La Celebración: Sobre los Plomos
Por Néstor Grossi
SEGÚN LOS MUCHACHOS
Según el Consejo de Ancianos, el término Plomo no es cosa del rock; lo inventó el maestro Darienzo para bautizar a Carlitos, el camillero del Argerich que siempre andaba metido en medio de su orquesta, dándole letra a los músicos, mientras llenaba los vasos. Un hincha pelotas hasta en los ensayos. Para justificar al “pesado” lo empezaron a cargar con los instrumentos.
Según los viejos, el primer Plomo fue tanguero: a la mierda con el rock.
PRIMER ASALTO
No tengo la más puta idea cómo me decían los chicos de la banda antes de que Damián me diese el título de Moncho, a fines de los 80. Pero, a partir de aquel día, recibí más que un sobrenombre, recibí un rango de batalla, porque así se preparaba un plomo para el ritual: uno no lo tomaba como un trabajo, uno estaba ahí porque era un fan de la banda, amigo de algún músico o, simplemente, un pibe del barrio. Todavía no existía el mercado casi monopólico de hoy. Por aquel entonces, la palabra «Stage» no significaba nada.
Mi bautismo de fuego fue en Babilonia, una tarde de invierno y lluvia. Yo no sabía qué hacer parado en la puerta del boliche, mientras fumaba bajo el agua y me decía: solo debo manotear la primera caja que vea y después seguir a los demás. El resto sería ayudar con el armado de los equipos. Pero Mandrágora no era una banda muy normal para su época. En pleno nacimiento del rock barrial, Pombo y Cía hacían «rock sinfónico» y todavía no habían conseguido un violero en esa década de guitarras. Era claro: yo no sería un plomo corriente, mucho menos, normal.
Bueno, pensé, mientras encendía el tercer pucho y ya me importaba un carajo el agua que comenzaba a entrarme por el cuello, al menos no tendría que afinar ni cambiar cuerdas. En eso, apareció una gastada F-100, un flete de barrio que rompía contra la lluvia incesante sobre una Guardia Vieja aún de adoquines.
Cuando la camioneta se detuvo, el corazón se me pegó al pecho. Las puertas se abrieron y la magia comenzó. Todo era cuestión de convertirme en la bestia de carga de un tren que apenas comenzaba a elevarse, en un recorrido que nos llevaría por el sueño del under porteño.
BESTIAS DE CARGA
Somos los antihéroes, los hermosos perdedores entre cientos de cables, hasta mezclarnos con las sombras de unas bambalinas vacías mientras, sobre el escenario, todo.
Somos los que encendemos y apagamos la luz, los primeros en llegar y los últimos en irse, somos los que nunca nos llevamos una presa. Somos los que, a las diez de la mañana, comienzan a llenar el camión para volverlo a descargar y cruzar pasillos y puertas, hasta llegar al vacío de una sala y a un escenario negro.
Pero antes hablemos de rangos. Porque no es lo mismo Plomo que Stage. Y la diferencia es simple: el Stage se preocupa por los equipos, por los instrumentos. El Plomo, por el músico. El Plomo es parte de la banda, el quinto Stone y quien se lleva siempre la peor parte.
Uno se convierte en Stage manager cuando la banda comienza a crecer. Un día te daban unos auriculares y te colgaban una credencial: comenzaban a pagarte y, entonces, hacían falta más brazos. Y, así como uno llegaba a una banda porque era alumno de algún músico o- simplemente- un amigo, uno tenía que comenzar a reclutar, porque ya no era un simple Plomo de barrio. Cuando una banda graba un disco y comienza a tocar en teatros con capacidades de quinientas a mil personas, ya necesita un buen sonido, iluminación y -al menos -un Stage por cada músico.
Y, así como las bandas tienen su formación, el equipo de Stages, también. Por Mandrágora desfiló tanta gente, que ya ni recuerdo sus nombres. Pero, de todos los equipos solo recuerdo dos: el que formé con Tito y con el primo de Damián en mis épocas de Plomo. Y sí, en lo que a mí respecta, esa fue la mejor parte de la historia; cuando todo el ritual era mío…Pero, mierda, eso fue hace mucho, todavía quedaba algo de rock en el mundo. Entonces, había nada que celebrar porque éramos parte de todo, una unidad conectada por ese lazo negro que formaba todo un continente.
