La Confianza: sobre el centenario del nacimiento de Piazzolla y su ingreso a la orquesta de “Pichuco”.

Por Pablo Soprano

 

UN HUMO QUE DEJA VER

Piazzolla II, Enrique Llorens
                           Piazzolla II, Enrique Llorens

Con apuro y a los manotazos contra infinitas figuras de humo que parecían dominar el ambiente, el chico ocupó la mesa de siempre en el viejo Café Germinal. Suspiró aliviado, la silla -su silla- estaba vacía. Bien cerquita del escenario, casi junto a los músicos. Ensayaba mil excusas con los viejos para quedarse hasta tarde, al fin y al cabo, todavía era un pibe. Y las excusas funcionaban, siempre y cuando prometiera no abandonar las clases con el maestro Alberto Ginastera. Necesitaba aprender todos y cada uno de los fraseos, de los acordes, los arreglos de esa que, para él, era una de las mejores orquestas de Buenos Aires. Cruzado de piernas, bien vestido, los zapatos relucientes, solito con sus dieciocho abriles y un café bien largo, esperaba pacientemente el inicio de espectáculo. Tangos, valses y milongas salían de memoria. No necesitaba partitura en ese diálogo nocturno, musical, casi mental, que entablaba con cada instrumento, en especial, el suyo, el de siempre: el bandoneón. Estudiaba cualquier cosa, cualquier gesto de esos tipos enfundados en trajes de color azul, comandados por un gordo puro cachetes, que parecía viajar sentado y adormilado arriba de un fuelle, “con los arreglos acá, en el balero”. Admiraba profundamente al director de la orquesta, a quien todos llamaban “Pichuco” y su sueño era, aunque más no fuera una vez, tocar para él. Tocar con él.

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Gato con acordeón, Stepan Vladimirovich Kashirin

 

GATO SIN GUANTES, CAZA PETARDOS

“Un gato. Vos sos como esos gatos que van de aquí para allá. Van, vienen y nunca paran”, le dijo Pichuco una vez, en 1943. Así lo llamó toda su vida. Al Gato le gustaban las jodas pesadas. Y a los otros, también. A sus compañeros de orquesta no les caía del todo bien ese pibito que venía con ínfulas de gran músico y, encima, demostraba serlo. El despecho y los celos musicales llevaron a sus compañeros a rebajarse a las peores bromas, con tal de bajarle el copete. Por arte de magia, el bandoneón desaparecía y en el estuche sólo había basura. Zapatos bien lustrados llenos de mierda de perro adentro y otras delicadezas como esas eran moneda corriente en cada presentación, pero no resultaba fácil ponerle el cascabel al Gato. Ya había cortado una cuerda de violín. Ya había encerrado a alguno en el camarín, segundos antes de salir a escena y había tirado la llave. Ya había tirado pica-pica y, sin embargo, faltaba algo. Una broma que no lo dejara pegado y demostrarle que él no era quien las empezaba.
En su casa, el Gato se tomó el tiempo de ver cuánto demoraba en consumirse un espiral mata mosquitos. Veinte minutos bastaban para, en el centro, colocar un petardo. Hizo saltar por los aires el reservado del cabaré Marabú, de Maipú casi Corrientes. Desbande generalizado y, al momento de parar la música, Pichuco fulminó con la mirada al pibe que se aferro al fuelle en su regazo y, con una sonrisa de oreja a oreja, bien gatuna le contestó: “Yo no fui, estoy acá, ¿no?”

EL QUE ESPERA DESESPERA

“Hugo, vos sabés, me sé el repertorio de memoria, dale, no te cuesta nada. Decile al Gordo que me tome una prueba”. Hugo no era otro que el violinista Hugo Baralis y tenía por costumbre hacerle compañía con un café en los intervalos, a ese chico con cara de nene. “¿Sabés que pasa? Sos muy pibe y a Pichuco le gusta tocar con gente experimentada. Mirá, la línea de bandoneones está completa, pero si sale algo te aviso”, lo tranquilizó más de una vez el avezado músico. No faltaba nunca en el Germinal, con su cafecito, a los manotazos con el humo, sin mirar a nadie. Sólo tenía ojos para los arreglos. A ver si el Gordo había cambiado algo en cada tema con respecto a la noche anterior. Esperar sin mirar el pentagrama, esperar de memoria.

