Por Germán Cavallero.
La persistencia: La doble voluntad de los huesos
LA DIVINIDAD, ALTER EGO DE LA HUMANIDAD
No, no y no. Nada de paridad. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. No podés estar aquí y allá. Ni sumar ambos y estar en acuyá. Prometeo quiso y así le fue. Era más divino que humano, pero tiraba por estos últimos. Se pudrió todo cuando intentó engañar a la máxima autoridad divina en beneficio de los hombres. De ese engaño, resultó que los humanos comen la carne del animal sacrificado y los dioses se regocijan con el humo de los huesos y grasa que los hombres (todavía no existen las mujeres1) incineran en su nombre. Hito que instaura el sacrificio y determina el lugar divino y humano, por cierto, en espacios bien diferentes. Antes, juntos y felices, luego, taza taza, cada cual a su casa. El Olimpo, para los perennes. La tierra, para los caducifolios. Perdemos las hojas, hay que reconocerlo. Y no sabemos por qué, pero creemos haber sido expulsados. ¿De una edad dorada, de un jardín custodiado por serafines? No importa, expulsados. Y arrastramos por siempre esa creencia de que todo tiempo pasado fue mejor. Hesíodo lo pensó en sus “Trabajos y Días2” al decretar una cronología de edades que va de la mejor, “edad de oro”- época originaria en la que convivían dioses y hombres- a la peor, “edad de hierro”, su propio y repudiado presente, atravesado de guerras, mezquindades y trabajo forzoso. Woody Allen también se sensibiliza con el tema, aunque invierte y desmitifica dicho anhelo involutivo en Medianoche en París: “… pronto empezarás a pensar que otra época fue tu edad de oro. Es lo que llamamos el presente. Es insatisfactorio, porque la vida es algo insatisfactoria.”
Aquí y ahora es donde los huesos son nuestros. De nadie más. Ya no los quemamos para beneplácito de ningún dios. Su tejido esponjoso tiene el poder de absorber mares de nostalgias. Son nuestro faro. Epifanía. Ellos vuelven, como toda verdad sepultada, a interpelar nuestras tinieblas y desazón. Portan la huella final. Son la hendidura por donde nos espiaremos. Y revelaremos miserias y grandezas. Continúan la pausa de una muerte, la despiertan, ponen en escena lo crudo y lo cocido.
2001, ODISEA DEL ESPACIO
¿Hay vida en Marte? Para respondernos arrojamos un hueso al aire y creamos otro álter ego: la computadora. ¿Y de qué lado está la computadora? ¿Será como Prometeo, y nosotros, la divinidad engañada? Bien, de este desafío podemos salir ilesos, instaurar otro sacrificio y establecer los lugares correspondientes: la humanidad en la tierra, y la cibernética en… ¿el espacio? No, no y no. No hay salida. Esta dualidad toma formas diversas según la época y es una matriz indecodificable. Nos vemos morir sin saber por qué y, mientras tanto, jugamos a las hipótesis, a crear álters egos que nos revelen una aproximada verdad de nuestra acotada existencia. Por eso, lo único inexorable, son los huesos. Esa es mi mejor conclusión. Basta de elucubraciones metafísicas. O sigamos un poquito, pero de la mano de ellos.
Hay muerte en la vida y vida en la muerte. Taxativa complentariedad de los contrarios. Hasta quizás podamos cuantificar cuánto hay de un elemento en el otro y viceversa. Por ejemplo, de todo lo mortal, lo que casi no muere- lo más inmortal- son los huesos. Persisten en su insistencia de lo que fue: son la huella que mejor habla. Interioridad móvil, transporte de toda una historia. Para luego ser evidencia quieta y memoriosa de lo intangible, el pasado, tiempo que ha quedado ahí, estático. Verlos en ese reposo comunicante siempre es testimonial.
HASTA LOS HUESOS
Es la tierra a la que pretendo llegar. Tantos caminos nos abren los huesos…, en resumidas cuentas, tres: la alegría, la tristeza y la justicia.
¿Fue la primera flauta una tibia humana?
Tomamos del muerto sus partes óseas y las hicimos temblar, silbar. Al burro, que no es congénere, le transformamos su quijada en un interesante instrumento de percusión.
Que bailen los huesos. Que tiemblen y se acoplen a la alegría de los vivos, que celebren, impulsados por esos otros huesos que todavía no conocen el aire.
¿Y si a la muerte le sacamos la capucha negra? ¿Y la perdonamos? ¿Y nos perdonamos mortales?
Hay una tradición mexicana llamada calavera, por la que se conjura a la muerte y se invita a los difuntos queridos a la mesa y se los evoca con alegría y tristeza. A la muerte también se la ritualiza, se la llena de flores y alegría, se la recibe como emisaria de lo que fuimos con aquellos que ya no están. En ese ritual se instaura otro sacrificio, la evocación enraizada en ausencias. Y establecemos lugares, otra vez, para los humanos vivos más acá y los inmortales, más allá. Hay una flor amarilla que oficia de luminaria, el romerillo. Ella sabe guiar a los difuntos en el camino hacia los vivos. Por eso, una vez al año, todos los cementerios que siguen esta tradición se visten de flores amarillas. Parecidas a las que llovieron cuando murió el coronel Aureliano Buendía. Pero ésa es otra historia.
