El cuidado del otro: sobre lustrabotas.
Por Héctor Lontrato
Manchada de betún, la franela recorre un territorio que conoce hace siglos. Se tensa entre el pasado y presente del zapato. Firmes manos la sostienen y la guían hacia ese brillo que la sitúa en las proximidades del éxtasis. Sin embargo, sus fibras perciben algo que la incomoda: la angustia por un futuro desdibujado que alimenta la incertidumbre. No es la primera vez que le pasa. ¡Ahora se siente más fuerte! Ese espacio vacío, ese horizonte lleno de preguntas sin respuestas, se agiganta cuando se trata del paisaje de un oficio ancestral, como el de los lustrabotas. Al momento de los diagnósticos, desde el oráculo de la pomada, las profecías se acomodan a gusto del consumidor. Eso sí, desde hace rato, son extremas. Van del peligro de extinción al sueño (norte) americano de prosperidad. Altivo, el péndulo se mueve. Inicia en el jadeo resistente de un oficio que debe pelear su rincón con el banquito bajo el brazo, como los boxeadores. Del otro lado, roza la ambición prepotente del marketing y proyecta intangibles beneficios. Y, entre prepotencias y luchas, están quienes salen a trabajar todos los días y sólo ruegan que no llueva para ganar el sustento diario.
ZAPATOS CON NOMBRE
El Palacio de Tribunales es un edificio de estilo ecléctico que comenzó a construirse a principios del siglo veinte. La lúgubre luz de algunas oficinas empuja a quienes disponen de tiempo a circular por los pasillos en busca de oxígeno. Yo soy uno de ellos y fue así como conocí a Daniel. Una tarde nos cruzó, entre columnas corintias, galerías y pisos con venecita,. ¿Se lustra?, me dijo y ahí nomás nos pusimos a un costado, apoyó su cajón de chapa y su banquito de madera. Primero, un zapato. Después, el otro. El cepillo para sacar el polvo, algo de tinta para los rayones y una crema especial para el brillo. Si con los zapatos ajenos busca el esplendor, cuando se trata de su propio atuendo, prefiere lo discreto: simplemente, ropa de trabajo, muy parecida a la de los encargados de edificio. A diferencia de muchos otros lustras, evita mancharse. “Trabajo como empleado en la justicia y no puedo ir todo sucio”, se excusa mientras enfunda sus manos en unos gruesos guantes de látex. Y no es el único gesto de cuidado. Una tácita solicitud de permiso antecede a cada uno de sus gestos, de sus palabras -“si no le molesta”, “si me permite”, “si usted me deja”-. Puesta en escena, la humildad esquiva toda pose y se acomoda en su tono de voz suave, por momentos, tembloroso. Le gusta conversar, saber qué le pasa al otro. Una sonrisa casi permanente, un ritual útil como escudo y como puente. Entonces, sin más prólogos, cada lustrada es una oportunidad para hablar de bueyes perdidos, con apenas una pausa para ir a comer a su casa, cuando termina su horario de ordenanza. Luego descansa un poco, agarra el cajón y el banquito y sale a trabajar. En una de esas charlas, hablamos mucho más que de costumbre y me surgió decirle:
¿Hacemos una nota?
No creo que tenga mucho para contar, ¿vio?, salvo que le lustraba al Dr. Menem.
¿Al ex Presidente? Con eso ya tengo para empezar ¿Y no te acordás de otra persona famosa?
Ah, el señor López Rega, cuando estaba en Bienestar Social.
CROSS A LA MANDÍBULA
El oficio del lustrabotas se remonta hacia comienzos del siglo diecinueve, en el Reino Unido. En la Argentina, los primeros calzados de cuero vinieron con los españoles y eran protegidos con grasa animal. A lo largo de la historia, se impuso como una salida laboral rápida para el pobre, una manera digna de parar la olla que se popularizó con el tiempo. Luego, la carrera se detuvo. Atrás quedaron los momentos de esplendor, cuando había al menos un limpiabotas en cada esquina de la calle Corrientes. En la castigada década de los ’90, la actividad entró en un tobogán del que aún no logra bajar. No sólo por la apertura a lo importado, sino por el cambio de hábitos de consumo y el uso masivo de zapatillas: un golpe a la quijada de los lustras.
