Persistencia: sobre amores eternos
Por Néstor Grossi
¿Hasta dónde podía durar una estúpida promesa adolescente?, ¿hubiese resistido al hundimiento del planeta?, ¿hubiésemos estado ahí cuándo ya no importase nada?
Yo estaba seguro que sí. Nuestro pacto comenzaba, ya sin ninguna cosa que perder. Además no era amor: sólo una simple cuestión de estrategia, de logística para cuando fuéramos dos viejos inservibles. Un pacto entre amigos, nada más. Cosa de pendejos, no sabíamos qué era el tiempo, ni el amor- el verdadero-, ese que va a más allá de la muerte, que puede cagarse en las cronologías y puede atravesar portales entre un millón de pasajes sin agujas del reloj ni calendarios.
Después, simplemente, darte cuenta que estás ahí, solo, ella ya no está, que podés seguir amándola y cada vez más.
Pensar que nos burlábamos de la muerte, Rubia. Justo me dijo que me amaba en el momento que descubría el primer amor como una polaroid entre las páginas de algún libro viejo.
Pero volvamos a los noventas, al Parque Centenario. Sentémonos de espaldas al lago, bajo nuestro árbol de moras, rebobinemos hasta diciembre del 91. Un día después del gran pacto, de pedirte casamiento, de echarle como siempre la culpa de todo al alcohol. ¿Pero te acordas, Rubia, o no? porque también coincidíamos es eso, odiábamos la idea de tener que formar algún día una familia: a la mierda con todo eso. Ninguno de los dos era tan careta como declararle amor eterno a nadie. Hijos, jamás, gracias. El sistema era una maldita verga y no teníamos ganas de joderle la vida nadie. Yo solo quería grabar un disco con mi banda y vos, manejar tu prostíbulo, el mejor de la ciudad. Ninguno de los dos quería respirar tuco el domingo a la mañana ni tener que terminar un día sin haber hecho algo nuevo.
¿Te acordás, Rubia?
No iba a importarnos el tiempo ni la distancia, ni los cómos, ni los cuándos, ni los por qué ni los quiénes. Si a los cuarenta no encontrábamos «a esa persona», solo debíamos buscarnos y terminar la vida juntos. Tendríamos nuestra propia casa y un perro, tendríamos habitaciones separadas y podríamos salir con quien se nos antojase; pero bajo nuestro techo, nada. Serían asados todos los domingos y fiestas los sábados, los viernes los dos solos, como siempre. Y sí que lo mereceríamos, de lunes a viernes, estaríamos manejando nuestro Cabernet, el mejor de la ciudad.
Ella sacó un boleto, hizo un cañito y metió el tucón.
—Tomá. Feliz navidad.
—Te quiero boluda, feliz navidad—le dije mientras agarraba el porro y ella sonreía- ¿te vas a acordar, no?
—Con que te acuerdes vos que sos quien sufre amnesia alcohólica, ya tenemos un pacto- Dicen que los pactos de navidad se transforman en una magia que puede volverse en tu contra y hasta va más allá de la muerte. Así que arrepentite ahora o jodete, esto nos une para siempre ¿viste?
“Veo”, pensé, mientras retenía el humo en los pulmones y. a lo lejos, volvía a explotar otra ráfaga de fuegos artificiales, en dirección a la luna blanca, que siempre colgaba sobre el parque.
MANUAL DEL IDIOTA BÁSICO: EL AMOR Y LA TABLA DEL TIEMPO.
El primer amor es una mierda, es la primera vez que te marcan como a una bestia. El manual del idiota básico señala: es uno de los amores que suelen sostenerse en la memoria hasta la muerte. Llamémosle el recuerdo de la primera vez que cogiste al mismo que sentías amor por la persona embestida. Es un recuerdo acompañado de una banda sonora épica y miles de instantáneas, de las que solo quedarán tres o cuatro. El primer amor es un error alrededor del cual edificamos nuestro futuro genital, es la idealización de una mujer que amaba tanto tu yo de aquel entonces, como vos lo amas ahora. Nuestro primer amor no es otra que adorar nuestro pasado, un recuerdo algo vanidoso y egoísta, suficiente para durar «hasta la muerte»…pero solo “Hasta”.
