El olvido: sobre la obra Vivian Maier, fotógrafa.
Por Viviana García Arribas
HORAS DESESPERADAS
En 2007 John Maloof compró un baúl en una subasta, aunque ignoraba su contenido. Buscaba material para su libro sobre Chicago, Portage Park. Se encontró con cientos de negativos en blanco y negro, los miró y los desechó porque no le servían para su trabajo. Habían estado durante años en un almacén guardamuebles, pero pasaron a subastarse por incumplimiento en el pago del alquiler del lugar. Como no iba a utilizarlos inmediatamente, los volvió a encerrar en un placard.
Hace frío. La humedad forma una película impermeable al calor. Los años y el abandono han dejado huellas de telaraña en los rincones. Jamás, desde que los pusieron ahí, los alcanzó la luz del sol. De vez en cuando, alguna sacudida, una pequeña vibración o voces desde lejos indican que los han sacado una vez más sólo para volverlos, en un lapso demasiado corto, a la inmovilidad durante años. La espera se hace costumbre y parece eterna. De vez en cuando, algún estallido de color quiere escapar y lucha contra la penumbra que se encarga enseguida de ahogarlo. Sin embargo, predominan los blancos, los negros y un abanico infinito de grises. No hay salida. Los encierran, no sólo con un candado, sino también con numerosas cintas de embalar. Están superpuestos en épocas, encimados, clasificados en un orden sin fin: la niña está desde 1961, la mujer bella que mira hacia un lado llegó en 1953; el caniche, en 1960. Algunos vinieron de New York -los más antiguos-, la mayoría nació ahí mismo, en Chicago. Pero hoy es un día distinto. Los alertó el movimiento inusual: sacudida, arrastre, sacudida. Estrépito y, otra vez, la quietud. Los sorprende el sonido de un forcejeo y, luego, la luz -que no los ha visitado en años- ingresa por una ranura cada vez más intensa hasta dar lugar a una cara, asombrosamente grande y tridimensional. La luz los observa pasmada.
UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD
Permanecen una vez más rodeados de negrura. Aunque, en esta ocasión, no los cubre una capa húmeda, ni los acompañan las telas de araña. Solo una eterna soledad. De vez en cuando, el eco de una música un poco estruendosa llega al interior del baúl desde afuera. El hombre que los encontró es joven y, seguramente, el responsable de semejante batifondo. Esos acordes disonantes recuerdan la música que se empezó a escuchar entre los ’50 y los ’60. Después de todo, no son tan extraños… Por suerte, este nuevo encierro es más breve que cualquier otro. Pronto, asoma otra vez la cara adornada de gruesos anteojos.
El joven Maloof volvió a los negativos poco tiempo después. Bailaban en su cabeza y comenzó a mirarlos uno por uno. Le parecieron tan buenos que decidió escanearlos y publicarlos en la web. Le llegaron comentarios de todas partes. Las imágenes lo habían conquistado. Por eso, decidió averiguar más sobre la fotógrafa. Solo contaba con su nombre: VIVIAN MAIER. En su búsqueda en Internet encontró un obituario: la mujer había muerto dos días antes. Pudo contactarse con una familia que la conocía y, a través de ellos se enteró: la mujer había sido niñera durante toda su vida y estaban a punto de deshacerse de un galpón colmado de cajas de su pertenencia. Como buen cazador embriagado por el olor de su presa, corrió a revisar el galpón y se hizo de una cantidad de objetos, entre ellos, cien mil negativos fotográficos, setecientos rollos color y dos mil rollos blanco y negro, sin revelar. Además, ropa, zapatos, sombreros, prendedores, pulseras, tickets, sobres, postales, tarjetas, boletos.
El pasado olvidado en un galpón.
Entoncesa John sabía dos cosas: Vivian Maier había sido niñera y nunca tiraba nada.
LA FERIA DE LAS VANIDADES
La inmovilidad es un poco más grata desde que están colgados sobre las paredes. Los desempolvaron, los observaron y los imprimieron. Ahora se lucen tras el vidrio que los protege, rodeados por sobrios marcos negros. Se transformaron en piezas de exhibición. Así conocieron la alternancia de noche y día, quietud y movimiento. Nunca tantas personas los habían mirado tan fijamente durante tanto tiempo. Después del aislamiento y la soledad, esto parece demasiado.
El objetivo de Maloof en ese momento era que el trabajo de Vivian pudiera ser visto por una buena cantidad de público, en un lapso corto de tiempo y en un lugar acotado. Para eso, decidió organizar una exhibición en el Chicago Cultural Center. El público desbordó el lugar en cantidades más numerosas que durante cualquier otra muestra. La gran concurrencia contradecía en forma contundente el criterio del MOMA que, poco tiempo antes, no se había mostrado interesado en las fotografías. Según John Maloof, este fue el comienzo de toda la historia.
CIUDAD DESNUDA
Antes del encierro, habían sido película. Otro claustro les daba asilo, pero este era cálido y amistoso: la confortable estrechez del interior de una cámara fotográfica. La magia y la química conjuradas en el milagro de una foto. Habitar las penumbras. De pronto, la invasión de la luz, ¡listo!, ya se fijó la imagen, y a ceder lugar a la próxima. El rollo corre, se desliza entre los dos carretes, aloja infinidad de escenas: blanco, negro, color, brillos y opacidades, gestos…
Por las tardes, Vivian Maier salía a pasear con los chicos que cuidaba. Recorría las calles de Nueva York, primero, y luego, de Chicago, mientras hacía fotos con su cámara: el momento fortuito, una cara asombrada, las mejillas tiznadas de un niño, un mendigo, rostros, manos, piernas, polleras al viento, autos. Fundamentalmente, la calle. En realidad, eso que pasa en la calle. El tempo de la ciudad. Instantáneas que revelan un excelente ojo para la cámara, habilidad en la composición, humor. Algunas fotos son un comentario en sí mismas. Un hombre pide limosnas sentado sobre sus muletas. Otro habla por teléfono pero, al perfil que vemos, le falta la oreja. Niños, adultos, viejos. Pobres y ricos. Una escena tras otra escena. Capturas y más capturas.
