Reflexiones acerca de la miseria: Sobre la juventud eterna
Por Víctor Dupont
JÓVENES DIVINOS
Una de las hijas de Zeus y Hera se llamó Hebe. Se la conoce en la mitología griega como la personificación de la juventud. Era hacendosa. Ayudaba a su madre a cargar caballos y a bañar a su hermano, Ares. Su habilidad divina de rejuvenecer la aplicaba, obviamente, con los ancianos, pero también podía envejecer a niños. Hasta su casamiento con Heracles, su función principal era evitar que los dioses tuvieran sed. Es decir, repartía Ambrosía, néctar predilecto en el Olimpo. Con esa bebida entre manos, fue retratada en diversas escultoras, sin olvidar su mirada alegre y su sonrisa. Emblema de lo que una mujer en edad de casarse debía representar: belleza, gracia, simplicidad. Hera plasmó un sueño que persiguió a (algunos) hombres y mujeres de todos los tiempos. La juventud eterna.
Otro dios griego del palo en ese sentido fue, cuándo no, Dionisos. Entusiasmo, éxtasis y lo que -según algunos mitógrafos- era crucial en su poder: locura. Claro, ser loco es mejor de inmortal que de humano y, sin duda, en la juventud. Dionisos ha sido representado en el arte como niño o joven, su cuerpo de expresión y constitución vigorosa. En este dios, los griegos vieron también ese sueño que persiguió a (algunos) hombres y mujeres de todos los tiempos. Pero ya en él existía la inteligencia de una inmortalidad que no se deterioraba, porque es posible preguntarse de qué serviría ser eternos si eternamente envejeciéramos.
MISERABLE ENVEJECIMIENTO
Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro… / y a veces lloro sin querer. Rubén Darío.
El tiempo baila con destreza y, a veces, con sigilo. De su coreografía tenemos las huellas inmediatas en nuestra cara. Las arrugas. Las arrugas trazan líneas, que son testimonio. Reconstruir ese dibujo es como morder la magdalena de Proust: nos lleva a series dispersas en nuestro cuerpo, a sombras de otros días en las manos, a destellos inesperados de canas en la cabeza.
Ante eso, aceptar las huellas o esconderlas. Miserablemente. Negar las arrugas. Burlarse del bailarín malvado. Hay muchas opciones a mano. Podemos empezar, si somos jóvenes, por despreciar a aquellos que nos muestran nuestro espejo futuro. Pertenecemos a una cultura que lo hace y lo ha normalizado. De la costumbre de encerrar a los viejos -vueltos improductivos-, se pasa a fabricar una escala, una tabla de valores donde lo viejo se reduce a lo feo, lo miserable, lo desechable. Como parte de ese plan, se lo separa del erotismo y el amor se declara patrimonio de la humanidad joven. Bueno, qué no lo sería a esta altura: mercado indumentario, cultural, turístico, gastronómico. Si somos jóvenes, tenemos montada la ilusión de un mundo a nuestra medida. Despreciar a los viejos está a la mano. Así podemos empezar para burlarnos del bailarín malvado.
La cosa sigue con nuestro cuerpo. Pasan los años y la geografía de la cara comienza a transmutarse. Y ahí vienen las cirugías. Suerte de acción quirúrgica “correctora”, vamos al cuchillo y “arreglamos” el asunto. ¿De qué? Obviamente, del paso del tiempo, de sus trazas, de su estilete. De aquello que tienen nuestras facciones para contarnos de nosotros mismos.
Sí, los griegos también asociaban juventud y belleza. Pero, así como en sus dioses había de esta sazón, también mostraban una idea de la vejez muy distinta. El viejo portaba un brillo, la memoria de un pasado. La memoria de lo que fue. Y ahí se ata el nudo despreciable, negar la evidencia del paso del tiempo tiene como contrapartida la adoración del presente. La demagogia de lo juvenil se extiende en todos los ámbitos, desde el marketing hasta los discursos y los coachings políticos.
Cuando cruzamos el umbral de la juventud, sin embargo, no sabemos qué hacer.
VIEJITA DEL PAISAJE
La Aurora una vez se enamoró.
Fue de un troyano. Y le pidió a Zeus la inmortalidad, quien se la concedió.
Aurora se olvidó de un detalle. No exigió juventud en su pedido. No reclamó lozanía en el conjuro.
Así, con sus colores a la deriva, el deterioro empezó a horadarla.