EL VIEJO ROKE
El Rock está muerto. Los Rituales no existen más, hoy solo son celebraciones vacías, copias piratas de un pasado incierto. Pero nada más. No sé cuándo la gente perdió el toque, cuándo carajo fue que se olvidaron de ellos mismos y decidieron abortar la misión. Sin el ritual, celebrar no vale nada. La primera puñalada que recibió el viejo Rock fue por la espalda. «El disco es cultura», le escribieron en la frente, mientras el pobre agonizaba. Pero la estocada final se la asestó un imbécil al llamar «familia» a todo aquello, al institucionalizar y cortar todos los lazos, al convertir a todos los débiles en un ladrillo más. Lo que podría haberse convertido en un estado mental, en un verdadero paraíso artificial, terminó impreso en tarjetas de crédito o en las vidrieras de la estupidez…poetas, músicos, novelistas, dibujantes y pintores, nada ni nadie está conectado ya por aquel lazo.
Pero, bueno, esa es otra historia.
La única forma de celebrar el rock hoy en día es individual. La otra, al menos hasta que aparezca un héroe o nos pongamos las pilas en otra dirección, es pura mierda y nada más. Es el caso perfecto donde el término “Celebración” se confunde al pasar de un estado a otro de la palabra. Hoy el rock es solo eso, una fiesta. No puede pedirse más…,¿o sí?
Hablemos del “mundo Plomos”, mejor.
CERATI SE LA COME, EL INDIO SE LA DA
Cuando me convertí en Stage, empecé a trabajar con otras bandas. Ahí me enteré que la mayoría de quienes habían sido mis héroes de la niñez y la pre adolescencia eran unos verdaderos tarados. Así que mi atención sólo debía apuntar a los equipos, al suelo del escenario y a nada más. Fue durante un parate de Mandrágora que duró casi dos años. Y yo aproveché una oferta de trabajar en el teatro Regio, durante un ciclo de Rock and Pop por los viejos teatros porteños. Entonces, jugué en Primera un tiempo.
Nunca me tocaron bandas rockeras ni heavys. Quizás, fue la época, porque el rock barrial comenzaba a morirse y ya daba a luz a una segunda generación, que no serviría para mucho. La única banda de rock para la que trabajé fue también mi única experiencia con un grupo extranjero: El Tri, de México, banda de la que realmente fui un fan. La música de Centenario Blues podría estar a cargo de Alex Lora y su gente, sin dudarlo. Era la primera vez que iba a trabajar para unos de quienes me había comprado un disco original.
Esa noche de abril en Cemento, entendí qué era ser un verdadero Stage Manager. De alguna manera, logré arrancarme el corazón y no sentir demasiado. Simplemente, estaba concentrado en que a Alex Lora no le fallara ninguna cosa y que el guitarrista de la banda no tuviera problemas con mi equipo de guitarra. Además de todo, los solos de la primera viola del Tri en Argentina sonaron a través de mi Lab Series.
Pero lo de “El Tri” fue después de aquel ciclo Rock and Pop. Volvamos al Regio, a finales del ’98, cuando descubría que mis héroes eran unos completos imbéciles y que, el chabón que había insultado más que al presidente durante los conciertos era el dueño del verdadero rock.
Una noche, durante lo que sería la grabación de un disco en vivo de Los Siete Delfines, me tocó asistir al violero invitado. Ese laburo se lo dan siempre al Plomo nuevo. Y ahí estaba el Moncho, arrastrándose por el escenario, en un intento por entender por qué la viola del invitado acoplaba. «Es tu cable», le dije a unas rodillas de jogging y a unas alpargatas con cordones. «Bancame». Y me paré con destino al Anvil. De reojo, miré a mi «cliente» Naaaa, “¿será?” Pinta de músico no tenía, pensé al tiempo que revolvía entre los cables, con medio cuerpo dentro del Anvil. Tomé dos cables y volví a mi puesto de combate para confirmarle a mi estúpida cabeza que sí: estaba a punto de «cablear» al tipo que acababa de disolver a la banda más grande de Latinoamérica; ese chaboncito había grabado “Signos” y “Nada personal”. Nunca suelo deslumbrarme ante nadie, pero ahí estaba, era Cerati.
Por un solo un segundo, dejé de ser el Moncho para comprender el calibre de la situación. Después, durante una hora y cuarto, fui el Stage del músico más grande que dio el país.