Tres caminos, decía, nos abren los huesos: ¿y la justicia?
LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS
No quiero herir la sensibilidad de nadie. Pero este apartado merece aviso. Por agnóstico, cambié la cruz de madera por una de huesos, o huesos en la forma en que ellos elijan presentarse. En definitiva, mandan, y más en este apartado, insisto.
Nuestra vida llega hasta los huesos. Abrimos su puerta regia y tenemos el pasadizo a lo que no negociamos, lo más medular de nuestras decisiones, qué hacer con nuestro tiempo; o, la concreta y también urgente reina de nuestra sangre: la médula ósea. Son incongruentes, ya sé, pero a veces, sus paredes se tocan.
¿Qué hicimos mal? No todo seguramente. Sin embargo, ahí estamos. De escape en escape. Aunque la expulsión no está dada por ninguna divinidad. ¿O sí? Nuestro tiempo cambia de límites según las épocas. Cuando el cáncer entró en mi madre, la edad de oro, qué paradoja, empezó. Cada segundo fuimos inmortales: el último mate, los últimos diálogos, dorados, todas caricias áureas, palabras esmeriladas por el riguroso oficio del corazón. El cáncer le entró por una hendija impensada, la médula ósea. Y la estructura se desplomó, de manera progresiva. ¿Qué hicimos mal? Quizás, poner la edad dorada en el pasado. Pero el derrumbe es inaplazable. Ahora, después. No ayer.
Advertí. Este apartado puede herir la sensibilidad de alguien.
Necesito una pausa, un poco de agua lustral para limpiar el crimen del recuerdo. Orestes llegó a Táuride: escapaba de su crimen matricida. (No sé si es un buen nexo el que elegí. Pero insisto con Orestes.) Lo trajo el mar, la sal, la espuma. Gaviotas. Todo un cortejo preanunciatorio de su ansiada limpieza. ¿Espiritual? ¿Punitiva? Y entró al templo. Sediento de purificación. En Orestes se puede ver un pasaje, otra expulsión del terreno de lo divino hacia lo humano: Esquilo le pone erinias persecutorias, espíritus exteriores y vengativos lo acosan. En cambio, Eurípides, unos años después, alude a algo más psicológico: la consciencia. Ya no lo persigue algo exterior, sino su propia consciencia.
Pero el mar es el mismo y, a pocos metros, el templo.
El mar, péndulo ocioso e incansable.
El mar, en estallidos inaudibles, como gritos silenciados, remordimientos.
PLAYAS DEL SILENCIO
Hacen justicia los huesos. El mar devolvió los cuerpos. De las fosas comunes, florecieron verdades.
Es la insistencia en no callar, persistir en contar lo que se quiso dejar sepulto.
Porque hay alegrías que pueden vestir de luto, hallazgos reparadores que vuelven a poner las cosas en su lugar. Cuando supe de los vuelos de la muerte, me restregué los ojos. Todo ese espacio de tiempo entre dos democracias- inimaginable en un escenario de no ficción- es tan difícil de transitar con el corazón, que sólo la continuidad de aquellas historias truncadas puede devolvernos el aliento.
Porque los huesos.
Ellos son la evidencia. Su acometida inerte muestra los hilos de la tragedia. Desarticula el cinismo de la negación, sistemática y oprobiosa. Baja del escenario el monólogo fatal.
Pero los huesos.
Su voluntad inclaudicable. Pueden alzarse como pluma devastadora para dar un punto y aparte definitivo. Y abrir nuevas bocas de justicia, tormentas. Y absorber todas nuestras nostalgias. Más de cuatrocientas, más de treinta mil. Nostalgias. En tránsito. Pueden, en alquimia furiosa, bruñir el óxido de la mentira y encauzar el grito áureo en los oídos dormidos.
Pero los huesos, esos que no se detienen, han salido a demoler, porque insisten en volver con flores en sus yemas, con hambre de potenciales rebeldías. Para comunicar, dar la voz de alarma y ungirnos de un tiempo mejor.
1 HESÍODO, Obras y fragmentos, Teogonía, Mito de Prometeo, págs. 34 y 35 (vv. 535-565), Biblioteca Básica Gredos, Ed. Gredos, Madrid, 2000.
2 HESÍODO, Obras y fragmentos, Trabajos y Días, Mito de las edades, págs. 70 a 73 (vv. 106-180), Biblioteca Básica Gredos, Ed. Gredos, Madrid, 2000.
Hermoso texto. Quedan todas estas imagenes en mi, que me nutren, emocionan y me dan chispas de belleza. Gracias