Otro capítulo del manual indica a la primera noviecita como otro de esos amores que no pueden olvidarse: básico, cursi, idiota por demás. Y lógico, es la primera vez que uno volvía con su presa a cuestas. La primera vez que te rozaban las pelotas con el tiempo necesario como para poder disfrutarlo y eyacular a manos ajenas. Otro recuerdo viene acompañado de un teleteatro eterno y de la memoria de tu barrio y el colegio, los chicos de la calle y esas primeras salidas, donde ella te dejaba chuparle las tetas en algún reservado, para después volver inválido con un rayo de fuego que subía desde las pelotas hasta el pecho. Así, casi cortándote la respiración, hasta que ni siquiera podías pisar: la primera novia es la que te enseña que el hombre también eyacula por sanidad.
En el tercer puesto, el Manual hace especial hincapié en esos amores de no más de seis meses—y señálese «amores», no hablamos de polvos: A-MO-RESSS, — esas pequeñas batallas donde uno vuelve a hacerle una marca al fusil, como recuerdo de una buena campaña, y donde generalmente las diferencias sociales juegan un papel fundamental. Son esas historias, esos pocos momentos en la vida de un hombre, cuando los huevos y la razón suenan un toque afinados. Son esas putas hermosas que alivianan las horas de trabajo y de facultad. Es la mejor amiga de tu mujer o la maestra de tu hijo, o la hija de algún conocido.
Hasta el amor más estúpido prevalece en el tiempo. Porque somos idiotas, asquerosamente básicos y traidores; porque somos tan cobardes que nos agrupamos para sobrevivir, nos inventamos un sistema que encaja a la perfección con los mandatos del establishment, hasta el punto de etiquetar nuestras derrotas de una manera hermosa. Ya fuimos reiniciados tantas veces que no tenemos ni puta idea de cuál es el verdadero amor.
Cerremos este estúpido manual, del amor verdadero no dice nada.
EL DROGADICTO Y LA PUTA.
Por supuesto, que la tenía vista. Todos la conocían, una chica como ella no pasaba desapercibida jamás. Y el chico que era yo en aquel entonces tampoco. Podría decirse que era casi ridículo vernos un martes a la mañana en la panadería de la esquina, los dos de cuero y con botas, entre las viejas del barrio. Las miradas nos decían todo, el drogadicto y la puta.
Hasta que nos presentó el Gordo Marcelo, ella apenas si me dedicaba una mirada. Se sabía que era la novia de una poronga de la hinchada de Racing, se la veía siempre sola o con los pibes del parque, así que nunca nadie jodía con ella. Yo solo buscaba su mirada con una sonrisa idiota, cuando nos cruzábamos en algún negocio y la vieja nos miraba. Además, algunos decían que movía faso y yo era casi nuevecito en ese lado del barrio. Me la cruzaba todo el maldito tiempo. Demasiado, tanto que parecíamos vecinos. Y, a mí, una punta nueva no me venía nada mal.
Después de aquel día no volvimos a separarnos jamás.
Yo nunca me hubiese atrevido a besarla. Lo único que hacíamos era pasar el día juntos, fumar mucha marihuana, ver películas y escuchar música la mayor parte del tiempo. Hasta las tres de la tarde estábamos siempre en mi casa, después llegaban mis viejos. Entonces salíamos a hacer negocios por todo el barrio hasta eso de las siete, hora en que yo me iba a la nocturna.
Solo los fines de semana no nos juntábamos. Así que los viernes eran nuestros y sagrados. Arrancábamos fumando en el puente de Yerbal, pasábamos por el Sacoa de Rivadavia y, después, volvíamos por Acoyte hasta «casa». Siempre hacíamos la parada obligada con los pibes, en el quiosco de Otamendi: dos birras y a nuestro paraíso privado.
Yo tenía el dato: “La Renga” podría llegar a tocar en el Condon. Pero uno de esos viernes, no me acuerdo cuál de los pibes, lo confirmó. Tocaría la viernes siguiente, podíamos ir todos, incluso ella.
UNA NOCHE EN EL CONDON.
Esa noche, la fiesta era en la Federación de box, así que estábamos muy cerca y fuimos todos caminando. Y cuando digo todos, digo el Bicho y su hermano el Villa, el chelo, Yoni, Loli y el cuervo Martín. Llevamos todo y ella llevó su bolsa de merca. A la Rubia le gustaba demasiado la falopa, esa noche todos tenían su bolsa personal. Bueno, ese era el plan, además de la fiesta y de “La Renga.”
