El cuidado del otro: Sobre escenas urbanas.
Por Isabel D´Amico
SE ME COMPLICÓ EL SCRABBLE
-¡Este tipo no siente la camiseta!
-¡Mirá cómo se cuida para que no lo toquen!
-¡Ponela, cagón!
La cancha explotó de insultos a Messi. Lola escuchaba la transmisión del Mundial de Brasil desde la cocina. Preparaba una tarta para su marido y su hermano que había venido a ver el partido a su casa. Mientras escurría las verduras, se le coló entre los alimentos la frase «Pecho Frío». No era la primera vez que esas dos palabras subidas a la ira venían desde su hermano y de su marido, descalificadores seriales del pobre Messi. Harta de escucharlos, metió la tarta en el horno y se fue al dormitorio. Sentada sobre la cama dispuso, sobre una bandeja, las palabras “Pecho” y “Frío” y, como fichas de scrablle: ubicó a una vertical, a otra horizontal, después una más abajo, otra para arriba y jugó con ellas por un rato. Para Lola, «Pecho Frío» tenía un sentido mucho más intenso, mucho más potente que el atribuido en el ámbito deportivo.
Buscó un cuaderno viejo y, sobre las hojas limpias aunque amarillas, decidió clasificar a “los pechos fríos”. Comenzó a enumerarlos a partir de las imágenes proyectadas en su memoria, a partir de repetidas escenas cotidianas que lastiman al otro.
POR LA VEREDA
Una mujer de mediana edad, parada en una esquina de Cabildo y Monroe, aproxima un folleto tras otro a las manos de los transeúntes. Antes de salir, ella pintó sus labios de rojo y remarcó sus cejas con un reseco lápiz marrón. Eligió una de sus dos polleras, la de color gris, y subió a sus zapatos de suela y taco desgastados. La mujer de mediana edad promociona ofertas a veces de celulares, fundas, cursos, otras de tarotistas, centros odontológicos, clases de salsa, tango, gym. Algunos dedos reciben la hojita impresa, la mayoría los esquiva, los desprecia.
Si al menos pudieran mirarla a los ojos, simplemente tomar el folleto y con una sonrisa decirle gracias. Desplazada la indiferencia, en el espacio restante, podríamos generar un intercambio más saludable tanto para el emisor como para el receptor. El vuelto de una sonrisa podría ser otra sonrisa.
EN EL SUBTE
En una estación cualquiera, sube el Mago Urbano. Con su potente voz ronca, se impone al filoso sonido de los rieles. Una señora lee un libro y no alza la mirada. Otro, el calvo, envía mensajes desde su celular. Varios pierden sus ojos entre diarios gratuitos, diarios con dudosas papillas informativas. Dos o tres lo escuchan al Mago Urbano, hasta que una joven se decide y, con su aplauso, acepta, definitivamente, su espectáculo. Allí, la puerta. El mago despliega su poder entre las cartas de póker y juega con el poco público. En un pase, transforma 10 pesos en 1 dólar, cuenta chistes, reflexiona. Pocos aplauden. Al terminar, pasa con su bolsa mágica entre la gente y agradece la magra atención. Se disculpa por haber interrumpido, y se lleva entre sus pases la pequeña puerta abierta a su oficio.
Pero la cosa no queda ahí. Se sabe que la vida del subte es el torbellino de un gusano subterráneo que devora y devuelve escenas sin agotarse, salvo mientras duerme, en el breve lapso de la oscuridad profunda. En una de esas, en medio de ese banquete incesante, sube el Gordo. Va de remera amarilla. Suele hacerlo de la misma manera, todos los días. Se alinea detrás de una anciana, o de algún adolescente y, apenas se abren las puertas, empuja, empuja y pisa los pies de quien se le cruce hasta llegar a un asiento. Siempre consigue uno y se duerme al instante. Bajo su párpado vive un mundo, donde el otro no existe.
LA INFANCIA SEPIA
Sobre un escenario de rayas blancas, Juan y Candela clavan malabares en el aire. El verde los apura y, en el cruce aéreo, cae algún pirouette y se levanta un mimo gracioso, para compensar el error. El lugar de encuentro, una esquina. El cielo es el techo, el telón, transparente, a veces es lluvia. Ellos y tantos otros sueñan vivir de su arte, se atreven a explorar otra forma de subsistir ante un público cautivo, por unos segundos.
Nadie tiene obligación de ver -y menos de aplaudir- lo que no buscó. Nada más exacto, nada más contundente. Y, a la vez, nada más frío.
CALLE ADENTRO
Lola sale de la pieza para sacar la tarta del horno. Su marido sigue, dele discutir con su hermano: repasan tácticas, estrategias, jugadas y las corrigen, sin resolver nada. Ella los mira desde el hueco del pasa-platos y piensa en todas las movidas mal hechas que sumamos día a día, más simples que las de Messi.
La indiferencia es una conducta socialmente aceptada, no le cabe demasiado juicio. Es en algún modo imperceptible. Se oculta, a veces, entre las “top five” bajo la máscara del pudor, de la prudencia, de la lógica, del miedo y del peligro. Con estos recursos, nos alejamos del «otro». Para preservarnos usamos un tapón grueso, potente, que aprisiona el amor con precauciones inútiles, burbujas irresponsables. Las mismas. Las preestablecidas desde siempre para evitar vínculos que también se pueden dar en el devenir cotidiano y porqué no, en la propia calle. El otro es un desconocido de mí de quien conozco su existencia instantánea cada día. En la duración, se vuelve amigo, amante, compañero. Pero es en el instante donde algo de la naturaleza del otro se vuelve único y primordial. Algo del don se ilumina. De la posibilidad del don. De la chance y la potencia que el don regala a quien lo practica.
Pero, claro, está el tapón. Al quitarlo, fluye de la botella mental, «la solidaridad» y entonces, “Agarrate Catalina”, la responsabilidad de tantas miserias también es tuya. Absorber el dolor del otro duele. Cuidar al otro no es tarea fácil. Tal vez ya sea tiempo de abandonar el pecho frío. La parte más raquítica de «el alma» nos lo demanda.
Lola cree: quizás este tiempo es un buen tiempo para empezar a pensar que la falta de obligatoriedad de una conducta, la más mínima que imaginemos, no la limpia de descuidos. Quizás no es tarde para armar un gran equipo, con Messi, con «el otro».
Fotos Infancia Sepia: www.erlc.com
Fotos Calle Adentro: Florencia Guzzetti