venían picando por Rivadavia una madrugada lo atropellaron; el primero lo hizo volar por los aires, imagino que ya habrá estado muerto al caer contra el asfalto de la avenida y ser arrastrado por el segundo, desde José Martí hasta Nazca.
Ahí terminó una leyenda que no era urbana ni popular, porque la historia de Jesús del bajo es sólo otro simple relato de drogadictos, que habitaron en otro tiempo y otro lugar.