UNA DE CAL, OTRA DE ARENA
No hay estadísticas ni censos sobre cuántos artistas de la franela prestan servicio en la Ciudad de Buenos Aires. Ni que hablar del resto del país. Andrés Ricci es dueño de una zapatería que le provee los insumos básicos a los lustrabotas. Su local está sobre la calle Uruguay, a pocos metros de Corrientes. Cien años atrás, su abuelo había instalado enfrente, un almacén de suelas. Andrés tiene la certeza que le dan sus registros de ventas, por lo que afirma que, en las últimas dos décadas, el número de “fijos” que le compran tintas, cremas y cepillos bajó a la mitad.
Como todos los oficios de este tipo- a la intemperie y subordinados a la voluntad del cliente- están quiene aman lo que hacen y elijen seguir en ello toda su vida, como es el caso de Daniel, y quienes aprecian el trabajo sólo como herramienta para el sustento y aspiran a un ascenso social: tal el caso del “Negro Wassington”. Usa un sombrero estilo bombín y delantal para atender en su coqueto puesto de Diagonal Norte y Florida. El “Negro Wassington”, como le dicen- en clara alusión a una marca de pomada para zapatos-, lleva el oficio en la sangre. Sobre la avenida de Mayo, su padre le lustraba las botas al ex presidente Juan Perón. Agustín Gómez encaja con facilidad en el arquetipo del buscavidas. Fue plomero, pintor, cartonero, heladero y cafetero y, desde hace 20 años, sólo lustrabotas. Extrovertido, opina sobre política y cuestiones sociales. “Mueble ergonómico lustrado” es la sofisticada denominación de una especie de quiosco de diarios adaptado, donde trabaja. Allí, se destaca un sillón con la suficiente altura para que lustre de pie y ponga fin, según le gusta decir, a “doscientos años con las rodillas en el suelo”. Además, tiene conexión eléctrica, lo que le permite alimentar un secador de pelo- una excentricidad para que las cremas actúen más rápido- y un televisor.
NO HAY CASO, CHE
En la jerga judicial o policial, el “Negro Wassington” sería catalogado como un hábil declarante. Tiene parte de su puesto tapizado con reportajes publicados en Clarín y otros medios. No obstante, se siente decepcionado porque –arriesga- “me tiran del pico y después no pasa nada”. Su desazón no es para menos: Agustín creó una mutual para impulsar un proyecto con el fin de establecer puestos fijos para los lustra en toda la ciudad de Buenos Aires y brindarles servicios médicos y sociales. Tenía el apoyo de empresas de publicidad, pero no de todas las que operan en suelo porteño, por lo que una de ellas trabó la operación que le hubiera permitido a los 300 afiliados a la entidad tener su “mueble ergonómico”. Le consulto sobre el tema mientras me lustro y descarga su bronca:
¡No hay caso che, no te quieren dejar crecer!
¿Qué pasó?, ¿se metió la política?
¡No, el poder. Las empresas tienen el poder! Me dicen: tenés que ser paciente. Pero yo no tengo mucho tiempo y el último año ya se murieron cuatro limpiabotas.
INFANCIA CON NIEBLA
Daniel se instaló en Buenos Aires en 1970, con apenas siete años. Llegó de San Juan con su madre y sus dos hermanas. Dice que no recuerda mucho de su vida ahí. Instintivos mecanismos de defensa recubren con una especie de niebla su infancia en Desamparados, una localidad al oeste de la capital provincial. “Yo no tuve mucha relación con mi padre, mi mamá se vino sola con nosotros”, cuenta. Su primer hogar en la ciudad fue una casa tomada en San Telmo -Defensa y Alsina-, a una cuadra de Plaza de Mayo. Allí iba a jugar a la pelota con su amigo Corchito. Cuando se aburría, se quedaba viendo a un viejo lustrabotas. Hasta entonces, sólo abría puertas de taxis. Pero, cuando tuvo 11 años, le dijo a su mamá que quería hacer unos pesos lustrando. Ella estuvo de acuerdo y, con sus propias manos, le armó el cajón y el banquito. Eran tiempos convulsionados. Había muerto el presidente Juan Perón y gobernaba el país María Estela Martínez. Daniel entraba en los bares, miraba a la gente con una sonrisa y señalaba los zapatos: “¿se lustra, Don?”. Se hizo amigo de gente que trabajaba en varios ministerios de la época. Así, conoció los secretos de los zapatos de dos enemigos acérrimos de esos tiempos: el ministro de Economía, José Ber Gelbard, ligado a la izquierda peronista, y el responsable de Bienestar Social, José López Rega, mentor de la organización terrorista paraestatal “Alianza Anticomunista Argentina (AAA)”, de quien guarda un recuerdo inolvidable.
