Viaje alrededor de un punto: de orfandades, adopciones y otros viajes morosos.

Por Francisco Famá

KAFKA, UN POROTO

Héctor López, semana por medio, concurría a la ciudad de Mercedes. Allí había cursado la primaria, entre finales de los cincuenta y principio de los sesenta.
Desde que abrían los Tribunales, Héctor López ocupaba su tiempo de oficina en oficina, de secretaría en secretaría, hasta la hora de cierre. El gentío nunca lo dejaba ver la luz natural, a través de los amplios vidrios en los grandes ventanales.
Aquel día en especial, terminó antes. Cuando ganó la calle y antes de llegar a su auto, entró a un bar. Humeante café frente a él, sobre la mesa de media mañana. El ventanal a la calle le mostraba la película: mujeres que apuraban a sus niños, escuelas que apuraban con los horarios, taxis que apuraban a colectivos y el apuro de colectivos que prepoteaban a los peatones.
De pronto, un recuerdo irrumpió en medio de su diálogo con la moza. La urgencia se coló dentro del bar y apuró la indicación de un domicilio desde los labios de la mujer.

LA GONZÁLEZ

Mientras caminaba, López jugaba a identificar los rostros locales del barrio de los visitantes. En ese juego, se entretenía mientras sus pies lo llevaban hacia el domicilio indicado. Como quien no quiere ceder a la emoción inminente, pero tampoco está dispuesto a evitarla del todo. López juega y avanza. El viaje, sin embargo, es más lento que sus pasos.
-Sí, ¿quién es?- preguntó una voz de mujer, mientras abría el postigo de la puerta.
Se le parecía, pero no era.
La hija de la González se le parecía tanto que en un momento López perdió la noción del tiempo y estuvo dispuesto a aceptarlo: mientras él envejecía, a su antigua maestra le había dado por rejuvenecer.
Disimuló, sin embargo, frente a la joven. Y aceptó la información que aquella daba. Era nomás la hija de Alicia González, quien se encontraba de viaje en Luján. Pero Héctor no se iba a ir con las manos vacías. En un breve diálogo, consiguió un dato. No el que había ido a buscar, sino otro. Otra celadora, la Elena Páez, vivía a dos casas de allí.

MEMORIAS DE UNA MALHUMORADA

Mientras se dirigía a lo de la celadora, Héctor, comenzó a recortar algunos recuerdos de la infancia y los transformó en fotos. Es decir, no los dejó transcurrir, los inmovilizó. Pero, de golpe, las fotos- quietas- comenzaron a parlotear. Era la González, incorregible, meta hablar y hablar:
“Pórtense bien, no quiero llegar a mi casa y darle el pecho a mi niña con los nervios como me los ponen ustedes. Si le pasa algo a mi beba, vengo y los mato.
Lo que sigue es una anécdota, parte del currículum heroico de Héctor López. Tan comentado fue el asunto entre familiares y amigos, que el propio López ya no sabe cuánto de todo es verdad y cuánto fue imaginado. Pero algo así parece que le contestó a la González:
“Mire, señora, antes de que usted cumpla con su promesa, pida licencia”
Contrariamente a lo esperado, la mujer no estalló en esos excesos de autoridad en que suelen estallar las celadoras, sobre todo, si se llaman “La González”. La mujer, apenas si se atrevió a indicarle al chico que se retirase. Al día siguiente, la celadora se ausentó y no volvió hasta seis meses después.

ELENA PÁEZ, RECARGADA

La ex celadora abrió sus setenta años aproximados, todos juntos, y lo hizo pasar a López directo al comedor. Los ojos de la mujer se posaron en toda la anatomía de Héctor. Sonrió. Le cebó unos mates y dejó que los recuerdos, ida y vuelta, fueran delante y detrás de las preguntas, de costados y al margen del olvido. Después, se despachó:
-Me hubiera gustado ver crecer a algún chico más allá del sexto grado –decía, mientras miraba una página de un álbum de fotos, de cuando ella trabajaba en el Hogar Escuela.
En el sepia de las fotos, Héctor reconoció el lugar, pero a nadie retratado.
-Nunca me casé; cuidé de mi madre. Después, con la muerte de mi padre, ella quedó muy sensible. Mis hermanos, cinco en total, todos viven aquí en la ciudad. Yo soy la más chica.
Mientras la mujer hablaba, mantenía los brazos a los lados del álbum, como si ella misma hubiese querido inmovilizarse, transformarse en una foto. Pese a la quietud de su cuerpo, sus palabras delataban una enorme agitación. Ya no estaba ahí. A cada palabra, la Páez se trasladaba muy lejos en la tristeza, sin dar un solo paso.

DISCRIMINADA POR EDAD

Héctor se encargó del mate. Cebar, agregar azúcar, alcanzar el mate eran los únicos movimientos de la escena. Y todos le correspondían a López. Ella seguía inmutable, en su viaje inmenso alrededor de una imagen que parecía muy dolorosa.
– Mamá hablaba poco, se puso contenta cuando le insinué la posibilidad de adoptar a uno de los niños del Hogar.

