Viaje alrededor de un punto: Sobre caminos y descansos.
Por Cecilia Illia.
CAMINOS I
Había escuchado hablar del camino de Santiago. La huella en la piedra hacía temblar a su imaginación. ¿Cuántos kilómetros presentes en esa marca inmóvil? Llegar exhausto, con el dolor latente en cada músculo, con mil anécdotas servidas al borde de su rostro y apoyar la mano en ese cúmulo de manos, pasar a formar parte de ese grupo multiplicado hacia un pasado tan remoto.
La historia, los pasos perdidos en el horizonte, la meta, lo que queda atrás.
Entonces quiso investigar otros caminos. El del Inca, por ejemplo. Una escalera interminable labrada en la montaña con paciencia. Surcos en los huesos de la tierra. Vitales. Vivientes.
Después descubrió un relato de un camino trazado en el mar.
Un camino trazado en el mar. Eso logró que su mente adquiriera un estado efervescente. Las huellas en el agua, una percepción tan sutil. Casi religiosa. Como Cristo con sus sandalias rozando la superficie espejada ante los ojos atónitos de sus seguidores. Aunque este camino no era milagroso, era la reconstrucción del recorrido de unos hombres que partieron de Asia y llegaron al norte de América por el estrecho de Bering. Un camino tal vez endurecido por el frío, entre islas de hielo y canoas improvisadas.
¿Qué podrían buscar?
¿Qué los empujaría hacia adelante?
Se puso esa impaciencia imaginada. Digamos que se la calzó. Sintió cómo su mirada buscaba el horizonte y sus pies hervían por alejarse y alcanzarse una y otra vez.
A kilómetros de tan exóticos caminos, divisó -con la dificultad propia de cualquier ciudad- un horizonte tal vez demasiado próximo, y soltó sus pies a la deriva.
DESCANSO I
LAS ISLAS DEL HIELO
El remo empuja el agua helada, además de movernos, brinda un poco de calor a nuestros cuerpos ateridos. Si bien el aire parece tan diáfano como el de una mañana de sol, no contamos con sus rayos para amortiguar el frío.
Bloques de hielo nos visitan, intermitentes. Algunos grandes como buques; otros, pequeños patos impasibles.
Querría estirar las piernas, saltar sin miramientos, caminar un rato.
A lo lejos, se puede ver el horizonte quebrado por una fina línea blanca. El tumulto oscuro por debajo, el gris plomo y en flamas, por encima. Propongo que nos dirijamos hacia ella, tal vez sean las famosas islas de hielo.
Imagino enormes módulos aglutinados con destellos azules. Pienso cómo podría impactar sobre ellos nuestro calor humano. Deshacerse entre sollozos.
Gotas locas surcarían sus paredes crudas.
Al menos, podríamos tomar un descanso. Cortar bloques y apilarlos para construir un refugio. Construir calores, caricias, confianzas.
Descansar del movimiento de las olas, del viento inalterable, de decidir el rumbo. Hasta embobarnos en la cara de la luna.
Permanecer en esas formidables murallas de fragilidad perenne, burlar al tiempo e insistir.
Lo lindo de los caminos es la sorpresa. Las encrucijadas, por ejemplo. No había pensado en eso. Vengo tan entretenida, disfruto del sol suave de la mañana, el canto de los zorzales y, de pronto, tres opciones se presentan así como así.
No tengo un mapa, el objetivo no está a la vista; así que, debo elegir.
Lo lógico hubiera sido encontrarme con un cartel. Una flecha en cada dirección con el destino anticipado. O, por lo menos, un dibujo alegórico, una letra, una marca de algún caminante anterior. Pero no. Los tres caminos se muestran escandalosamente al desnudo.
Ya sé que antes lo mencioné como algo lindo, aunque me retracto. Es lo peor del caminar. Tener que elegir sin referencias. Una verdadera locura.
Si uno pudiera elevarse entre las alas de cualquier pajarraco y, desde las nubes, mirar a la distancia; entonces sí, sería razonable. Pero, en esta orfandad de signos, me niego a decidir qué dirección tomar.
De este modo, sólo me queda detenerme. Afincarme en la encrucijada, construirme un presente, acicalar el terreno.