 

Vuel Villa, Xul Solar
Vuel Villa, Xul Solar

LA BARRA DE LA GOMA -DE BORRAR-

Pichuco estaba caliente con un tema para el concurso del programa “Ronda de Ases”, por Radio El Mundo, a mediados del 43. Todas las orquestas competían con una canción a estrenar y quería ganar. Buscó sin éxito arreglar la milonga “Azabache”. Con la confianza y el desparpajo que suelen tener los jóvenes, le dijo: “No se haga problemas, si usted me deja, se los hago yo.” El director lo pensó bastante porque no sólo los arreglos los hacía él mismo, sino que debían ser bailables, la gente quería bailar, no escuchar. El pibe se perdía muchas veces en cosas clásicas y pretensiosas. Decidió darle una oportunidad. “Bueno, dale, metele a ver cómo te va”, fue la respuesta. Ganaron, pero al gordo no le gustó. Así y todo, le dio otra oportunidad y lo dejó meter mano en la versión, por primera vez instrumental, del tango “Inspiración”. Tampoco le gustó al exigente orquestador aunque, con los arreglos del Gato y sin modificaciones, actuaron en los bailes de carnaval de Boca Juniors. Hacia la mitad de la pieza, el público dejó de bailar y se acercó a escuchar. Como aquella noche del petardo, el director miró al joven bandoneonista y este, con una mueca sobradora disparó: “¿Se da cuenta?, la gente quiere escuchar, no sólo bailar”. De ahí en adelante, se impondría la goma de borrar en las partituras cada vez que el imberbe ejecutante modificara una nota, cien notas, o doscientas.

LA CONFIANZA NUNCA MATA AL GATO

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Orquesta de Troilo con Piazzolla circa 1940, Locos por el fuey

No le daban las piernas para correr, al pibe. El corazón parecía querer salírsele por la boca, no podía creer qué le pasaba. Se felicitó a sí mismo por haber ido más temprano. A la tarde, cuando los músicos se aprontan para el show nocturno. Corría y las cuadras se le hacían cada vez más largas y eso que vivía cerca del Germinal. Pensó en Ginastera y en las lecciones, pensó en los viejos que creían en él como músico. Tomó su bandoneón, le pidió que justo esa noche no le fallara. Desandó el empedrado hasta el Café y ya no le importó el humo ni si había o no lugar. Se enteró que el Toto Rodríguez se había engripado y se propuso reemplazarlo. “¿Así que vos sos el que se sabe todo mi repertorio? Vamos a ver si Baralis tenía razón. Vení, subí y tocá. Desenfundá, dale, metele.”
El pibe la descosió. Dos veces pararon porque los demás músicos no podían creer que ese nene con cara de nene realmente supiera nota por nota, acorde por acorde, arreglo por arreglo, tango a tango. Al terminar, Astor Piazzolla -como en un sueño- emocionado, ilusionado buscó a su maestro y, al fin, encontró aquello que tanto había esperado. Con respeto, sin perder jamás la distancia, Aníbal Troilo atinó a decir: “Pibe, acá se labura de pilcha azul. Ya lo sabe, ahora vaya a cambiarse.”

DE PADRE A HIJO

Troilo - Piazzolla, Revista Semanario de Junín
Troilo – Piazzolla, Semanario de Junín

Muchos años más tarde, en un encuentro informal entre ambos, Pichuco tomó la cara de Piazzolla con ambas manos y con la dulzura del padre le dijo: “Gato querido, ¿te acordás aquella noche en el Marabú, la del petardo? Nunca dudé que habías sido vos, pero no tenía las pruebas para pegarte un tiro ahí mismo.”
Sólo quien persevera conoce el verdadero valor de la confianza. En uno mismo, en lo que se propuso ser. A pesar, quizá, de un desencuentro, cuando crece, equipara la correlación de fuerzas entre dos potencias y suelen encontrar no sólo el camino del entendimiento, sino de una larga y virtuosa amistad.

Piazzolla, Carolina Del Pilar Panella
Piazzolla, Carolina Del Pilar Panella

 

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