Las instancias que construyen un «huérfano» son muy variadas. La gran mayoría comienza con una ausencia y termina en hospitales públicos o en casa cuna. Allí conviven, abandonados de todo origen: desde el nacimiento, de pocos meses y hasta los cinco años. De no conseguir la adopción, los niños se distribuyen en institutos para menores, asilos y hogares. La mayoría, sin documentación.

Las adopciones se pueden tramitar desde los distintos institutos o desde la casa cuna. En los años en que se sitúa esta crónica, la mayoría de los Hogares eran administrados por curas y monjas. La tarea del orden y el manejo de los niños estaba en manos de celadoras, monjas, sacerdotes y maestras. Dentro de las instalaciones también hay un grupo de médicos y enfermeros.

 -Yo no lo decía en serio, hasta que un día se me cruzó un pequeño diablillo, rubio, de ojos claros. Me gustó cuando una vez lo reté y me miró con tanta dulzura en sus ojos, juro que tuve que disimular la emoción. Hasta allí había visto a tantos posibles niños para adoptar. Nadie me había conmovido tanto. Ya había averiguado con las otras celadoras y empleados que tenían contacto con él. A todos los miraba con odio. Hice los trámites para adoptarlo y los familiares no quisieron. Los asistentes sociales insistían: yo ya no tenía edad para mantener a un niño. Todos a quienes intenté adoptar andaban entre nueve, diez y once años. Aquel tenía diez. Después que rechazaron mi pedido de adopción, me jubilé. Y, al muy poco tiempo, falleció mamá.

Fotografía: Viviana Macías, «Cuna». Alambre tejido, hierro.

CURIOSEAR TIENE SUS RIESGOS

Por alguna razón, López prolongó la conversación. La mujer salió de su quietud y comenzó a moverse, lentamente, sobre su silla. Como si huir del pasado le hubiera costado. En ese momento, López pensó que él y ella eran dos huérfanos, uno frente a otro, sin poder hacer demasiado para constituir familia. Como en un acto de desesperación, él reabrió la charla para tender un puente entre los dos.
Entonces, ella se largó a contar que muchos novios no había tenido, algunos nomás, por esas cosas de antes, que sin mamá no me voy a tu casa y si el tipo venía acá, mamá no se movía. Bue, el asunto es que el tiempo pasó y los novios también. Una vez, uno, sin embargo, casi cae. Ahí fue donde le nació la idea de adoptar.
En un silencio de la Páez se fugó un modo muy gris de su desazón: se fugó también la ilusión de una familia, la soledad desnudada de futuro, de una mujer que hablaba sin confesarse y sin intimidad.

LAS FOTOS DE EGRESADOS

La Paéz tenía fotos de conjunto de casi todos los años en que trabajó en el Hogar. A quienes ella consideraba inolvidables, los redondeaba con un círculo rojo. A “los sabandijas”, nadie podía desterrarlos de la memoria, “de ellos jamás me olvidaré”. Los otros, sin marcar, eran olvidables

Video: Fragmento de la película «Smoke», dirigida por Wayne Wang y Paul Auster.

GUARDA CON LAS FOTOS

Héctor López miró con mucha atención cada una de las imágenes pegadas en la cartulina, por ambos lados. En una de ellas se detuvo, vio y reconoció algunas caras. Dio vuelta la página y allí se halló. Se alegró al ver que él mismo estaba redondeado con lápiz rojo.
-¿Se encontró?- dijo Elena desde el marco de la puerta a la cocina.
-Sí, qué feliz me hace verme. –busco la mirada de ella.
-Venga que almorzamos.
En el almuerzo, de tanto en tanto, López intentaba moverla hacia el tema de la adopción. Durante el café, Héctor aprovechó para volver sobre el álbum. Sus manos y sus pies fueron casi solos. Una insistencia quieta, constante, urgente le ordenaba volver al álbum. Las manos y los pies estaban cerca, aunque no habían dado en el blanco.

TIBIO, CALIENTE, MUY CALIENTE

. “Abrí el libro ese”, pareció indicar el movimiento de cabeza de la mujer. En la primera hoja, deslumbraba la imagen de un Héctor de diez años parado delante de ella. Ella, con sus manos apoyadas sobre los hombros del muchacho.
López hojeó como apurado por resolver un enigma. En la última página, sobre un papel escrito a mano alzada, leyó la nota:

“Las autoridades rechazan el pedido de adopción y alegan que la señora Páez se encuentra inhabilitada para cumplir las funciones de madre, bla, bla bla”
Allí, con membrete, estaba redactado el rechazo. Elena Páez no podía adoptar a Héctor López.
Miraron el tiempo transcurrir en los ojos nublados. Y, después, la vida continuó.

 

Galería de fotos: Viviana Macías, Serie de las Palabras. Piezas realizadas entre 2003-2004 (expuestas en Areatec de abril a julio de 2011).

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