Persistencia: sobre el silencio
Por Roberto Aguilar
SILENCIO, HOSPITAL
Traté de recordar todo lo que me había contado el mimo asesino, un tal Lucho, cuando yo escribía para una revista de humor. Incluso ahora intento no olvidar aquellas palabras del silencio y, por eso, las vuelco en este papel en blanco para ustedes. Leer la vieja nota no me serviría para nada. Ya por entonces era un desafío a los hechos tal como habían sucedido, una lucha de la redacción con la verdad de los sucesos.
Resultado final: una mentira.
Quién te dice, tal vez ahora el círculo de palabras se acerque a lo sucedido, aunque tan sólo se acerque. Trataré de ser más explícito, a medida que transcurra la historia. Sólo les puedo decir que más vale dedicarnos a rellenar el gran vacío con distracciones divertidas, que a pretender la verdad de la palabra. Mejor salpicar el hueco callado de nuestra vida con mentiras y más mentiras. Pero retener conciencia de este juego, para no destruir el mundo con una gran y cruel payasada. Entonces puedo decir:
MÁS SOLO QUE UN PERRO
Lo cierto, o lo incierto para mejor decir, es que Lucho, por esas cosas de la vida –enumerarlas sería perder espacio precioso de la nada de abajo con explicaciones consabidas, pues la soledad es moneda corriente, a pesar del ruido que le metamos, ¿o no?, bien…-mi narrador había quedado solo. Lucho, un buen día, después de haber trabajado en el circo durante el fin de semana, se compró un Smartphone. Un amigo, sordomudo como él, le había aconsejado salir de su soledad diaria con uno de estos aparatos. A Lucho no le gustaban los guetos ni las grandes familias ni las comunidades sin fines de bien o de lucro para los discapacitados. Después de todo, él mismo me lo decía con varios ademanes de “fuck you” y cortes de mangas violentos. Él, ante todo, era un mimo y su esperanza consistía en conquistar al mundo con muchas sonrisas. Pero esto solo sucedía tres días a la semana. Después, ¡agarráte, Catalina!, quedaba más solo que perro malo en su piecita alquilada de Palermo viejo. Así se decidió: en sus largos ratos libres de la tarde, explotaría todos los recursos que le daba el celular para hacerse de amigos. Uno de esos recursos era la escritura. De ese modo, completó con sus datos su lindo perfil de mimo y quedó estampado a cara lavada en una foto de un cincuentón- casi sesentón- venido a más, contra la página de Badoo. Intentó el diálogo con alguna chica.
El resultado fue: silencio.
Intentó, después, con algún ‘amigo’. Ahí la conclusión fue la peor de las burlas contra un mimo sordo: un video con una risotada le avivó sus tímpanos muertos. Por un instante, creyó volver a escuchar. Por un momento, la felicidad se le pintó en la cara y casi tira al Smartphone por la ventana. Pero –siempre está el ‘pero’ para estropearlo todo-, la risotada se convirtió en una mueca viva, callada, con dientes grandes, brillantes, blancos, con lengua voraz y con una campañilla bien roja contra la pantalla.
Desde la ironía de su vida en lucha contra su destino, llegó el silencio.
MI PUENTE DE LAS HADAS
Cierto día, ya había dejado de trabajar para la revista y me había convertido en un vago mantenido, gracias al súper negocio ideado por mi esposa: vender bombachas. Durante uno de esos fines de semana largos- de esos que hay en Argentina, de esos más largos que «El Puente de las hadas en China»- con mi esposa, decidimos juntar a todos nuestros tres hijos: Tony, Brian y Ruth-. Ojo, yo no elegí los nombres. Fue mi mujer. Pero sí, tienen razón: Yo elegí a mi mujer. Decidimos, les decía, meterlos a todos en la parte de atrás del coche y mandarnos a mudar a un lugar tranquilo de la costa. Mientras mi esposa manejaba la mitad del camino –a ella le correspondía el cincuenta por ciento y a mí, la última mitad- me quedé dormido y soñé con lo que antes hacía y entonces había olvidado –parecía que por el resto de mis días-: soné con pensar.
FLOR DE AMANTE
Resulta que, en el sueño, me vi envuelto y enrollado dentro de una telaraña. Sentado como el pensador de Rodin, con la mirada fija en un círculo de letras grandes y espaciadas en un comentario como el siguiente: ‘El silencio me enseñó que, detrás y adelante de las Tiendas de Aplicaciones, de los Wassaps, twitters, facebooks e Instgrams de los Smartphones, hay un mundo de gente que espera reuniones con largas charlas, en cafés o donde sea, hasta altas horas de la madrugada.´
Pero esto es una ilusión: la tecnología de los Smartphones desplazó a la charla amena, la charla cara a cara con los amigos o los compañeros del laburo. El afecto es artificial y todos vivimos una vida que transcurre sin saber, no solamente cómo se llama el vecino de al lado –eso quedó como novedad vieja-, sino también una vida sin la noción del tiempo cronológico. El reloj, ese invento ideado por el hombre para controlar nuestro trabajo y el de los demás, junto con el sexo, la diversión, las comidas, las etapas de la vida, ese gran invento “fue”. Ahora vivimos otro tiempo: el de nuestras más fieles compañeras en el mundo: las redes sociales. Nuestra más ferviente amante actual es, entonces, la estúpida, boba y ruidosa soledad del nuevo silencio.
