Por Néstor Grossi
Desamor: BAJO SU PULGAR.
No sé cuándo dejó de tener cara de gnomo y de rubia tarada. Ni siquiera sé si en verdad alguna vez llegué a amarla. Lo que puedo asegurar es que me enamoré de ella porque otra no me quedaba, porque el continente había desaparecido, yo tenía un sólo disparo y hay ofertas que no se podían rechazar. Ella tenía 19 y dos tetas enormes, era más blanca que Dios. Y, aunque se había cortado el pelo y se lo había pintado de negro, yo sabía: era otra rubiecita de Toppers sucias jugando a la revolución.
Hasta que se hizo imposible, traté de evitar relacionarme con actores, no los soportaba ni a ellos ni a toda su maquinaria sexo-intelectualoide. Así y todo, a mediados de los noventa, estaba rodeado de una mayoría de actrices. Under, claro está, aunque no tanto. La obra que hacían contaba con un apoyo decente en los suplementos culturales y tenía el sello de aprobado del Teatro San Martín. La banda se llamaba Mandrágora, la obra «Rictus» y el lugar donde se hacía, el Centro Cultural Recoleta. 25 actores en escena, 5 músicos, un ejército de muñecos y yo.
EL CLUB DE LAS CINCO.
Caí en la trampa por culpa de El Yoni, que aprovechaba sus casi dos metros para echarse una buena paja mental, mientras la Pendeja luchaba por un reemplazo sobre dos zancos. Me acerqué para boludearlo un rato. Además, era nuestro descanso antes del show y la hora de fumarnos un buen caño. El Yoni invitó a la Pendejita, entonces, los llevé a fumar a la terraza del Recoleta. Yo tenía esa llave que abría la puerta del último acceso a la azotea: el lugar más alto del Centro Cultural. Recién cuando ese churro nos silenció, nos dimos cuenta de que abajo, a un costado, estaba todo el cementerio derrumbándose frente a nuestros ojos y, hacia el otro el lado, el Elefante Blanco de los ricos: el Museo de Bellas Artes . Y aquello era el Ital Park, dijo Yoni, mientras señalaba la tarde que caía tan lenta sobre los árboles de la Recoleta. Cuando bajamos, todavía faltaba una hora para el show. Mi hora de estar solo y en paz antes de que todo comenzara. Vayamos por una birra, ¿dale? ¿Sedienta?, yo voy para el quiosco. Y yo por las empanadas del mediodía – dijo el Yoni- te guardo un par, Negro. Y se perdió entre la gente, bajo los tilos del centro cultural. La puta madre, Yoni. Moncho, te invito un trago. La puta madre, pendeja. Y, a partir de aquel día, si no invitaba uno, invitaba el otro. Ese fue nuestro Club de las Cinco y Media durante todo el ciclo del dos mil.
VIDRIO PARA TODOS.
Terminó convirtiéndose en mi amiguita de Mandrágora. Pero como ella pertenecía al grupo de las calienta pijas y por aquel entonces yo tenía dominio absoluto de mis pelotas, acepté la situación: una nenita me invitaba un trago y, algún día, podría regalarme una mamada con gusto a cerveza en el banco de la plaza. Después de todo, esa era su gracia, según varios del staff. Después de doce años en Mandrágora, este era el último ciclo: necesitaba llevarme una actriz, tenía que hacerlo, pero no iba a ser tan básico de llevarme a la Pendeja. Mejor la dejaba ahí y me retiraba de una manera digna. Bueno, faltaban dos semanas para el final y salí de caza. Durante la fiesta de fin de ciclo, en el patio del tanque, sólo apunté a la minita que me venía trabajando, hasta que todo el cóctel me subió a la cabeza y decidí arreglar mis asuntos pendientes con cierta parte del elenco de actores. Entonces, le di un último trago al vino, rompí la botella contra la parrilla, llené de vidrios los choris e invité a pelear a 25 personas al mismo tiempo. Eso sí, les pedí que hicieran fila, de dos en dos. La actriz que pensaba clavarme huyó espantada, diciéndome que estaba loco. De la Pendeja no me acuerdo ni haberme despedido, solo el momento que me sacó el pico de la mano y me dijo vamos. Y mientras salíamos del patio de tanque, le dije que se parecía a ella: ¿A quién? ¿Le habré dicho que a mi Rubia? A mi forma de ver las cosas, el último concierto de Mandrágora fue en el Centro Cultural Recoleta, a fines del 2000. Lo de Obras, después, sería un ataque suicida de Pombo contra todo, una forma de quemar las naves antes del exilio final. También era mi última oportunidad para despedirme de una buena parte de mi vida, quizás, la mejor.
