Persistencia: Sobre “Hombre irracional”, de Woody Allen.
Por Pablo Arahuete
ÉTICA Y MORAL, METIDAS EN LÍOS
Ética divaga, discute con ella misma sobre el bien y el mal. Moral la observa desde su pedestal intocable, ríe socarronamente, cada vez que su compañera de aventuras se enrolla en dilemas, mientras el Tiempo y el Azar transitan por otro lado. Es el laberinto de la Razón, el espacio donde Ética y Moral entraron un día, casi sin quererlo. Una entró muy dispuesta a la búsqueda del atajo y la otra se metió en este lío para alcanzar a la Sombra. Por eso Moral lleva ventaja, cómoda en cada rincón. Lo cierto es que nuestras incautas invitadas buscan el espejo y el reflejo de lo que la Sombra proyecta.
La trampa es que no existe atajo para salir de la Razón, tampoco una respuesta aliviadora, sin el despojo del estado de confort o la efímera tranquilidad que se consume con los segundos y se pierde de vista en los minutos.
Teoría y Praxis eran otras rebeldes con causa, ellas también se extraviaron en el laberinto, muchas veces embriagadas de optimismo y omnipotencia. Al principio, iban juntas, se ayudaban y- así- la ilusión de un camino sin desvíos parecía contentarlas. Pero el Azar hizo de las suyas y, en un abrir y cerrar de ojos, una de ellas quedó abandonada. La otra no corrió mejor suerte, se volvió loca al reconocer la pérdida. ¿Cuál de ellas pudo resistir el golpe de la realidad primero?
NO SOY SOLA
En el laberinto de la Razón, Moral no está sola o, por lo menos, eso cree ella, para no darle ventaja a la Sombra. Su secreto, bien guardadito, es la acción y el acto justificado. Porque Ética aún no se atreve, ni siquiera a confesar su miedo, su soledad. Conoce muchas batallas, pero persiste porque hay un imperativo que le parece categórico. Moral se burla de tanto exceso de idealismo y abraza lo hipotético como la única verdad. En definitiva, deben encontrar el camino que las saque del laberinto, aunque anden bastante lejos de alcanzar ese horizonte.
LO IRRACIONAL: HASTA LAS PATAS, EN EL LABERINTO
“Hombre Irracional” -2015-, además de ser la película número 45 del neoyorkino neurótico, Woody Allen, es el dispositivo cinematográfico, donde el creador de “Manhattan” -1979- elige una relectura de los dilemas morales ya planteados en otras de sus películas (“Crímenes y pecados” -1989- o “Match point” -2005-). También es, quizás, su film más cínico y cansado. Esto, por momentos, hace del tedio intelectual una fórmula reiterativa, aunque en este caso se toma muy poco en serio los andariveles existenciales por los que atraviesan dos de sus personajes: Abe Lucas –Joaquín Phoenix- y Jill Pollard –Emma Stone-. Mientras tanto, el resto de las criaturas que pululan en este universo se vuelven medios para concretar fines, a contracorriente de la ética kantiana y de las máximas universales de la buena voluntad.
El cinismo de Allen surge al desdoblar la trama de “Hombre Irracional”: lo que en apariencia entraría en el código de una comedia romántica -con triángulo amoroso, a la cabeza- muta en un policial, donde Importa menos el acto homicida que la justificación de los móviles para quitarle la vida a una persona. Hay muchos clichés recargados en apoyo de este punto: ya sea el de aquel profesor universitario apático, quien enamora a la joven alumna inteligente y romántica, mientras que una cuarentona profesora de química –Parker Posey- pretende con él solo una aventura. Ella busca escapar de la rutina matrimonial y vivir así el peligro de hacer lo incorrecto. Tanto más excitante, en el claustro universitario, donde la ética docente se corre a una segunda línea, en pos del deseo. Pero no sólo en la “academia” se cuecen habas. Fuera de la universidad, el entorno no abandona el rol de juez moral y castiga a los pecadores por sus actos. El policial, desde la apariencia de un crimen perfecto, recibe su cachetazo de cinismo alleniano, al irrumpir el planteo moral como detonante de la culpa. No olvide, lector, la coartada a la razón presente en el título. El operativo de la razón, en el caso de Abe Lucas, comienza con la irrupción del azar: cuando Abe es testigo de una charla, donde una madre se queja de la injusticia de un juez desalmado, en relación a la tenencia de sus hijos. Ética y Moral- sentadas con Abe y Jill, frente a frente- escuchan atentas la conversación, sin opinar ni juzgar. Pero basta que el deseo de Abe encuentre el atajo en su propio laberinto de la Razón, para que Moral apele a sus zancadillas racionales y allane el camino hacia la impunidad en el derrotero sin culpa, vengativo y resentido de Abe. Su vida gris comienza a insuflarse de colores, al pasar de la teoría a la praxis: debe asesinar al juez injusto para hacer del mundo, o por lo menos de la vida de la madre víctima (según declara), un lugar mejor.
Ahora bien, la primera mitad de la trama dialoga intertextualmente con aquellas películas de Woody Allen, donde los factores amor, seducción y diferencia de edad son motivo de reflexiones, de soliloquios en off, de diálogos punzantes, retrueques inteligentes y cuotas de humor asegurado. Punto y contrapunto entre personajes: así, se construye ese mosaico de perspectivas. Claro, todo con la salvedad de que las partes no configuran un todo, porque la grieta del descontento o del inconformismo intelectual en decadencia dicen “presente”. Ya sea desde su faz de autocrítica o desde la ironía.