WILLY SILENCE
Di vuelta la cabeza, abrí medio ojo y me encontré con la cara de mi mujer. Después me volví contra la ventanilla y vi, más allá, el cielo azul casi negro, lleno de estrellas. Cerré el medio ojo y el pensador seguía allí, casi granítico pero con una idea, una idea fija, pensada por aquella mujer:
‘Sin Smartphone no soy yo. Sin Smartphone es como si me faltara la cabeza, el cuerpo, los brazos y las piernas. No sé qué voy a hacer si algún día me lo olvido en casa. Aquí tengo mis contactos. ¡Estoy comunicada hasta cuando voy al baño! Y me siento como una periodista en busca de noticias. Una selfie con un pordiosero de la calle nunca viene mal. Yo también estoy en contacto con la realidad ¿Vieron? Desde que tengo el Smartphone, olvidé mis espejos. ¿No es increíble? Colón nunca nos trajo una cosa así. Y bueno: pongo la cámara a contraluz en cualquier lugar de la calle y click. Ya está. Ya sé si el viento voló mis mechas. ¿No es divino? Nunca quiero apresurar el paso cuando hurgo en mi cartera. Quiero sentirme segura: el celu siempre debe estar allí. Pero casi corro cuando las calles están vacías y el sol baja, no vaya a ser cosa que me transforme en otra víctima más de los delincuentes. ¿Y qué quieren estos hijos de puta? El Smartphone. Así que corro y tomo un taxi. A mi bebé nadie le debe hacer daño. A mi bebé le puse nombre: Willy Silence. Es el amigo que nunca tuve. Incapaz de un NO, incapaz de darme vuelta la cara o de ignorarme. Al contrario, cuando lo apago, mi bebé llora como una alarma. ¡Son mis amigas de la video conferencia! ¡Me llaman! Entonces a Willy Silence lo enciendo y aparezco yo.’
MINERAL DE SANGRE
No miré más para los costados. Miré al frente y, de golpe, la lluvia. De reojo vi los dedos largos y finos de mi mujer, culebras alrededor del volante. Vi la nota seria para la revista de humor hecha en el Congo hacía mucho tiempo atrás. Me vi mucho más joven. Y quedé así, petrificado con una mano bajo el mentón y con los ojos apenas entreabiertos. Recordé:
La lluvia persistía contra el silencio de los negros del África. La lluvia hacía persistente el lodo bajo los pies de cientos de negros agolpados contra la mina. Iban y venían. Entraban y salían del callado eco de la montaña hacia el sonido chillón de afuera, sin forma. Eran ruido mudo en su caída contra el barro. La constante lluvia traía días de frescura después de tanto calor, pero también amenazaba con nunca acabar y con sepultar a los mineros bajo el agua. Aunque, allí estaban los altos jeeps verdes con guardias militares, para que esto no sucediera. Quienes apenas podían arrastrar los pies eran levantados a los vehículos y llevados a los galpones de la aldea. Allí descansaban y luego eran recogidos. Volvían al trabajo de la mina. Sin embargo, algunos caían desmayados. Caían, a pesar del cuidado de los «verdes» para que eso no sucediera. Entonces, el horror: los militares extranjeros llevaban a los muertos a la aldea. Irrumpían en las casas de los familiares, entregaban al desgraciado a sus esposas y, sin mediar palabra, las violaban delante de sus hijos. Les ponían trapos sucios, piedras o metales en sus vaginas y se iban. Era una forma de ganar la guerra contra los congoleños. Las mujeres allí, dueñas y «proveedoras» del hogar, eran destruidas, vejadas. La guerra estaba ganada. El Congo vivía para perpetrar la mayor extracción de ‘mineral de sangre’ en la historia de la humanidad: iban por el coltán. Y, más allá de las fronteras del África, esperaban -esperan- los países del primer mundo y los del tercero también. Aguardan con sus empresas de la muerte, con sus empresas cargadas del silencio más oscuro, más vacío y negro que el hombre haya conocido. El mutismo del metal, el grito más mudo de todos. Y, hasta ahora, el más moderno. El microchip de coltán: un mini féretro inteligente, capaz de caber dentro de una mano; una mini fosa, donde viven y perduran todas las redes sociales. Hecho de sangre, hecho de coltán, hecho con la violencia hacia un pueblo entero, hecho con el silencio de los negros: tu smartpohne.
No miré más al frente ni a mi esposa ni a la lluvia. Cerré los ojos, quise soñar, escapar de lo recordado. Y nada. Entonces, hice lo único que me quedaba: abrí los ojos. Persistí en el vacío del silencio, en el vacío de mi alma. La lluvia ya no fue agua sino sangre. Y mis manos ya no fueron dedos, sino la extensión de los teclados del smartphone. Sin embargo, no llamé a nadie, no recordé a nadie, me limité a escribir contra la pequeña pantalla, como en un cuaderno electrónico. Sabía que mi cuerpo caería muerto en aquel féretro, sabía que era un africano más tirado en el hoyo. Pero persistí, sólo persistí en aquella noche para que estas palabras no dejaran cerrar el cajón. Persistí en el viaje del silencio.