Adentro había un maldito quilombo, apenas si se podía caminar. «Vamos para allá», señaló el Villa. La banda del Centenario comenzaba a abrirse paso hacia la barra. Y a la Rubia le decían de todo, tiraban manos, trataban de tocarle el pelo. Si no hubiera sido que ella ya nos había acostumbrado a no cagarnos a trompadas en esas situaciones, esa noche hubiese sido un verdadero puti club. «No te separes de mí», le dije y la tomé del brazo. Ella se soltó y, al segundo, unos dedos que no conocía se entrelazaban con los míos. Y nos echamos a andar.
Era la primera vez que sentía su cuerpo, nunca la había tocado, nuestro único roce venía cuando ella me pasaba una tuca y nada más. Su mano fría y delgada era una parte de mi cuerpo y hasta el día de hoy puedo sentir su contacto. Así anduvimos por la Federación, mientras esquivábamos cuerpos y rescatábamos tragos, hasta que el show terminó y nosotros sin enterarnos de nada.
No sé quién de los dos empezó todo este quilombo. Yo solo la cuidaba porque era mi mejor y única amiga y la quería mucho, mucho de verdad y nada más. Nunca me había preguntado cómo la chupaba ni me había masturbado en su honor: Dios mío, ¡imposible! qué asco. La Rubia era una parte de mi familia, era mía. Y, además, yo ni siquiera sabía qué era coger. Los chicos de mi época «hacíamos el amor», y mi amor ya debía estar en las playas de México.
«Vamos a casa»
No sé quién fue primero, sólo recuerdo el frío del otoño, una avenida Rivadavia desierta y el beso más largo y tierno que me dieron jamás. Hubo un segundo de silencio entre los dos, sin soltarnos, caminamos hasta llegar al Roberto Arlt y doblar por Otamendi, siempre sin decirnos una palabra.
Comenzaba a amanecer. Siempre nos fumábamos el último porro en la puerta de mi casa. Le dimos un par de secas y largamos otro largo round de besos, ante las miradas de los vecinos que salían a comprar el pan y confirmaban lo que siempre habían sospechado.
—No te emociones—me dijo, al tiempo que me acariciaba la cara. Me aseguré que al otro día no pensaba acordarse nada, que era sólo una confirmación de nuestro pacto y nada más.
Nos besamos hasta que dijo basta. Después, simplemente se paró, nunca me dejaba acompañarla. Y yo me quedaba mirándola irse por el pasaje que apenas nos separaba. Los putos pájaros del amanecer resonaban en mi hueca cabeza y, en la esquina de mi casa, con la tuca en la mano, solo se escuchaba el taconeo de la Rubia que movía sus flacas caderas hasta perderse por Rio de Janeiro. Otra vez.
Nunca pude olvidar el contacto de sus labios, jamás.
Sin dudas, el `92 fue nuestro año.
EL ÚLTIMO BLUES EN EL PARQUE.
En el `93 me conseguí un trabajo digno y dejé la secundaria. Ya estaba decidido: iba a dedicarme a juntar algo de plata, mientras me dedicaba a la música ciento por ciento. Ella también consiguió algo entonces. De a poco, empezamos a vernos menos. Yo me conseguí una novia y ella se fue un tiempo con su novio para tratar de mejorar una relación de años ya agonizante.
Anduvimos meses sin vernos, hasta que un día sonó el timbre, saqué la cabeza por la ventana y todo volvió a la normalidad. Como si no hubiesen pasado ni dos minutos entre nosotros.
De nuevo, era sólo el pasaje que volvía a separarnos.
Nuestros viernes habían dejado de ser la esquina de kiosko y Sacoa. Nos íbamos a una parrilla junto al «Poli”; después nos volvíamos cruzando el parque, bordeábamos el lago bajo la luna siempre blanca. Y, entonces, esa noche fui yo quien pidió confirmar el pacto. Pero algo había cambiado y rozaba la traición. Porque yo había empezado a escuchar la voz: cogétela, mirala: está hermosa. Y empieza a tener tetas, fíjate: estaba esperándote para desarrollarse. No vas a romper el pacto, loco. Cogétela, es pasar otra prueba, nada más. Mirálo de esa forma.
Por supuesto, teníamos que cagarla.