Aurora rifó el don de lo eterno. Dilapidó su inmortalidad con una vejez perpetua.
Ella, que tanto sabía amanecer, se eclipsó infinitamente en un atardecer blanco.
CUERPO CONSERVADO
Metrosexuales, mujeres sexies, “te ves re pendejo/a”. La caterva conocida. No hay que ser muy perspicaz para saber qué se busca con esos cuerpos: la conservación de la juventud. A ver: si el mercado amatorio y sexual se promueve desde el monopolio de lo joven, conservar la apariencia es permanecer “deseable”, “amable”, “atractivo”. La danza del tiempo se ve como amenaza letal. Y, contra esa avanzada, las ya mencionadas cirugías llegan en nuestro socorro. Una posible enumeración caótica no haría justicia a tantas opciones. Me viene a la memoria el caso del mediático Ricardo Fort, quien se sometió a 27 operaciones: la cara (prótesis en la pera, pómulos), el torso y llegó a un procedimiento en el cual se implantó tres centímetros de talones para ganar altura. Así, los últimos años de su vida los pasó en quirófanos como consecuencia de sus “arreglos”. A partir del 2010 empezaron los problemas. Una úlcera en el duodeno se le perforó y le produjo una peritonitis. En el 2013 -meses antes de morir- tuvo que ser internado y le implantaron 16 tornillos en la columna junto con dos varillas para apuntalarla. También, le pusieron anillos de metal a fin de separar sus vértebras y menguar el desgaste de sus discos. Por último, iba a ser intervenido por una fractura en el fémur. Murió víctima de una hemorragia digestiva.
Fort es un caso emblemático más sacrificado a ese ídolo miserable del cuerpo joven. Pero, ¿qué pasa cuando ese ídolo lo adoran -como lo hacen- los adolescentes?
Antes de la danza del tiempo.
Antes de las trazas de las arrugas.
El espejo de los medios se cuela en el baño y en el cuarto y empieza con sus reflejos.
“Sin panza”. “Flaquita”. “Carita divina”.
Hace buen tiempo que en Internet crecen blogs, foros donde adolescentes dan sugerencias para adelgazar y lograr:
Cuerpos con costillas sobresalidas.
Rostros achatados. Facciones cadavéricas.
Instrucciones sobre cómo vomitar.
Instrucciones sobre cómo atravesar el hambre sin dolor.
Estrategias de distracción ante familiares.
En las puertas de la juventud, el cuerpo se prepara, se moldea, se lacera; al cruzar, se conserva… ¿Se conserva? ¿Cómo se conservan las apariencias?
BAJA EN EL CIELO…
El eclipse de Aurora.
Cada vez que es la hora, la viejita inmortal sale a pintar los colores del alba.
Noche le pregunta, por qué.
Aurora: este lento envilecerse
esta manía de la transparencia
Noche: de vértigos no de verbos
CATECISMOS NUEVOS
Cuando Adán cometió el pecado, las cosas se pusieron espesas para Dios. Lo había hecho a imagen y semejanza al tarambana. Y este no tuvo mejor idea que desobedecer. Desobedeció, tiró todo a la basura; el paraíso, la vida edénica, el sol, la mansedumbre cósmica. Dios debió atravesar un problema difícil. Sin embargo, su decisión fue categórica y le dejó a Adán -la humanidad- su imagen sola sin sustancia divina.
Somos una apariencia, según este catecismo.
Un simulacro. Mientras que una copia guarda semejanza con el referente, un simulacro es una imagen sin semejanza con su modelo. Aunque, si nos corremos del pecado original, ¿no pasa algo parecido con los cuerpos de apariencia conservada?
¿Cómo conservar una apariencia sin convertirla en un simulacro?
Entregados a un nuevo catecismo, millones y millones de cuerpos se sacrifican por un ideal de juventud que, más allá de si conviene o no, conduce al fracaso. Inevitable. El danzarín del tiempo no deja de bailar. Y, a la larga, sus huellas nos delatan. El simulacro también tiene su potencia subversiva -¡cuánta fuerza hay en negar semejanzas con los modelos!-, pero, en estos casos, se montan existencias con simulacros débiles, fantasmas arrastrándose por conseguir la preciada e imposible similitud. Esta alucinación implica el paso del ideal al del ídolo (platonismo para todos). Ideas que sostienen desde el cuerpo simulado los otros “ídolos”, los mediáticos. El (auto) sometimiento puede ser extremo. Pero lo más extremo es que se haya hecho regla. Que estas construcciones condenadas al fracaso hayan triunfado. Y se sostengan, no sólo en los aparatos de comunicación, sino con el sacrificio de las carnes adolescentes, adultas y adultas mayores.