Mirar una fotografía nos conecta con otro lugar y otra época. Las fotos de Vivian Maier condensan ese instante particular y lo muestran. No cuentan ninguna historia, no narran nada. Generan preguntas y, por eso, eluden cualquier representación. Lejos de metáforas y alegorías, ofrecen un destello, conseguido en el abrir y cerrar del objetivo, que consagra un momento único, desde entonces hasta la actualidad. Una imagen robada. Pero no hay azar en sus elecciones. Retrata el pulso de la vida en la ciudad, su andar. Fotografía los cuerpos inmersos en las calles, recortados sobre ventanas, vidrieras, puertas y cercos que quiebran el espacio y lo estructuran. También dispara sobre el cuerpo fragmentado y delata piernas, espaldas, troncos y brazos, ocultos por el encuadre, por otras personas o por columnas, cabinas de teléfono, autos. Las ventanas -esos espacios recortados que apenas permiten ver en su interior- se enriquecen y multiplican con el fulgor de las vidrieras. Así, podemos observar el adentro y el afuera, en un juego de reflejos y transparencias.
LA MUJER DEL CUADRO
De tanto en tanto, los destellos de luz imprimen la imagen de la misma mujer ¿Quién mira desde las vidrieras? El objetivo se abre y deja pasar su silueta alta y desgarbada, envuelta en un abrigo demasiado grande y bastante masculino. No puede resistir la tentación de disparar sobre cada superficie bruñida que la refleja. ¿Qué revela esa figura devuelta por los espejos? El vaivén de la cámara colgada de su cuello delata su forma de caminar, ruda y rápida, casi masculina. El apuro permanente, el ansia por encontrar una foto más.
Entre los miles de fotografías tomadas por Vivian Maier, cientos son autorretratos. Se retrata en espejos, captura su imagen en las vidrieras, explora las transparencias y las sombras. Se instala en repetidas puestas en infinito, en las que su cuerpo se agranda o se achica, según el tamaño y la ubicación de la superficie que lo refleja. Parece ocultarse pero se muestra. Desea permanecer en sus fotografías. Tal vez, escaparle al olvido. Sin embargo, la mayoría de quienes la conocieron no dudan: toda la atención que recibe actualmente hubiera sido insoportable para ella. La describen como una mujer reservada y enigmática, a quien nunca se le conocieron amistades o relaciones familiares. Tampoco era demasiado afectuosa con los niños que cuidaba. Algunos de ellos recuerdan que, durante los paseos, se olvidaba de ellos en pos de una foto. Otros cuentan que no era demasiado afectuosa y hasta llegó a castigarlos físicamente.
Acumuladora compulsiva, guardaba los diarios de todos los días en su habitación, a punto tal, que solo le quedaba un pequeño espacio por donde caminar. Decía que, en algún momento, recortaría los hechos “importantes” para su colección como si hubiera querido dejar huellas de su futura memoria entre nosotros.
FLORES EN EL ÁTICO
Vivian Maier murió el 21 de abril de 2009. En el momento de su muerte, solo había revelado un puñado de fotografías. Eran más de cien mil los negativos sin imprimir, prisioneros en un baúl, sellados con cerrojo y depositados en una barraca. Me recuerdan esas cápsulas del tiempo, ocultas bajo tierra, a la espera de quien las encuentre en el futuro, o lanzadas al espacio para dar cuenta de la existencia de la humanidad. Hoy, forman un catálogo inmenso, exhaustivo, bello, divertido, trágico. Revelan una época y una mirada sobre ella. Hoy, giran por el mundo y convocan miles de personas. Estuvieron en Buenos Aires desde el 1° de marzo hasta el 11 de junio. También estarán en: Roma, Los Ángeles, St. Louis, Hamilton. Las exhibiciones son un éxito en todas partes. Ahora bien, más allá de la calidad de las fotos, ¿nos atraen las imágenes o su rescate? Su rescate, es decir: el testimonio de una vida relegado al olvido y revelado – en un doble sentido, claro- por John Maloof, un joven que tuvo la suerte, la visión y la energía para dar a conocer una obra que le pareció interesante.
Tomamos fotos para no olvidar(nos). Registramos momentos, rostros, lugares, hechos. Pero una fotografía es un recorte, la imagen reproducida es esa que entró en la toma.
Con otro encuadre, el registro hubiera sido distinto. ¿Y el recuerdo? ¿No cambia también con el enfoque? Sin embargo, ni una foto ni la memoria son mundos cerrados. Con su sola existencia remiten a todo un universo que permanece fuera. En este sentido, las fotos y la memoria no son solo la prueba de un presente, sino también y, sobre todo, de una ausencia. Los márgenes de una fotografía delimitan un mundo que fue, un instante que pasó, pero no implican la representación de nada. Sólo presentan una minúscula parte del mundo. Así, dan cuenta de una falta.
En este número nos ocupa el olvido. ¿Cómo presentarlo en forma más elocuente que con cien mil negativos ocultos en un depósito durante décadas? Fotografías guardadas sin haber sido vistas siquiera por su autora. Hoy, la fuerza de la historia de Vivian Maier “pega” más que la calidad de las fotos. El establishment artístico, en gran parte, todavía no la acepta. Sin duda, es la restitución de su obra el primer paso para entrar en un mundo que, una vez abordado, revela la mirada y la sensibilidad de una artista.