¡MUERE MONCHO, MUERE!
Dos años después, volví a enfundarme en mi traje de Sancho para acompañar a la Gaviota Mayor en una última cruzada contra el señor de todos los Molinos. Y a la Pendeja volví a verla la tarde que los Chilipperpers tocaron en River y Mandrágora abría oficialmente Obras 2002, volanteando a morir todo el día. Íbamos a estar la banda y dos actrices. La verdad, en ningún momento pensé que podía ser ella. La había borrado de mi registro mental. Cuando llegó la noche, ya habíamos conocido gente suficiente para poder entrar gratis al concierto de los Chilippers. Yo dije, no. ¿Posta que no entrás? Que no me gustaban y que tenía un par de cosas que hacer, dije, pero insistí en que ella entrase sí o sí. Sin embargo, ella pensaba tomarse una cerveza conmigo después de tanto tiempo. Si todavía vivía en Caballito, podía ofrecerle que tomar el 55 juntos y comprar unas latas para el viaje. La verdad, me importaba un carajo, no quería quilombos, menos en ese momento en que estaba aprendiendo a escribir con una novela. Tenía cabeza solo para eso y nada más, no iba a dejar que me calentasen las pelotas de nuevo al pedo. Pero la Pendeja me dijo vamos, y otra vez volvimos al ritual del fasito y a la birra después de cada ensayo, al estúpido ritual de apareamiento hasta el día del último show. Tenemos una heladera llena de cerveza gratis en camarines. Fue lo primero que le dije al verla esa noche. Y ahí estábamos, a una hora de la última presentación de Mandrágora en los escenarios porteños, hablando lo de siempre: libros, música, ¿qué haríamos después de todo esto? Le conté: había dejado la música, había empezado a escribir de verdad. Ella me contó: seguía con el de siempre y, como siempre, lo estaba por dejar. Yo me inventé una minita para que no sintiera la presión de estar hablando con un tipo que debía pedirle permiso a sus huevos para poder sentarse. Como ya no estábamos en el Recoleta ni teníamos las cinco y media para salir a fumar a la plaza, quemamos ahí nomas, en las gradas, a espaladas de un escenario listo y a un campo que comenzaba, de a poco, a llenarse. Yo llevaba dos días despierto y esa era mi última oportunidad, porque después de aquella noche en el templo del rock, Mandrágora sonaría una vez más para desaparecer por siempre. Entonces la besé, porque el Moncho se moría, porque al salir el sol, el sueño se terminaba, porque si había un hora de traicionarse era esa. Desde 1988 hasta el 2002 mantuve mi palabra de no enroscarme con ninguna de las actrices. Pero estaba hecho ya. Cuando terminó el show, le anuncié que el juego se había terminado, yo tenía que saludar a mis amigos y ella despedirse de su novio. De alguna manera que ya no recuerdo, amanecimos tirados en el Parque Rivadavia, detrás de los puestos cerca de Rosario. Tomamos una cerveza caliente y fumamos el último en una pipa que ella había cargado toda la noche. Era un regalo del novio y ella me la regalaba. Mientras, yo la besaba y rezaba soportar, al menos, una hora más. Solo recuerdo que la tomé del brazo, paré un taxi y la llevé al telo del pasaje Escribano, mi lugar seguro: en la esquina de la que había sido mi casa, a metros de la casa de la Rubia. Cogimos horrible pero volvimos a vernos igual.
CIEGUITOS VOLADORES.