Miro alrededor, es un lindo lugar. Con esas tres aberturas como tres promesas. Podría cada mañana imaginar qué destinos esconden. Evaluar el declive, la tendencia a curvarse. También la temperatura. Es increíble cómo puede cambiar la temperatura con solo moverse unos metros.
Podría tomar nota de cada referencia. Cantidad de arbustos por metro cuadrado, zonas con sombra, zonas con sol, aumento o merma de la distribución de los hormigueros. Cantidad de veces que la zona es sobrevolada por caranchos. Así, tras un estudio exhaustivo, tendría un informe pormenorizado que dejaría a la vera del camino para ayuda de futuros caminantes. Tras evaluar los datos, los sopesaría- detenidamente- y reemprendería el rumbo, ya sin sorpresas, con el corazón oprimido por dejar atrás ese presente fecundo y promisorio que me dio tantos datos y satisfacciones.
Podría, sí.
Aunque también podría dejarme llevar por los instintos. Tomar la primera dirección que se me ocurriese y probar suerte. Después de todo, siempre puedo volver atrás. Entonces, cada paso sería un descubrimiento. Los ojos alerta dispuestos a lo nuevo, en el sentido más radical de la palabra. El impacto de cada chispa de sol, de cada estrella titilante.
Encontrar un arroyo, un barranco peligroso, una altura infranqueable.
También podría volver sobre mis pasos. Regresar a algún punto seguro y preguntar. Subirme al árbol más alto y mirar a lo lejos. Dormir bien profundo y soñar la dirección correcta.
¡El mejor! Tirar una moneda y disfrutar un rato la extraña belleza de las encrucijadas.
CAMINOS III
Primero lo mira a los ojos. Redondos, transparentes. Quiere leer en ellos, ¿también tendrá miedo?
Bueno, miedo no, inquietud. Tensión, turbación. Eso, turbación.
Adivina en su pelaje las manchas oscuras que se dibujarán tras el esfuerzo.
Tienen por delante un camino diferente.
Traba un pie en el estribo, volea el otro hasta el reverso. Ese costado escondido, aunque supuesto. Acomoda el cuerpo, lo balancea un poco hasta encontrar el punto adecuado y levanta la mirada.
La mirada.
El camino.
Las sienes le hormiguean. Querría no tener que hacerlo, pero siente la presión. Los ojos clavados en su espalda lo empujan adelante.
Sin embargo, querría no tener que hacerlo.
¿Acaso no es su decisión?
¿Volver sobre sus pasos?
Aceptar que lo pensó mejor, que tal vez había tomado una decisión apresurada, confundido por el deseo de perdurar. En la admiración de los otros, en la suya propia.
La luz de la luna produce una extraña sombra tras la copa de los árboles. El viento del amanecer hace que la extraña sombra baile. Un presentimiento de futuras oscuridades lo acicatea.
Golpea los talones contra el vientre de su compañero. Dirige su mirada y las riendas hacia un punto entre la penumbra y comienza su recorrido seguro de su destino.
DESCANSO II
LA HUELLA EN LA PIEDRA
Parece que hace un millón de años existió un humano, quien dejó una huella que se fosilizó. Tal cosa fue encontrada en agosto de 2007 cerca del oasis de Siwa, en el oeste de Egipto. No es el único caso conocido. Existen por lo menos tres más debidamente documentados. Cabe imaginar que miles de huellas fosilizadas permanecen escondidas a la espera de ser libradas.
Se necesita más que suerte para dejar una huella en la piedra. Es algo que en la actual sociedad de consumo ya no se ve.
Sin embargo, los dibujos y las esculturas en la arena son un digno homenaje a aquellos antiguos destinos humanos. Provenientes de culturas insulares, resultó una forma de comunicación más allá de la lengua para informar, ilustrar, avisar o recibir a visitantes ocasionales.
A veces, nada representa mejor algo que todo lo contrario.
CAMINOS IV
Caminar con una cesta en la cabeza. Con los brazos encadenados con otros –por lo menos cuatro- en forma de bloque humano. Cazando mariposas. Con temor a los espíritus.
Trotar. Galopar. Correr.
Internarse en las llagas de la tierra. En los tubérculos de la montaña.