GRACIAS TOTALES
Cuando terminó la prueba de sonido, me fui a la terraza del Regio. Ya conocía el lugar a la perfección después del ciclo de Mandrágora, así que junaba a todos los rincones donde fumarme uno sin llamar la atención. Después salí por comida: dos pebetes de salame y una birra de litro, en un kiosko, unos metros antes de llegar a Lacroze.
Debían ser las siete y media ya, hacía frío y no había nadie sobre Córdoba. El teatro parecía vacío, salvo por la luces del hall. Me detuve a masticar el último pedazo de pebete, mientras destapaba mi lata para empujar el bolo. “Un pucho antes de entrar”… En ese momento, detrás de los afiches pegados sobre el vidrio de las puertas, surgió una silueta:
-Uuuh, ¿me convidás uno?
De nuevo, Cerati. Me limpié la boca con la manga, le di el atado de Phillips y, de un trago, maté la lata que dejé apoyada por ahí y le pasé fuego. Ni siquiera llegué a ofrecerle el encendedor, cuando apareció una mina con una pendejita de la mano y le pidió una foto. El chabón aceptó, me devolvió los puchos y me pidió que les tomase la foto. Habían venido al show porque sabían que él tocaba de invitado. Cuando la secuencia terminó, Cerati sacó el pucho que había metido en el bolsillo de la campera y le volví a pasar el fuego:
-Mejor, entrá, loco; en cualquier momento, cae la gente, ¿viste? Esto parece un cementerio, pero tipo 8 y cuarto empieza a llenarse.
– Pucho y adentro- me contestó- ¿Sabías que acá tocó Gardel?- y me devolvió el encendedor.
No recuerdo qué detalles me dio acerca de esa historia. Por momentos giraba mi cabeza y era Gustavo Cerati quien me hablaba de Gardel. ¿Toda una ironía, no? Después, le pregunté por esa viola tan rara que usaba y me contó que se la había fabricado un luthier amigo. Me pidió que estuviera atento durante el show, si empezaban los problemas otra vez, tenía que pasarle una viola de Richard, sin dudar.
No se parecía en nada al tipo que me imaginaba. De todos los personajes que conocí durante esos diez años, ese chaboncito que acababa de dejar la banda más grande de la Latinoamérica y de grabar a fuego el “Gracias totales” fue el único músico que vi comportarse sin amaneramientos de rock star.
Le pedí perdón por haberlo insultado más que al pelotudo de presidente que teníamos. Si hubo una persona quien los rockeros puteamos durante los noventa, fue a él.
Me disculpó con una sonrisa y nos quedamos terminando el pucho en silencio, mientras el tráfico del mundo rodaba sobre la avenida y el viento se adueñaba de las veredas, golpeaba las boleterías y anunciaba la hora prevista.
ESE SEGUNDO DESPUÉS DEL SEGUNDO
Cuando la batería queda armada y todos los equipos conectados, solo queda esperar al sonidista y a su único esclavo. Hay que microfonear todo y a conectar los monitores para cada músico. Después, llega la prueba de sonido con nosotros repartidos estratégicamente, con los ojos clavados en nuestro músico y dispuestos a morir en batalla.
Se acerca el momento en que la banda comienza a pasar los temas casi completos, el trabajo está hecho.
El Primero- quien fue Plomo alguna vez- lleva la banda de Stages abajo donde, en unas horas, estarán los celebrantes y- entre mates y bizcochitos, cervezas y algún churro- empezará el descanso previo al show. Entonces, el Primero junta a los Stages hacia Uggis, a buscar cerveza barata antes que todo comience. Hay que juntar fuerzas, porque falta lo peor: el desarmado, volver a llenar camiones de madrugada, mientras la gente vuelve a sus barrios y las parejitas se van de la mano, pelean sus instantes, para terminar cogiendo sus historias.
Y, mientras toda la maquinaría de la noche llega a su fin, todavía nos queda una batalla.
Hay una hora de la noche donde las sombras y un silencio de transistores se apoderan del lugar, las luces de los equipos brillan rojas, hundidas en la oscuridad de un vacío que late negro, que se prepara para mezclarse con la ciudad y su último aliento
que cae a los pies del altar,
cuando Buenos Aires está maldita y el escenario nos llama.
Es maravilloso, Moncho!! Transmitís todo lo que se siente. Yo te entiendo porque laburábamos a la par tuya. Tu frase «…no conseguían violeros en una década que explotaba de violeros…» define a Mandrágora a la perfección