Desde lo alto, Ella podía ver de nuevo el Centenario, podía escuchar la jauría que indicaba el camino al pasaje, a cientos de pasajes que volvían a revelarse ante mis ojos cuando todo comenzaba a hundirse. A la mierda, me había enamorado de una actriz que todavía se pisaba los pantalones con las Toppers grises y rotas. Con ella, se cerraba un círculo imperfecto: tenía un poco de todas la mujeres que me habían gustado pero, sin lugar a dudas, me hacía recordar siempre a la misma. Una tarde se me escapó un «Pasame la birra, Rubia». Que no era rubia, me contestó, que era castaña, que el verano la ponía así. Pero igual empezó a llamarme Negro. Entonces, el Moncho y la Pendeja se tomaron el último trago. ¿Para qué seguía con ese tarado? Salíamos juntos, nos emborráchabamos y drogábamos, acabábamos juntos ¿Hasta cuándo iba a tener que seguir compartiéndola? A mí no me quedaba una puta carta para seguir careteándola de tipo abierto. La quería solo para mí. Entonces, le pedí que se dejara de joder y fuera mi novia. Basta para mí, rubiecita, basta para todos. Obvio, me contestó, me rogó, que no la presionara, que le hiciese el aguante al menos hasta la siguiente vez que se cruzara al chabón y pudiera cortarlo. Nadie la había amado como yo. Le creí, aunque nunca cumplió su palabra; jamás pudo dejarlo: una noche, el noviecito apareció para despedirse, se iba a vivir al sur. Recién ahí entendí que la había compartido por más de un año. El tipo le pidió despedirse a solas; no le bajé los dientes sin pensar porque pensé; y ella me pidió los diez minutos más humillantes que no estaba dispuesto a esperar. Simplemente, cuando tuvo que elegir, optó por el otro; porque aunque el tipo se iba, quedaba bien claro que yo sólo era una segunda opción segura. ¿Cómo había podido cederle el título de Rubia a una pendeja así de débil y de cobarde? ¿Saben?, por un segundo y solo por un segundo, había logrado volver al continente. Por un momento pude escuchar la voz del viento al encender los faroles del parque. Y, entonces, de nuevo el aullido de los perros y la luna blanca, siempre sobre el lago. Pero no, ella era nada y su ser tan estándar. Rubiecita, tenemos que hablar, le dije a la noche siguiente. No podía caretearla un segundo más. Pero no, la maldita Pendeja decidió- en una noche- que me amaba. Me lo decía por primera vez, entonces, como un idiota, me permití ser su segundo de una vez y para siempre.
EL AMOR DESPUÉS DEL DESAMOR.
Cuando por fin la Pendeja logró convencerme de que me amaba, todo empezó a derrumbarse, el dinero entró en nuestras vidas para resaltar nuestras vulgaridades de una manera violenta y repugnante. Un mediodía de invierno, llegamos a la conclusión de que era más barato alquilar un departamento, que pagar hoteles. Cualquiera de nuestros viejos podría salir de garante y asunto arreglado. Pero yo buscaba un lugar donde poder escribir y levantar campamento en segundos, si la situación lo requería. Sabía que la salud de mi madre empezaba a deteriorarse a pasos agigantados y, tarde o temprano, terminaría haciéndome cargo de ella. No estaba en condiciones de prometerle nada ni siquiera a la Pendeja que decía amarme. Si alguna vez nos amamos al unísono fue ese día y nunca más. Después, ella se puso a hacer planes que yo no podría solventar. Ya había vendido hasta la última caja de vhs que me quedaba y sobrevivía con trabajitos para dos sonidistas, para bandas y presentaciones. Dos noches por semana atendía una sala de ensayos. Estaba en quiebra absoluta, ya era un pelotudo grande y sin futuro que todos los días se volvía un poco más adicto. Ya podía oler a la muerte. Y la Pendeja planeaba, todo el tiempo encontraba objetivos diferentes y acumulaba títulos. Yo perdía trabajos, al tiempo que veía a mi vieja marchitarse en una silla, de a poco. No sé si todavía la amaba, pero los negros no dejamos rubias ni abandonamos madres. Igual, no sé cuánto tardó la Rubiecita en darse cuenta: no iba a ser yo quien le pudiese cumplir todos sus sueños. Una buena noche, la minita decretó que yo no tenía futuro, que usaba la excusa de escritor para rascarme bien las pelotas, que usaba la enfermedad de mi vieja porque simplemente era un vago. Al principio, yo solo la escuchaba. Ya no era la actriz débil de Mandrágora, nos seguíamos queriendo, pero la rubiecita no se sentía mi amiga. Sin amistad, no quedó más nada. Solo esperar al fin de semana, a sabiendas de que alguno de los dos no podría quedarse callado y el escabio se nos subía y terminábamos a los gritos por Rivadavia cuando el sol salía. Después de dos películas, me ofreció dejar de beber. Y ese fue mi último acto de amor para con ella. Solo quince días soporté. Dos semanas me alcanzaron para entender que, al final, ella era tan alcohólica y adicta como yo. Al mes, ya estábamos de joda de nuevo.
ULTRAVIOLENTO.