La ironía de “Hombre Irracional”, más allá de su título paradójico, es precisamente el factor azaroso en lo que se supone un mundo con reglas y leyes listas para ser transgredidas. Lo explica de manera contundente la escena en que Abe Lucas, en una fiesta a la que no tenía intenciones de concurrir, aburrido ya de escuchar debates estériles, toma un revólver y juega a la ruleta rusa ante un alumnado perplejo. Abe despliega su acto frente a una Jill flechada por lo que considera un extremo acto romántico. Al gatillar, respira ( la primera vez siempre es excitante). Pero, al segundo intento, las probabilidades de continuar en el aburrido mundo decaen. Sobrevuela, también, el deseo inconfesable de que la bala no encuentre el camino de salida en el otro laberinto circular del tambor. La transpiración se mezcla con el aliento de todos los espectadores. Y el poder de encandilar a los demás subyuga. Estimado lector, la Razón volvió a encontrar el atajo para convertir al nihilista profesor en héroe o en mártir de una causa más elevada que su propio ombligo. Ahí va Abe: sucio de pensamientos absurdos ante lo fugaz de la existencia y dispuesto a jugar a todo o nada con un tercer intento, para quedar 50 a 50, entre la vida y la muerte.
¿ME ENAMORÉ DE UN ASESINO?
En la imagen, se destacan el cambio tenue de colores y las opacidades que dan espacio a brillos en las secuencias al aire libre. Allí, en exteriores, el protagonista- de a poco- experimenta una transformación, al encontrar en su alumna planteos intelectuales “novedosos”, que lo obligan a repensar argumentos y a reconectarse con la alegría de reflexionar el mundo, sus leyes de atracción y rechazo, la potencia de involucrarse con la gente. Mucho más, tras el acto de valentía irracional: el crimen. Pasar a la acción, poner en juego la moral revestida de amoralidad es un desafío para esa mente. Un necesario intercambio de roles, donde no puede haber asesino sin detectives alrededor. Ellos son improvisados que cambian la lupa de la acción por la deducción, a partir de palabrerío, chismerío y la oculta admiración por quien puede salirse con la suya. Abe se pregunta -aunque la respuesta no le interesa tanto-: ¿se puede cometer el crimen perfecto? Para Jill la sola idea de matar es inconcebible. Será fiel a su imperativo categórico y a las máximas que rigen su conducta, aunque la infidelidad hacia su novio -Jamie Blackley- no califica y no pone en riesgo su ética. ¿Cuál es la diferencia?, parece preguntarse Woody Allen, nuevamente desde la ironía. Abe Lucas- ahora el imparable Don Juan, devenido astuto criminal – no duda un segundo en la coartada: la mentira será parte de su ropaje de héroe incomprendido.
La causa está perdida en el laberinto de la Razón; los otros no son más otros, sino medios para llegar al fin. Porque, en definitiva, nadie puede cambiar el mundo ni hacerlo un poco más justo, con tan sólo el homicidio de los culpables. ¿Dónde parar? ¿Por dónde empezar?
Lejos de optar por el romanticismo o la cursilería, para Woody Allen el personaje de Jill Pollard equivale a esas mujeres encarnadas por Mia Farrow o Diane Keaton, en sus más celebradas películas. La misteriosa Emma Stone y su manera impredecible de seducir se mueven en el espacio que recorta la cámara y aleja a cualquier fantasma del convencionalismo en la caracterización de personajes femeninos. Ella hace de esa cualidad innata un tesoro que pocos directores logran explotar. El detalle lleva a que la decisión del cambio de roles en “Hombre Irracional” no sea un mero juego de apariencias. Esta vez, se identifica con un modelo racional y con la percepción de un mundo idílico e inocente, el revés del mundo sin sentido: el de Abe Lucas, en su abulia. Jill transita por varios estadios de la Razón y el deseo, antes de convencerse por el camino de la ética por sobre el de la moral. El conflicto emerge apenas se cruza, en su apacible vida de estudiante universitaria y sin sobresaltos, con un hombre de “mayor experiencia” en todo sentido. Se convence mucho más con aquello que sueña (a Woody le encantan las idealistas) que con lo “real”. Aunque, como último recurso, juega la carta de detective, una vez empantanada en el rumbo de las cosas.
TODOS CONTRA ABE
Abe Lucas es la imagen de la desesperanza, del hastío en el devaneo intelectual entre filósofos (Kant, Nietzche, Heidegger, Sartre, etc.). El curso de verano en la universidad de Nueva Inglaterra, una propuesta aceptada sin convencimiento, implica la intención y la esperanza de encontrar, entre las cabezas de los alumnos, alguna “mente” que lo libere del resentimiento contra la burguesía intelectual. Busca que “algo” adormezca las jugarretas de su razón y despierte a la bestia interior para, como lo define el propio Abe, aplacar la masturbación intelectual.
El primer apunte irónico en el derrotero del poco entusiasta profesor -personaje a la medida de Joaquín Phoenix, lejos de la mímesis alleniana en la que caen todos los actores que pretenden convertirse en alter egos del director al actuar en sus películas-, radica en su bloqueo para terminar un ensayo, donde reflexiona sobre la relación entre Heidegger y el nazismo. Tal vez, una anticipación de su posterior dilema moral: el acto criminal como un reflejo distorsionado de aquel resentimiento, arrastrado desde el primer minuto de metraje.
¿Cuál es el sentido de la justicia si se parte de una decisión completamente injusta? Hay laberintos por los que transita la Razón, además de los propios, donde Ética y Moral continúan perdidas. Aún no comprenden que no existe un adelante o un atrás, no perciben la dirección, porque actuar también es una ilusión de movimiento. La Sombra las aventaja, las conoce y a veces las inventa, para que nadie se pregunte ni cómo ni cuándo decidió entrar en el laberinto de la Razón.