Un día del niño, le pedí a López Rega una bicicleta, el sueño de todo niño. Y él me dio una autorización para que fuera a Olivos. Fui con mi mamá y ahí la vi a la señora Estela de Perón. Nos vinimos con la bicicleta en el colectivo. Y todavía la tengo.
En la Plaza de Mayo se topó accidentalmente con Carlos Menem, cuando era gobernador de la Rioja. Daniel no lo conocía. Trabó una buena relación. Desde entonces, le lustraría los zapatos a toda la comitiva del mandatario, que paraba en el Hotel República.
LAS BOTAS Y EL HORROR
Paradójicamente, las botas de los militares lo alejaron de Plaza de Mayo. Tras el golpe de 1976, ya no lo dejaban entrar a los ministerios. Comenzó a deambular por los bares y las oficinas judiciales. Por sus manos, desfilaron los calzados de jueces y ministros de la Corte Suprema. Así fue como, entre su charla y el despliegue de su orgullosa humildad, se hizo de amistades y logró entrar en el Poder Judicial.
Yo fui despacito metiendo a mi mamá, mis hermanas y a mi hijo. Era cuando se podía hablar con los jueces, vio. Ahora no.
Hace más de 40 años que Daniel ejerce su oficio. Es lo que le gusta y no piensa dejarlo más allá del destino de la actividad. Mira el futuro con un relajado fatalismo. Su vida es el día a día. “Qué le vamos a hacer, hay que seguir trabajando”, suele responder cuando las cosas se le complican.
Montado en su “mueble ergonómico”, el “Negro Washington” se afilia a otros ideales asociados al mercado. Está pensando en algo más, en crecer. Tal vez, en armar un sindicato, una corporación de lustras que trabajen de una manera más estandarizada. Por eso vive el estrés de su actual frustración.
PELÍCULA INCONCLUSA
El horizonte es incierto. ¿Se convertirán zapatos de cuero en piezas del museo de la indumentaria? ¿Levitarán los humanos sin necesidad de ensuciar sus calzados? ¿Vivirán enfrascados en sus subjetividades electrónicas? ¿Resistirá, inoxidable al paso del tiempo, como desde hace dos centurias, el oficio del lustrabotas?, ¿o se convertirá en un nuevo nicho de la mercadotecnia? Nadie lo sabe.
Los indicios de sociedades globales como la nuestra, que se empeñan en mirarse el ombligo, son poco alentadores. Poco a poco, el cuidado del otro se ha relegado entre las prioridades de la agenda pública. Ser solidario es un activo reservado para las catástrofes y la caridad, una postura cómoda, desentendida de las realidades particulares que nos rodean.
A pocos les importa qué va a pasar con los lustrabotas. Si deberán o no dejar el oficio y sumarse a la interminable legión de desocupados. Desatendemos su futuro y también el nuestro. Somos socios en una insolidaridad que nos carcome y nos priva de uno de los pocos brillos que le podemos dar a nuestra vida.
La película corre. Con su franela convertida en espada, Daniel defiende el oficio como un caballero templario, mientras el “negro Wassington” quiere volver al futuro y llenar la Ciudad de Buenos Aires de lujosos puestos para limpiabotas. En nuestro carácter de observadores pasivos, no terminamos de advertir que ellos cuidan de nosotros. Y nosotros, no.