Reflexiones acerca de la miseria: sobre lo cotidiano y lo extraordinario, rupturas y continuidades de experiencia y lenguaje.
Por Lourdes Landeira
“El ángel de la muerte, que en algunas leyendas se llama Azrael y con quien se cuenta que también Moisés debió luchar, es el lenguaje. Él nos anuncia la muerte. ¿Qué otra cosa hace el lenguaje? Justamente, este anuncio hace que nos resulte tan difícil morir. Desde tiempos inmemoriales, durante toda su historia, la humanidad está en lucha para arrancarle el secreto que él se limita a anunciar. No obstante, de sus manos pueriles puede extraerse solamente ese anuncio. De esto, el ángel no es culpable. Es solo quien comprende la inocencia en el lenguaje quien entiende también el verdadero sentido del anuncio y puede, eventualmente, aprender a morir”.
Giorgio Agamben – Idea de la muerte
HAY UNA VEZ
Supimos, sabemos, de niñas y niños arrancados de sus historias antes de que ellas siquiera los rozaran. En lugar de la caricia, los atravesó un abanico de míseras violencias encorsetadas en el ocultamiento. Un sitio impropio les acunó entre brazos ajenos. Sabemos, supimos de mujeres y hombres que aún se encuentran con ese pasado: una ausencia continuamente presente. ¿Qué hubo en los años intermedios? Voces, búsquedas, relatos encarnados en fotos blanco y negro, en cuerpos que caminan. Y vuelan. En una entrevista para este número, Miguel Benasayag dice que lo importante no es que el acceso a la producción de poesía sea universal, sino que la poesía esté en el mundo, ya que solo por estar lo beneficia. No importa, podríamos decir, dónde se produjo el pasaje de esas infancias a esas vidas adultas. Importa que hubo –hay- una resistencia constante que dio la pelea para hacer posible pasar del hiato al diptongo.
EN ESTE MUNDO
Cuando nacemos, el lenguaje ya existe en el mundo; sin embargo, no lo poseemos de inmediato, debemos adquirirlo. Nos es imposible pensarnos sin él. Signos y significantes nos preceden y obligan a que yo ponga los límites con ese no tan afuera. Antes de que eso suceda, nuestro cuerpo experimenta sensaciones intraducibles, tan perdidas en el relato como presentes en la piel. ¿Somos capaces de pensar el mundo previo al lenguaje? ¿Estaremos horadados por superposiciones de huellas tan inasibles como potentes? ¿Habrá, entre tiempos y espacios, más cosas de las que podemos racionalizar?
Y OTRAS TANTAS
Giorgio Agamben es un filósofo italiano contemporáneo. Pertenece ala denominada corriente de los biopolíticos, quienes trabajan con el carácter ambiguo de las fronteras de lo humano, con lo animal, con la técnica. E intentan rescatar el entre, el resto, más allá de lo interpretable. Dice Agamben, en “Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la experiencia”:
“… al hombre contemporáneo le ha sido expropiada su experiencia, antes bien, la incapacidad de hacer y trasmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de los que dispone sobre sí mismo. Benjamín, que ya en 1933 había diagnosticado con precisión esa “pobreza de experiencia” de la época moderna, señalaba sus causas en la catástrofe de la guerra mundial, de cuyos campos de batalla la gente volvía enmudecida… no más rica, sino más pobre en experiencias participables…”
Nombró la guerra y me veo obligada a hacer un paréntesis, porque llegan a mi memoria otros niños, otros relatos. Los que Svetlana Alexiévich hace visibles en su libro “Últimos testigos”. Alexiévich es una escritora bielorrusa. En 2015 ganó el premio Nobel de literatura. Fue la primera mujer periodista a quien se lo entregaron. El jurado habló de su obra como de un monumento al valor y al sufrimiento en nuestro tiempo. No creo que la intención de ella haya sido inmovilizar en estatua ninguna palabra, ninguna experiencia. Sí, probablemente, haya buscado rescatar la dimensión monumental de la historia de esos niños, los de la segunda guerra mundial, como de tantas otras víctimas de miserias contemporáneas –las mujeres de la guerra, las víctimas de Chernóbil, los muchachos de Afganistán-. Según ha dicho en entrevistas a la prensa, “vivimos entre víctimas y verdugos; mientras los verdugos son difíciles de encontrar, las víctimas son muy numerosas”. Ella pretende acercarse al misterio de la vida humana –del que en nada participa la información- a través de las “voces de la gente común y corriente en medio de eventos extraordinarios”.