Remontar los ríos hasta sus orígenes. Encontrar la salida.
Sembrar laberintos, cosechar dificultades.
Subir escaleras. Caer desde lo más profundo. Tender una cuerda infinita que aprenda a cambiar de tamaño cuando sea necesario. Colgarse de ella como si fuera una tirolesa.
Volar en globo, en ala delta, en paraguas.
Planear las copas de los árboles. Señalizar las lianas y trepar como una oruga rampante.
Resbalar por los médanos nocturnos. Excavar. Penetrar. Ahondar.
Saltar entre las piedras de los arroyos. Construir puentes. Trenzar fibras resistentes gracias a sus convicciones.
Nadar. Remar. Navegar.
Abrazar las raíces de la tierra. Marcar nuestros pasos.
Si resultara posible, dejar alguna huella.
DESCANSO III
FOSILIZACIÓN
El proceso que debe ocurrir para que un resto se fosilice es extremadamente raro. Bueno, quiero decir, poco frecuente. Es necesario que precipiten minerales en todos los vacíos, por pequeños que sean. Sulfatos, sulfuros, silicatos, fosfatos, óxidos de hierro de relleno en intersticios insospechados. Una pequeña omisión y todo el asunto se hace humo. El futuro fósil, ya sea una hoja o un fémur de tiranosaurio, debe quedar atrapado en una tela inorgánica, ser empujado hacia el interior de la corteza de la tierra y resistir todos los procesos biológicos que intentarán llevarlo hacia el destino común de toda la vida.
Ni hablar cuando de una huella se trata.
Lograr fosilizar una huella pliega el tiempo de una manera insólita.
Por otro lado, ¿habrá alguna relación entre el instante que rodea la producción de la huella y su destino –el destino de la huella-?
Ya que podríamos estar hablando de la pisada de un ser humano que acaba de perder su amor. O de uno que por fin encontró la manera de conservar el fuego o, mejor aún, de uno que solía dormirse tras mirar fijamente a los pájaros con la esperanza de soñarse con alas.
Sería difícil imaginar que tan variadas actividades no influyan en el destino de las marcas que producen.
¿Podríamos pensar en la dimensión ética de las pisadas?
Una tarde de comienzos de otoño, atrapa a un hombre de hace veinte mil años en una disyuntiva. Se detiene a pensar entre los arbustos si acaso será posible atravesar esa montaña. La ha visto mantenerse sobre el horizonte desde que tiene memoria. En numerosas ocasiones, se ha preguntado qué esconde. Sin embargo, el respeto a lo inconmensurable lo detiene.
Ella es tan majestuosa, tan inmutable.
Sus pies se hunden un poco sobre la tierra cuando tensa sus músculos e imagina su travesía. Sus pies transmiten a la tierra la inquietud y el deseo de aventurarse.
La tierra quiere beberse el deseo del hombre.
La tierra llama a todos sus sulfatos, sulfuros, silicatos y óxidos de hierro.
La tierra lo invita a atravesarla.
Quiere retenerlo como cualquier loca enamorada.
CAMINOS V
Hace años sueña con este momento. Primero, sólo se trataba de un fantaseo. Con el tiempo, fue adquiriendo sustancia. Pasó a ser un proyecto. De esos que se postergan hasta disolverse.
Pero no. Él no lo dejaría pasar. Finalmente tomó las riendas.
Siente la inquietud en su cuerpo. Cada latido consiste el tiempo. Una promesa por delante, montones de días que empujan por detrás.
Hace rato peina canas. Siempre tuvo el pelo rebelde, pero los blancos más. Los blancos figuran salir escapados, electrizados, tal vez hasta sorprendidos. Eso ha logrado conservar, la capacidad de sorpresa. Todavía la vida no lo aburre. Muchas veces lo deja perplejo y disgustado, pero aburrido no.
Le costó animarse a empezar solo. Eso fue lo más difícil. Porque caminos emprendió muchos, pero siempre eran algo así como una negociación. Para ir con otros, aceptaba cambiar un poco el itinerario, un poco las condiciones, un poco el transporte. Esta vez va a cumplir lo que siempre soñó. Pero va a hacerlo solo.