Llegó un punto en que, si salíamos a rockear, la cagábamos. Cada vez tenía menos plata así que esas birritas en paz, en mi casa o en la suya, eran económicamente viables. No me quedaban joyas para vender. Y, como ella se había hecho cargo de su adicción, me atrevía a pedirle plata para el faso. Desde que le tocó colaborar, empezó a tomar y a fumar a la altura de uno que le llevaba casi diez años en el asunto. A la hora de pisar el bar, sonaba la campana y empezaba con los proyectos que yo no podría compartir con ella y, cuando se daba cuenta, estallaba el despecho. El segundo round era en la calle, todo un espectáculo de insultos y reproches. El tercer round, en casa, cuando la Pendeja se quedaba con la mandíbula trabada y entendía que su gracia ya no funcionaba. Se nos volcaba la birra, se caía el porro. Y, en el medio, el griterío y las puteadeas. Una vez me enterró las uñas, hasta sacar sangre. Un fuego eléctrico me recorrió todo el cuerpo. Le arrebaté el Phillips que tenia entre los dedos y mirándola directo a esos dos ojos azules, me hundí el pucho en el brazo mientras, de fondo, sonaban Los Redondos y el olor de mi carne flotaba en el altillo. Basta, Rubia. Nunca en la vida había pasado algo así con una mujer, menos con una novia. Me había flagelado por no matarla. Esa noche comenzó a tenerme a miedo; y yo también. Sin embargo seguimos y fueron unos meses donde no volvimos a pelear, donde volvimos a ser el Moncho y la Pendejita que acababan afinados, en una misma noche, en solo lugar…pero no confiaba en ella. Hasta que descubrí donde estaba el truco. Era evidente que andaba con uno de la Facultad. Yo sabía que no iba a dejarme jamás como nunca lo había hecho con su antiguo novio. De nuevo, la humillación por la que ya había pasado cuatro años atrás.
PERRA BUENA, PERRO MALO.
La última vez que la vi fue el día que cumplí 35 años. En mi casa, dos birras y unos porros. Me había enamorado de ella, había remado su necesidad de un padre, de un héroe que la bajara de esa puta torre y se cargara a todos los dragones. Y yo era el Moncho de Mandrágora. Me deseó feliz año, bebimos y cogimos tan mal, que tuve que decirle que ya lo sabía, que lo había visto con mis propios ojos. Que ya no podía careterala más. Le pedí perdón, después de todo, era mi culpa, ¿no?. Una cosa llevó a la otra y terminamos en la última de todas la batallas. Otra vez, el truco del pucho y el brazo. Pero no funcionó. Comenzó a gritar que era un enfermo hijo de puuutaaa, me revoleó lo que encontró a mano mientras me recordaba que era un vago de mierda. Empezó a patear, a revolear cosas. La sacudí y pateaba: «poco hombre, andáa a cuidar a tu mamita» » Ponete las pilas» «A ver: ¡ Pegame, pegame, hijo de puta!». Le había hecho perder cuatro años de su vida y no dejaba de patear. Mientras, abajo, estaba mi vieja recién salida de la operación. Los golpes de la obra de al lado le hacían recordar a cuando el traumatólogo le martillaba la cadera. Como si eso hubiera sido poco, escuchaba a la Pendeja insultarla desde la habitación de arriba. La Pendeja estaba más poseída que otras veces y yo, a un paso de matarla. La tomé de los hombros «Paará, basta» y pedía perdón, mientras insultaba. Tenía que irse sí o sí. La bajé por las escaleras mientras mi veja amenazaba con llamar a la policía, decía que éramos unos drogadictos de mierda. Una vez en la puerta, terminé de rebajarme. En ese segundo, ella entendió mi mirada y se metió en su auto con un pedo que apenas si le permitió meter la llave y encender el motor. Entonces, dejé de controlarme y le agarré a trompadas el coche. De una patada, le rompí el giro trasero y salió andando. Sé que ella hizo todo lo posible, al menos por un rato lo intentó: pero nunca llegó a amarme. No volví a verla jamás.
Y nunca volví a tener una novia, ni la tendría: no podría pagarlo. Ella me enseñó que el desamor podía volverse verbo, que era el puente entre el amor y el odio, un odio que se fundamenta hasta hacerse carne, se pudre hasta tomarnos de a poco y hasta arrebatarnos todas las palabras, entonces no pueden urdirse los sortilegios, entonces se pierden los pasajes, y, sin ciudades que bajar, no hay portales; sin portales, no quedan noches, sólo el recuerdo de un continente hundido, un destierro, un tajo en la cara, que en algunas noches de lluvia me hace recordarla. Muerto el amor, hundido el continente, solo queda el lado B de una ciudad que puede invocarse cuando la magia se vuelve las garras de un bosque seco y los perros no dejan de ladrar. Cuando la Luna Blanca nos dice: es la noche de pagar por aquellas vacaciones.
Excelente relato sobre lo descarnado del amor, el desamor que no se priba del amor.