PRIMERÍSIMAS de sus “Últimos testigos”:
[button-purple url=»#» target=»_self»]- El miedo que sentía se extendía por todo mi cuerpo. Por las palabras. Por los pensamientos – El primer cadáver que vi… fue el de un caballo… Luego vi a una mujer muerta… Eso me sorprendió. Yo creía que en la guerra solo mataban a los hombres. – Por alguna razón aquello pasaba en silencio. Nadie hablaba – La guerra. Yo, y es comprensible, a mis cinco años no tenía en la cabeza ninguna imagen para esa palabra. – Hablaré del olor… De cómo huele la guerra… Esos árboles siempre me huelen a guerra… – Caminabas y veías un cadáver negro. Eso significaba que se había quemado un viejo. Cuando veías de lejos algo pequeño y rosado, entonces es que había sido un bebé. Rosaditos, los pequeños yacían encima delas brasas apagadas. – Ese día vi los primeros nazis. Golpeaban nuestra calle al andar. Me parecía que hasta el suelo sufría cuando ellos pisaban – No se me da bien la felicidad. Me da pánico. Siempre me parece que se terminará de un momento a otro. Y ese de un momento a otro me acompaña siempre. Aquel miedo infantil… – Nos ordenaron: miren… En una casa no encontraron a nadie y ahorcaron al gato. Colgaba de la cuerda como un niño. Quiero olvidarlo todo… – Han pasado veinticinco años desde que acabó la guerra y solo he conseguido encontrar a una de mis tías. Ella me dijo cómo me llamaba, tardé mucho en acostumbrarme a mi verdadero nombre. Cuando me llamaban por mi nombre, no respondía… – No recuerdo si nos pegaban, pero me acuerdo del miedo a que me pegaran – Ninguno de los que estábamos allí tenía madre. Ni nos acordábamos de esa palabra. La habíamos olvidado – Empecé a sonreír a los quince años – Una de las niñas no aguantó, se murió. La llevaron al bosque y la enterraron así, sin nada. Trajeron de vuelta a la finca su pijama de rayas y las sandalias de madera. – En el campo de concentración jamás vi un pájaro ni un escarabajo. Soñaba con encontrar al menos un gusanito. – Nos quedaba el cofrecito del abuelo, allí guardaba las herramientas; un cofrecito pequeño como un paquete de correos. Yo tenía miedo de que vinieron los gatos o las ratas y lo mordisquearan (a su sobrino muerto). Estaba allí, tan pequeño, más pequeño que cuando estaba vivo. Lo envolví en una toalla limpia. Una de lino. Y lo besé. El cofrecito era justo de su medida…[/button-purple]
El libro es un recorrido de primeras personas, intercedidas por un título y una referencia. Así comienza: “Le daba miedo mirar atrás”. Zhenia Bélenkaia, seis años. Actualmente es operaria. Para el final, reservó las palabras de la ingeniera Valia Brínskaia y sus recuerdos de cuando tenía doce: “La primera en irse fue nuestra maravillosa madre, después murió nuestro padre. Percibimos, sentimos al instante que a partir de entonces éramos las últimas. Estamos en esa línea… En esa frontera… Somos los últimos testigos. Nuestro tiempo se acaba. Tenemos que hablar… Nuestras palabras serán las últimas…”
DONDE EL LOBO SIEMPRE ESTÁ
Qué palabras podrían suceder a las que salen de los cuerpos marcados por la irrupción tan extraordinaria de una guerra mundial, del secuestro de niños organizado por un Estado que desapareció personas de manera sistemática. Ahora bien, ¿qué sucede con las experiencias y los relatos de la vida cotidiana? Para Agamben, la negativización de la experiencia la ha sustituido por meras representaciones. Al hombre –y a la mujer, agrego para hacerlo inclusivo- le queda reservado el lugar de espectador y reproductor, de quien se instruye de lo que ve y repite mecánicamente. Hace algún tiempo comencé a preguntarme por la extinción de los refranes, todos los que conozco me suenan a antiguos. Al mismo tiempo, no dejo de asombrarme por el ingenio de ciertas imágenes y frases que recorren las redes sociales –algo así como grafitis digitales-. Cuando me pregunto por las similitudes, surge, de inmediato, lo vivencial. Ambos intentan trasmitir un saber. Lo perdurable versus lo efímero, por su parte, aparece como la primera gran diferencia entre refrán y grafiti virtual. Sin embargo, aquellas máximas trasmitidas de generación en generación, además de la continuidad en el tiempo, traían como correlato la moraleja, el juicio inapelable. El gratiti, en cambio, supera la sentencia con su ética inmanente. Desde allí, enriquece. En los últimos días de un nuevo diciembre dolorosamente trágico –sí, no es grande la palabra- se fijó uno en mi retina –quizás porque el oxímoron es mi figura preferida-:
«un día te van a decir que los jubilados somos ñoquis porque no trabajamos y lo vas a creer»
A riesgo de equivocarme, continúo con el juego de similitudes y diferencias y creo que quien lo escribió le puso el cuerpo a muchas de las marchas que quienes van a creer lo incongruente solo han visto mediados por pantallas –o ni siquiera-. Son contemporáneos, quizás compatriotas, a lo mejor colegas, vecinos, familiares o detentan uno y más parentescos. Sin embargo, los separa la frontera entre la sensibilidad empática que se eriza en la piel y el automatismo de los repetidores de sillón.