Escucha los ruidos cotidianos, piensa si los extrañará. El vecino de arriba que siempre arrastra los muebles. El perrito de la del primero. La acelerada del 38 que pasa por la puerta de su casa. El noticiero de Continental que acompaña el mate de todas sus mañanas. Una radio podría llevar. El mate, sin dudas. Es que debe reducir el peso, a su edad no se puede llevar mucha carga.
Ya bastante lleva puesta. ¿Cómo podría alivianarla?
Espera que el equipo no le falle. Eso también lo inquieta.
Sus amigos piensan: éstas son cosas que se hacen a los veinte años. Su hermano también se lo dijo. “¿Enloqueciste, viejo? A nuestra edad estamos para hoteles de cinco estrellas.”
Toda la vida esperando el momento oportuno.
Qué locura.
DESCANSO IV
El viento se hace oír de varias maneras. Silba. Sacude las ramas de los árboles. Golpea cuanto trapo encuentra a su paso. Papapa papá. Una puerta. Un cartel entre remolinos.
El hombre, entrado en años -piel curtida, pelo blanco-, se mueve con lentitud. Contrasta con el afuera. El tiempo parece pesarle en el cuerpo. Despacio, pero con precisión, sus manos desarman el tambor de una pistola. Extrae una a una cada bala. Las apoya con cuidado sobre su única parte plana -paradas e inestables, con un extraño brillo cobrizo-. Trabaja sobre una mesa pegada a la ventana. Los nubarrones comienzan a posicionarse en el cielo y, por momentos, lo dejan sin luz. Busca una pequeña lámpara de mesa para iluminar su tarea.
El viento arrecia minuto a minuto. Vuelan ramas, tiemblan los vidrios de las ventanas.
El hombre acaricia cada pieza de la pistola. La frota con un aceite especial, tal vez un poco rancio. Tiene sus años, como el hombre. La última vez que lo usó fue tanto tiempo atrás. Casi se había olvidado de la existencia de ese legado. Porque era una arma familiar, de esas que se pasan de generación en generación casi como una amenaza. Como un poder brutal, como una herida.
Recuerda la primera vez que la vio en el armario de su padre. La sorpresa, el temor, las preguntas. Preguntas que, por supuesto, nunca formuló. Ni siquiera para sí mismo. Sólo vagas dudas sin palabras. Espinas mudas.
Nunca tuvo buena puntería. No es que se hubiese dedicado a tirar, pero su puntería se puso a prueba en los dardos y en la vida. A él le parecía un don natural. Están los que “donde ponen el ojo ponen la bala” y los otros. Y a esta altura no le queda más remedio que concluir su pertenencia a los otros.
Corre la silla, se acerca a la ventana. Deja la pistola sobre la mesa, desarmada, sin alma.
Puede ver el mar. Hermoso privilegio. Las olas crecen y se deshacen en espuma furiosa. Una violencia sublime. Puede sentir los golpes del agua turbulenta. Rabia. Arrebato. Las
nubes se confunden en el horizonte con los tonos plomizos del agua. El viento domina todo el paisaje.
Los pájaros, retirados de la escena, serían un lindo detalle. Dispuestos a enfrentar la adversidad.
Pero no, a veces hay que aceptar que la batalla está perdida. Ojo, no es fácil. Le vienen voces diversas de distintos momentos de su vida. “Hay que lucharla, viejo”, “vos elegís la fácil, retirarte y listo”, “no te des por vencido ni aun vencido”. Qué va a ser fácil.
Camina despacio hasta la cocina, pone a calentar agua. Tiene frío. ¿Cómo podría enfrentarse a toda esa pasión terrenal? La fuerza del mar, los bríos del viento.
Mira la pava titilante sobre el fuego, luego gira la cabeza hacia el pequeño cuadro iluminado por la lámpara de mesa. Las balas erectas. La pistola deshojada. El recuadro de la ventana con una pintura tormentosa. Se prepara un té y sueña con una balsa alada.
CAMINOS VI
La piedra escribe música en el agua cuando se deja abrazar en sus confines.
La cordura de la huella engaña al tiempo que ríe complaciente.
Mientras tanto, el amor descansa en todas sus marcas.