Lo inesperado: Sobre despedidas súbitas.
Por Juan Pepe Carvalho
UN LABURITO PAL PROVINCIANO
Coteto era un padre presente y protector con una larga biografía a cuestas. A los 14, había fallecido su padre. Un par de años después debió trasladarse con su madre, de su provincia natal -Entre Ríos- a Buenos Aires. Las luces de la gran ciudad no lo amedrentaron. Por entonces, corría el año 1916: el mundo estaba sumido en la primera guerra mundial. Como nada nunca resulta fácil, entonces tampoco lo fue. Así, Coteto ingresó al Banco de la Nación, de cadete, orgulloso de su flamante título de bachiller, egresado del renombrado Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, Entre Ríos.
OTRA VEZ, SOPA
En Buenos Aires la vida era muy distinta a los años transcurridos en una estancia de la provincia litoraleña. Ser el jefe de familia, con su madre a su cargo, tampoco resultaba sencillo. Su educación familiar había sido conservadora en tradiciones, costumbres y enseñanzas, que Coteto intentó trasladar a sus hijos años después. Por supuesto, los críos las rechazaron: “Papá, atrasás, estás hablando del siglo pasado”. A regañadientes, Coteto debió aceptar la televisión, la sopa instantánea -qué era eso de sopa de verduras sin verduras; de pollo, sin pollo-.
TACLES DE LA SUERTE
Los niños vinieron del matrimonio con Elisa: seis hijos. Casi hubieran sido felices, si el diablo no hubiese metido la cola: con cuarenta años de servicio, Coteto fue echado de su trabajo en su amado Banco Nación. El motivo fueron sus actividades sindicales y políticas. Abandonado a su suerte por algunos de sus amigos laborales, el sostenimiento de la paz y de la felicidad familiar se convirtió en una pesada carga, que lo llenó de hastío nostálgico. En este marco, sus defensas bajas lo llevaron a una segura enfermedad. Con 61 años, fue internado a causa de una gripe mal cuidada. Lo acompañaron dos de sus hijos adolescentes y su compañera inseparable y continua alentadora de su vida.
COTETO Y CONATO DE FUGA
Una tarde me tocó ir a cuidarlo. Varias veces lo acerqué a los ventanales de la habitación, para que alegrara su aburrida estadía.
– Juancho, alcánzame la ropa-, me disparó sin anestesia.
– ¿Cómo, papá?, ¿qué ropa?
– Mi ropa, Juanchito.
Con veinte años, evidentemente yo ya no era un chico. No podía ceder a un pedido tan absurdo y caprichoso.
– No, papá, vos no te podés ir, los médicos no te dieron el alta.
– Juancho, soy papá y te doy una orden. No me obligues a levantarme y buscarla yo.
En eso llegó mi salvador reemplazo para el cuidado. Sin embargo, papá siguió con sus reclamos hacia mí.
– Juancho, tráeme mi ropa, me voy de aquí, ya estoy curado.
– No, papá, no te podés ir.
DESPLANTES
Debo decirlo. Mi relación con mi padre nunca fue ideal, siempre resultó corto en ofrecer reconocimientos. Por ejemplo, si yo me ocupaba de arreglar el jardín cuando él se iba al trabajo, a su regreso, entraba al grito de ¡cuándo alguien se va a ocupar de las plantas! Es decir, hacé de cuenta que yo no había hecho nada. Mucho tiempo después, en mi primera terapia, entendí que a veces los hijos nacemos en momentos de quiebre para los padres. Yo nací cuando mis padres se habían separado temporariamente. Mi padre regresó para mis cinco años. Durante mi infancia más fundamental, Coteto estuvo ausente.
BAJA EL TELÓN
Pero vuelvo al hospital. Cuando a las 19 horas, mi hermano mayor me reemplazó en el cuidado de Coteto, me dio cierta alegría y tranquilidad irme. Sin embargo, sobre la madrugada, me despertaron:
– Murió papá.
Durante muchos años, me quedó grabado el pedido de mi viejo. Al solicitarme la ropa, se despedía de mí. Tenía que irse.
“Y si le hubiese dado la ropa…”, la idea me ronda aún hoy.
RELEVO DE PARTES
A los 69 años, yo también con seis hijos. Pasó mucha agua bajo el puente. Aún sin resolverse del todo la despedida de mi padre, ya pienso cómo será mi despedida. Recordar aquel momento no me permite modificarlo ni evitarlo. Fui capaz de enfrentar la muerte de mi padre con otra mirada. Con respecto a la mía, me asustan las repeticiones involuntarias. Ojalá lo inesperado marque una diferencia, haga una curva. Y ojalá la haga mucho antes de despedirme. En el día a día. Ojalá renueve la sagacidad de mis ojos para entender a quienes me rodean, para entenderme. Para que la muerte no sea más que uno de los hechos vividos y no el más importante.