“Son como esos personajes de historieta de nuestra infancia que pueden caminar en el vacío hasta tanto no se den cuenta de ello: si se dan cuenta, si lo hacen experiencia, se precipitan irremediablemente”, dice Agamben respecto a quienes practican la “filosofía de la pobreza” que implica la “expropiación de la experiencia”.
SE CUECEN HABAS
La naturalización es un concepto que hace muchos años se utiliza para referirse a ese proceso por el cual, a fuerza de repetir, los medios de comunicación logran que ciertos hechos se vuelvan “naturales” a oídos y cerebros entumecidos por la irreflexión. Siempre pensé a esa operatoria manipulativa como la que consigue interrumpir la conexión entre una determinada situación y sus causas y la que destierra todo aquello que no puede ser pensado en términos causales. Así, la pobreza habría venido con el mundo –como los mares o las montañas- y no habría sido causada por la explotación del hombre por el hombre. Y lo natural, por supuesto, debe ser aceptado, no admite cuestionamientos. Ahora bien, los jubilados, en abrumadora mayoría “naturalmente” pobres, podrían perder el significado implícito en su definición –trabajadores pasivos- en un posmoderno proceso de desnaturalización de su condición y deberían pasar a ser activos a riesgo de ser repudiados por sus contemporáneos no-parientes.
Lo nuevo, en línea con el análisis de Agamben, tiene que ver con que el relato, el discurso construido, ya no naturaliza, sino que da entidad de real a sus preceptos. El relato es la autoridad que legitima cualquier posible resto de eso que llamábamos “experiencia”. La realidad es sustituida por su relato. Todo aquello no reductible a las formas lógicas es, o bien “curado para entrar en la norma” o bien, extirpado.
Y TAMBIÉN, CALDERADAS
Sin embargo, Polia Pashkévich -una de las últimas testigos de Alexiévich- logró soñar. Cuando tenía cuatro años, vio a su madre morir de un tiro, ante sus ojos, en plena calle. Vio al abrigo que la protegía teñirse de rojo sangre, cuando la mujer cayó. Las niñas huérfanas, como ella, llevaban siempre la misma ropa. Polia quería tener colores, trabajar y comprarse muchos vestidos: “uno rojo, uno verde, uno de lunares, uno con un lazo”. Actualmente es modista.
“Tengo una familia hermosa. A los cuarenta años tengo una abuela y pude hablar con ella”, las palabras están fresquitas. Las acaba de decir la nieta recuperada 126, Adriana – el nombre con el que creció-, Vanesa –como la nombraron sus padres antes de ser desaparecidos por la última dictadura militar-. Cuatro décadas después, la niña, ya adulta, “armó el rompecabezas”.
Contra las formas dicotómicas que todo reducen a un afuera y a un adentro, activo–pasivo, lo múltiple, lo diverso, lo fuera de lo normal es la posibilidad de resistir a vivir como dibujitos animados y a hablar desde viñetas prediseñadas. El lenguaje, por supuesto, resulta protagonista. Los hechos no han dejado todavía de ocurrir, ni los discursos de decir, ni los hombres y mujeres de nacer, ni las infancias están aún jubiladas.
“La historia no puede ser el progreso continuo de la humanidad hablante a lo largo del tiempo lineal, sino que es, en su esencia, intervalo, discontinuidad, epoché. Lo que tiene en la infancia su patria originaria, hacia la infancia y a través de la infancia, debe seguir viajando”
Giorgio Agamben, “Infancia e historia”.