EL ÚLTIMO AMANTE
Para los que piensan o creen que el amor es patrimonio de la juventud, una historia:
La cosa empieza -si hay un sólo comienzo- con un pedido de autógrafo de él a ella. Él, Yann, un joven inquieto, escritor. Ella, una mujer titánica: célebre, alcohólica, genial. Marguerite Duras. Consumado el asunto, él se anima e intenta sacarle la dirección. Ella duda. Ella ya ha sido chantajeada en situaciones similares. Pero accede.
Andrea la admira: ha visto sus películas con devoción. Decide escribirle, año tras año, una carta. Todos los días. La respuesta no llega, un año tras otro año, un día tras otro día. Hasta que sí. Ella, la cineasta, la escritora le envía ni más ni menos que “El hombre sentado en el pasillo”. Pero algo pasa. Parece que él no le escribe.
MÁS TARDE: ELLA ESCRIBE
21 de noviembre, mediodía, calle Saint-Benoît.
Yann: ¿Qué dirías de tu misma?
Marguerite: Duras.
Yann: ¿Qué dirías de mí?
Mareguerite: Indescifrable.
EL ÚLTIMO AMANTE (II)
Poco tiempo después, él recibe “Navire Night” y “Les mains negatives”. Otra vez, la escritura de ella lo embota, y ya no le escribe. Hasta que ocurre un milagro. Ahora será Marguerite quien le mande un mensaje escueto donde le cuente que bebe “para olvidar lo insoportable”, que ha leído sus cartas y, en diminuta grafía, una serie de números. Él, entonces, la llama.
MÁS TARDE: ELLA ESCRIBE (II)
22 de noviembre, mediodía, calle Saint-Benoît.
Yann: ¿Tienes miedo a la muerte?
Marguerite: No sé. No sé responder. Desde que he llegado al mar ya no sé nada.
Yann: ¿Y conmigo?
Marguerite: Antes y ahora existe el amor entre tú y yo. La muerte y el amor. Será lo que tú quieras, lo que tú seas.
Yann: ¿Cómo te definirías?
Marguerite: No existo, como en este momento: no se qué escribir.
Yann: ¿Por encima de cualquier otro, tu libro predilecto?
Marguerite: La presa, la infancia.
EL ÚLTIMO AMANTE (III)
Se ven el 29 de julio de 1980. Él, sin guita, toma un colectivo a Trouville. Ella lo recibe y van a dar un paseo, cantan “Capri, c’est fini”, “Blue Moon” o “A la claire fontaine”. Se divierten. Dicen amarse para siempre. Él, Andrea, de veintiséis años. Ella, Marguerite, de sesenta y siete. Ella, envuelta en el alcohol; él, predispuesto a vivir a pleno su homosexualidad.
Marguerite lo educa. Le enseña a manejar, a beber, a ser su actor estrella. Lo convierte en el hombre atlántico, Yann Andréa Steiner, el hombre de los ojos azules, de pelo negro, el hombre del mal de la muerte, el “otro” amante. Y Nadie.
MÁS TARDE Y CERCA DEL FIN: ELLA ESCRIBE
Yann, tengo que pedirte perdón, perdón por todo.
26 de febrero
Te he conocido muy fuerte.
Voy a partir hacia otro grado.
Ninguna parte.
Fin.
A TODO O NADA
En sus últimos años, Marguerite Duras no se guardó nada. Amó a Yann hasta vaciarse. Con su cuerpo a la vuelta de toda una vida. Con su cuerpo a todo o nada. A contracorriente de lo previsible, a contracorriente de lo que una mujer de su “edad” debe hacer. A contrapelo de las ecuaciones de erotismo y juventud, en contra del estereotipo de que solo el hombre tiene derecho a amar a chicas en su vejez. Marguerite lo dio todo. Fue lo contrario de un amarrete emocional. Lo contrario de guardarse. Lo contrario de conservar intacta la forma del cuerpo.