Cuando por fin estuvimos desnudos, después de tantos años, ni siquiera me dejó terminar de besarla donde y como era debido. Me llevó con sus manos y con esa mirada, directo a penetrarla. Un segundo y solo por un segundo, lloramos juntos. Entonces, simplemente fue seguir, tenerla tomada de la cintura mientras la escuchaba gemir y yo trataba de contar los lunares de su espalda.
Esa noche en verdad aprendí a amarla.
Después, el continente empezó a hundirse. El Centenario temblaba. Yo fui arrestado por tenencia de drogas y ella, al fin, se separó de aquel novio de tantos años para meterse con un diller de los más chetos del barrio. Obvio, al tipo no le gustaba mucho mi situación. Imagino que solo por eso dejamos de vernos. Al tiempo me mudé y apenas si nos hablamos por teléfono.
Una tarde que nos costó combinar, volvimos a encontrarnos.
Era la primera vez que la veía enamorada, ese tipo le gustaba de verdad. Y el chabón parecía quererla bien. Pero la cosa no me cerraba y se lo dije. También le dije que era evidente que a él mucho no le gustaba nuestra relación, se notaba a la legua.
No te pierdas- le pedí.
Ella me tomó de las manos.
—Vos y yo tenemos una promesa, un pacto de navidad. Nunca te olvides de eso.
—Sin críos
—Perros, al menos tres.
¿Por qué no le dije que la amaba? ¿Por qué mierda no intenté besarla?
Después de aquella tarde, no volvimos a vernos jamás.
Aparecí un año después, a finales del 96, con dos entradas para el debut de mi banda. Me atendió el tipo, me despachó al carajo, aunque la Rubia estaba
Y eso fue todo, así de fácil.
Según los pibes, ella moriría dos años más tarde.
CORAZONES EN ATLÁNTIDA
El siglo terminaba y el Centenario se hundía como un viejo continente maldito, llevándoselo todo. De a poco, perdíamos la manera de hablar y de movernos, se borraban los caminos, el tiempo nos marcaba la diferencia entre el sexo y el amor. Mientras afuera, las noches se iban perdiendo hasta dejar a la ciudad como una mueca idiota y sin dientes. Nuestro mundo desaparecía de a poco. A veces pienso que fue eso, que Mi Rubia no lo pudo soportar y se murió de tristeza.
Nunca conocí a otra mujer como ella. Y, aunque volví a enamorarme mil veces más, no tuve jamás otra amiga. Hasta el día de hoy, no me casé ni tuve hijos, y sigo con la idea de no bancarme vivir con alguien.
Nuestro secreto fue la amistad, una estúpida promesa adolescente y un pacto que nos protegía de la idiotez, cuando nos perdíamos en las noches.
Porque hay un amor que sobrepasa al tiempo, que va más allá de la muerte y a pesar de ella, quizá por eso bajo a mi ciudad. Quizá sólo soy un simple idiota que siempre cumple su palabra.
LA NOCHE EN QUE SE PIERDEN LOS IDIOTAS.
Solo a través de la noche encuentro tus ojos, por eso bajo a la ciudad y a tantas cosas que no recuerdo, cuando cruzo el pasaje donde fui jefe una vez y ahora soy un extraño en mi maldito y puto barrio.
Quizá por eso te busco.
Porque tengo que atravesar la noche para encontrarte detrás de todas las ventanillas de los bondis que se pierden por la avenida, mientras no hago otra cosa que mezclarme en un mar de luces y miles de cuerpos que arrastran el odio de mi alma en llamas; mientras me atraviesa el humo que desprenden los motores y se roba mi aliento de farmacia.
Quizá por eso te busco.
Porque sabía que siempre ibas a estar entre las sombras del pasaje, que podías hacer crecer ahí nomás un árbol de moras con tan solo desearlo.
Por eso te busco,
Porque somos la ciudad que invocaste,
—Somos la noche en que se pierden los idiotas— somos los faroles que se pierden en la avenida y no terminan de revelarme tu figura dentro de esa luna siempre blanca;
Por eso te busco, porque vivir era esperar la noche, por eso bajo a mi ciudad aunque tenga que arrastrarme por tus calles hasta perderme en la amnesia oscura de una noche infinita donde nos negamos por última vez.
Y donde nos negaríamos por siempre.