Difícil de procesar algo así, ahora que está de moda ser “ecológico” con uno mismo. Ahora que imperan los gurúes y sus declamaciones sobre el desapego. La cantinela está a la orden: Cursos para armonizarnos. Regímenes de meditaciones, alimentaciones para una vida en los parámetros de la New Age. Hay que resguardarse y estar en paz con uno mismo, dicen. Técnicas respiratorias que van acompañadas de diversas bajadas de línea. Todas y cada una, sin embargo, esconden una avaricia emocional repulsiva. Sutilezas de una miseria que se disfraza de retórica mística. Piruetas de una sabiduría para las clases dominantes: tropas de ravíes por el mundo enseñan cómo inhalar por una fosa nasal, con el auspicio de multinacionales y corporaciones.
Marguerite no hizo cálculos. Ni fue “ecológica” con ella misma.
Lo dio todo a Yann y a su escritura, al mismo tiempo.
Junto con su último amante, el libro de él: Ese amor. Luego de la muerte de su Marguerite, Yann escribió casi pegado a la voz de su muerta: “Repetir lo que usted ha escrito, palabra por palabra, carta tras carta, no tener vergüenza de eso, de la copia íntegra. Y así la inteligencia será mayor, y así usted y yo estamos en este mundo: aún podemos amar”.
¿HACIA DÓNDE?
Hay coincidencias muy curiosas. Termino este texto el mismo día que el oficialismo logró aprobar la ley de la reforma previsional. Fuera del Congreso, la represión, las balas, el gas, los vallados. Se avaló un saqueo de cien mil millones a las jubilaciones. De pronto, revisar las páginas anteriores y algunos de sus textos me hace pensar otras cosas: “De la costumbre de encerrar a los viejos -vueltos improductivos-, se pasa a fabricar una escala, una tabla de valores donde lo viejo se reduce a lo feo, lo miserable, lo desechable.” Esa frase, que apuntaba a un razonamiento distinto, se ve iluminada ahora por otra luz. Christine Lagarde, Directora Gerenta del FMI, ha declarado que “los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global. Tenemos que hacer algo, ya”. ¿Hay una forma de vincular estas dos líneas?
¿Dónde empieza el desprecio?
Empiezo a creer que toda esa glorificación de lo juvenil esconde la necesidad de desechar lo improductivo. Los viejos, sucesivamente fuera del mercado laboral, sexual, fuera de los circuitos de consumo, se vuelven una carga. Una carga para las familias. Una carga para los sistemas de salud. Una carga para las administraciones “que no tienen dinero”.
Lo que orbita en la expresión lo viejo se materializa en estas decisiones políticas.
Ahí, los viejos son adulados por una demagogia sentimental de abuelos, a quienes se debe cuidar, mientras son escupidos como variable de ajuste y ahorro para la economía global.
UN ÁGUILA GUERRERA
Aurora: Envejecida en mi inmortalidad…
Noche: ¿De vértigos, de verbos?
Aurora: Quisiera ser como la canción, águila y guerrera.
Noche: Siempre con tus pretensiones. ¿Viste el baile de anoche?
Aurora: Me la perdí, en mi inmortalidad me las pierdo todas.
Noche: Así son los griegos.
Aurora: ¿Cómo son?
Noche: No sé. Pero te cuento: se ha visto anoche al danzarín en la tierra.
Aurora: ¿Se habrá ido cuando empecé a pintar el cielo?
Noche: Puede ser. Vieras cómo hacía bailar a todos.
Aurora: ¿Y bailaban los envejecidos, también?
Noche: Bailaban y cantaban, con sus arrugas, sus bastones. No extrañaban a Dionisos.
Aurora: Quién lo iba a decir.
Noche: Sí, entre balazos, no se puede decir mucho… Viste que bailaron entre balazos.
Aurora: Ya ni sé, cuando salgo yo, se vuelven todos.
Noche: Che, ¿en qué quedó tu amorío con el troyano?
Aurora: El troyano estiró la pata…
Noche: ¡No me digas!
Aurora: Sí, la verdad es que no recuerdo si lo jubilaron o si murió joven y bello.
Noche: Ah, claro, estos griegos… Capaz que lo jubilaron y anoche estaba en el baile.
Aurora: Uh… Capaz que lo alcanzó una bala.
Noche: ¡Nunca te enterás de nada!
Aurora: Ya te dije: cuando yo salgo, todos vuelven.
LINK DE REFERENCIA PARA LAS FOTOGRAFÍAS DE LA MARCHA: