Reflexiones acerca de la miseria: sobre putas de barrio

Por Néstor Grossi

 

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MANO A MANO, GUACHO

Ante todo, tengo muy muy claro el tema de la prostitución y la esclavitud en la Argentina de hoy y de siempre. No voy a hacer más declaraciones, porque esta es solo la historia de una persona que una vez fue mi amiga. Y de la noche en que ella me hizo Dios, que tuve una Claudia, una Dalma y una Yanina, nada más: goles con la mano ya tenía, y en contra también.

Como vivo en un país donde más de la mitad de los idiotas votó a un tarado, por las dudas, aclaro: No, este texto no avala la prostitución, pero si la legalización y el reconocimiento jurídico y social de un laburo que existe desde el comienzo de los tiempos.

—Desde ya, talibanes: “No a la trata», ¿lo tengo que aclarar?

COSA DE NEGROS

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Aunque había dejado las pastillas por segunda vez, en 2010, fumaba más marihuana que en los noventa y bebía tanto, que podía emborracharme hasta dos veces en un mismo día. Entonces, me resultaba normal pensar que una buena puta era la solución para mediar el problema entre mis huevos y mi cabeza. Sí, además ya no tenía ni tiempo ni paciencia y no creía en el amor, pero, por sobre todas las cosas, los números cerraban.

Hasta ese momento, en mi legajo prostibulario sólo figuraba la señora sin diente que me había desvirgado a mis dulces catorce.

Las revoluciones tienen un costo, por sexo o por amor, entre el hombre y la mujer siempre flota un enorme signo de «pesos».

Decisión tomada. No tenía más ganas de seguirle el juego a ninguna minita, ya me parecía estúpido todo el maldito ritual de apareamiento. Estúpido y demasiado caro. Entonces, la onda era lo de siempre: salir de “Dalton” medio puesto, fumar de camino a “Planta Alta” por Yerbal y llegar bien del culo a escuchar una banda, chamuyar con minitas sin la presión de tener que cogerlas, sin dejarme sacar tragos…

Una de esas noches, cuando el mundo terminaba en Flores, salí de “Planta Alta”, comí en la panchería de siempre, donde la birra es de litro y las chicas llevan rodete: necesitaba coger, pensé, pero quería fumarme uno antes, estaba demasiado ebrio y un par de secas vendrían bien para aclarar la mente. El porro me saca las ganas de coger, siempre. Funciono así. Ni en pedo encaraba una puta, ya no quería hablar con nadie, solo necesitaba volver a la paz de Mataderos con un trago para clavarme en casa y a la mierda. Conocía un kiosco que vendía latas a esa hora, y me quedaba a metros de la parada del 92. Fumé, mientras caminaba por Yerbal, un par de secas y encendí un pucho.

—¿Me convida uno, papi?—me dijo que había terminado su turno pero que, conmigo, podía hacer una excepción.

Que no podía ni hacerme una paja, le contesté y le pasé el atado de puchos con el encendedor.

—Voy al «Chino” por una birra ¿vamos?—  Tiré, de  puro borracho. Y ella dijo sí, que vivía en el hotel justo enfrente.

Era una negra caderona y con dos tetas enormes, usaba una musculosa y un mini short con cinturón de tres tachas, tenía el pelo corto y rubio. En la puerta del único súper abierto un sábado a las cero horas en Flores, todos me miraban. Y nos quedamos ahí, sentados en un umbral, a unos metros del Chino. Fumamos el medio faso y hablamos de todo, mientras bebíamos y nos metíamos puñados de papas pay en la boca. De fondo, sonaba esa salsa medio tecno desde el celular: la Negra era pura  buena onda. La invité a comer en “Dalton”,  el único lugar de Flores donde se puede fumar. Intercambiamos teléfonos; sí, laburaba a domicilio me contestó.

—Pero usté no se iba a ir así nomas, papi, usté ya me pagó.— Y me besó hasta que llegamos de nuevo al Chino y me metió en la pieza del hotel. Obvio, no pude. Lina me dijo que no importaba, y me abrazó. Me dormí entre los brazos de una puta que recién había conocido mientras, desde la calle, llegaba el ruido de la avenida, el murmullo de los ebrios en el súper. Cuando desperté al otro día, lo primero que hice fue encontrarme con los ojos de Lina entre mis piernas, que no bajaría la mirada hasta asegurarse de haber terminado su trabajo a la perfección.

 

NO ES TAN GRANDE EL INFIERNO

 

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Lina se movía en un mundo donde no dejaba que nadie la manejase, no le daba su dinero a ninguno. Por supuesto, que se pagaba por poder laburar, sobre todo, las extranjeras, pero ella no trabajaba para nadie, ni en ningún prostíbulo de la zona. Sólo le pagaba al poronga que hacía de intermediario con la comisaría.

—Está lleno de mierdas, la mayoría de las «casas» son lugares de gente mala ¿me entiendes, sí? yo evito todo eso, amor. Es cuestión de saber trabajar.

 

Para el ojo del ciudadano sin calle, para el imbécil que vive adentro de una pantalla, todos los puteríos son la misma cosa: lugares donde se mantiene a las chicas a base de golpes y dosis de cocaína intravenosa. Toda esa mierda se encuentra en los prostíbulos de provincia, en los departamentos privados del microcentro. La mayoría de esos lugares pertenecen a polis de altos rangos ya retirados, quienes se valen del engaño y del secuestro para llenar sus lugares.

Con Lina aprendí a caminar por sitios donde la prostitución no era marginal, donde había mujeres que les hacían creer a sus esposos que tenían laburos de oficina o de vendedoras o de promotoras o de dios sabe qué mierda, pero laburaban entre 7 u 8 horas cogiendo fuera de sus casas. Conocí chicas que trabajaban para no pedirles dinero a sus machos proveedores, para cubrir necesidades, para pagarse carreras o viajes. Uno siempre coge por algo, coger es morir o negociar.

 

UN DIOS MISERABLE

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Habíamos quedado  en un «quizás» casi improbable, iba a salir con unas amigas. así que me sorprendió el mensaje de texto:

—Si querés, pasate, vamos a estar a partir de las cinco. no creo que las chicas se queden hasta tarde—.

Joya, pensé: garchaba. Guardé el celular en el morral junto a todas las porquerías que me había comprado en el parque y le di un trago a mi heineken de medio, mientras el 92 doblaba por avenida directorio y yo me imaginaba enfiestado con lina y sus amigas.  No tenía que fumar ni una seca. Me bañé, me puse talco en los pies y mis Toppers blancas, una bermuda oliva nueva y el toque final: mi camisa narco, una angelo paolo que conservaba desde los noventa y la usaba sólo si estaba muy ebrio.

José León Suarez al 400, ahí era la onda, en pleno la paz, lejos del estúpido argento promedio, uno de los pocos lugares de este país donde aún existe el respeto y donde no me siento un criminal. Lo primero que hice al bajarme del 80 fue buscar un «Chino” y comparar una birra de medio y bien barata, forros de los texturados y un encendedor bic, porque los otros son una mierda. Hacía un calor insoportable, eran las seis y algo y el sol caía sobre los techos de un barrio que ya no era Buenos Aires. Sobre las veredas, los puestos comenzaban a levantar. El bar quedaba en el primer piso de una galería, me dijo Lina cuando la llamé desde el bondi.

Tenía razón, entré por lo que hoy llamamos una «saladita». Pregunté y llegué hasta unas escaleras que estaban a mitad de pasillo entre puestos de ropa. Subí. El lugar estaba lleno. Lina y las chicas, sentadas al fondo, contra la ventana que daba a León Suárez. Sonaba una cumbia norteña, me acerqué al mostrador, pedí que me enviasen dos heineken heladas y señalé las ventanas, donde una negra hermosa se había parado para saludarme.

No me acuerdo el nombre de la peruana, ni el de la argentina, solo recuerdo que bebimos hasta que se hizo de noche y a la argentina se le ocurrió ir a bailar. Las otras dos ni lo dudaron, yo no estaba para eso. Pero, con tal de terminar en pelotas con las tres, acepté como un idiota.

El boliche era lo más bizarro que había visto en mi vida, una especie de salón de fiestas maquillado como una nena. Tenía un escenario que parecía un balcón con un caño a un costado. También quedaba en un primer piso, a unos metros de la terminal de ómnibus. El de seguridad nos recibió como si  hubiéramos sido los dueños. Lina me dijo que ya habían venido antes. Era un boliche boliviano, no una bailanta, un lugar donde se juntaba la comunidad joven en el país.

Ocupamos una mesa cerca del escenario. Ya me había acostumbrado a las miradas del mundo cuando estaba con ella, así que no me importaba nada, pedimos heineken, algo para picar. Me dijeron que sí, que se podía fumar. Lina se colgó de mi cuello. Las chicas no paraban de hablar. Estaban todas hermosas, pensé. Había un presentador, tocaría una banda llegada desde Bolivia para festejar el primer aniversario de x y j. Lo celebraban ese día en ese lugar. El presentador pidió un aplauso. nosotros a los gritos, nos habíamos sentado demasiado cerca de la pista de baile. Para cuando llegaron las cervezas, las rabas y las fritas para diez, ya nos habíamos corrido a una mesa más alejada del quilombo, contra la pared. Por cinco consumiciones, nuestro bizarro presentador invitó a alguna belleza a mover el culo en el caño, sobre el escenario, donde había dos plomos arrastrándose y tirando cables. Se subió una bolivianita hermosa con vestido cortito  y empezó a hacerse la gata al ritmo de la música de «nueve semanas…». no había nada de sexy, era una pendeja  que jugaba ante sus amigos.

No sé que decían las chicas, yo tenía la boca llena de rabas. ellas reían.

—¿No te enojas, papi?— Lina se paró.

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—Cógetelos a todos—, le dije y brindé con ella. me besó y encaró el escenario. Cuando vieron una negra, los vagos estallaron. Lina se acercó al disc jockey y comenzó a sonar un reggaetón casi porno. Entonces, ella empezó a bailar, a mover esas terribles caderas dominicanas de un lado hacia el otro. No hacía piruetas ni nada, Lina sólo se sostenía del caño para agacharse, después seguía moviendo el culo sobre el escenario mientras los vagos empezaban a tirar billetes y ella se quitaba el corpiño con la musculosa puesta. Lo arrojó entre el público y la gente estalló, mientras le tiraban plata. Lina hacía señas de más y amenazaba con quedarse en tetas, mientras el disc jockey estiraba el tema y el presentador arengaba. Yo filmaba todo con un teléfono viejo de mierda. Los últimos 30 segundos del reggaetón, los bailó mostrando las tetas. Después, se bajó la musculosa, recogió los billetes con la ayuda de los plomos de la banda y, cuando bajó del escenario, me besó bien escandalosamente. Listo, era dios, y podía sentir las miradas de todo el lugar mientras volvíamos a sentarnos y a esperar mi coronación, a punto de llegar en manos del mozo del lugar. En vez de las tres consumiciones, nos dejaron un cajón de cerveza a nuestros pies, así, tal cual. No entendía por qué cada vez que queríamos una fría teníamos que cambiarla por una del cajón. No pregunté, la birra era gratis y con eso me sobraba; me quedé escuchando a las tres minitas hablar hasta que me llené la boca de comida. La banda salió a escena, las luces del lugar no se apagaron. Todo era muy bizarro. Varias veces se acercaba a nuestra mesa algún ebrio para tirar un piropo y seguir: los bolivianos siempre son respetuosos, hasta ebrios. El chabón que había capturado el corpiño de lina se acercó y pidió una foto, nos matábamos de risa. Y todos  quienes se acercaban me pedían permiso para hablarles a las chicas. Después me agradecían  y se disculpaban. Era temprano y yo estaba en pedo, tenía que ponerme media pila.

—Ya vengo—, les dije y me paré. Mientras me abría paso entre la gente, algunos me abrazaban al pasar, me felicitaban como si hubiese hecho un gol en una final de algo. Yo le pegué derecho hasta abajo, hasta donde estaba el tipo de la puerta. Lo charlé un toque y le pregunté dónde podía pegar un papel. Como a más de una raya larga o dos cortas no me animé nunca, le dejé la mitad de la falopa. Volví a la mesa duro a morir y ahí me quedé con mis amigas, echado como un dios, bebiendo la birra que bien Lina nos había regalado, mientras fumaba un philip atrás de otro.

Cuando todo el mundo ya andaba parado y daba vueltas por el lugar, la peruana y la argentina desaparecieron. Lina se quedo besándome, fumaba a medias conmigo, me llenaba el vaso.  Iban demasiado al baño, ¿estarían tomando? y los ebrios que aún llegaban a mi mesa a rendirme pleitesía.

Me vi de lejos. ahí estaba yo, recostado contra la pared con una negra adolescente entre mis brazos, una bermuda nueva y mi camisa narco. Rapado y con canas, era poli o un jodido de mierda. Era el único argentino del lugar. claro. Y con tres putas alrededor, el cuadro estaba pintado. Yo sólo quería llevarme a Lina de ahí y cogérmela de una vez. Tenía que comenzar a cerrar la noche para terminarla perfecta. Pero en el cajón, todavía quedaban 4 botellas y un saque en mi papel. Además, las chicas iban y venían todo el tiempo, bailaban. Lina se quedaba conmigo llenándome el vaso y contándome historias de cuando era pendeja en dominicana. La liberé de tener que soportar a un veterano amargado ex punk como yo, era fija que moría por ir a mover el culo con sus amigas.

Y, después, a garchar. —Te lo suplico—, le dije.

Saqué  un billete de cien, lo enrosqué y abrí el papel ahí nomas, me agaché y raquetazo hasta el final. De fondo, sonaba cumbia de los noventas, era la única señal de que todavía seguía en Buenos Aires. Liniers era el único lugar en el mundo donde no sentía deseos de matar. Y esa noche estaba como quería, pedí  otra heineken helada y entonces entendí que no era dios. Se me apareció la cara de Pablo Escobar para recordarme de qué lado estaba. Ante mi mesa se detuvo otro borracho zarpado en educación, yo me sentía un sorete porteño, pero era el dueño del lugar, al parecer. Yo le contestaba todo que sí, me había puesto el casete hasta que el tipo se sentó a mi lado y sacó la billetera. Me trataba con miedo y de usted ¿qué mierda quería?

—A una de las chicas—, me contestó—  la de pelo castaño.

—La argentina—, le contesté—hoy no están laburando, amigo, lo siento mucho.

—¿Cómo así?  las chicas me echaron del baño, usted me desprecia la plata…

Y soltó toda una historia  de que él era boliviano y yo argentino, y que estaba en mi país y bla bla. bla. Yo le hablé de Bolívar y de San Martín, de Chávez y de Néstor, de la patria grande. Pero el chabón solo quería entender por qué no iba a ponerla como el resto de sus amigos. La cosa era que las chicas estaban en el baño laburando, no le pregunté qué hacían ni en cuál de los dos baños. Sólo me disculpé, le llené un vaso y lo mandé a pasear.

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Al parecer, todas las imágenes que me habían caído entre los ojos eran por algo. Resultaba evidente que era el único que no entendía qué carajo pasaba.

Las chicas volvieron con unos vagos, dijeron que iban a bailar. Lina se me acercó.

No te enojes, papi, me besó esto es tuyo. dejó un fajo chico de billetes junto a mi vaso y se fue con sus amigas y los tres chabones hacia la pista. Sólo por ese segundo lamenté haber regalado la mitad de mi papel. No conté el billete, miré el cajón de birras, quedaban tres. Bajé a chamuyarme al tipo de seguridad: quería otro papel; y mientras el chabón llamaba al puntero, aproveché para fumar un pucho en la calle, para ver cómo Lina y las amigas bajaban por las escaleras con los vagos que habían conocido.

—Pensé que nos íbamos juntos— le dije y tiré el pucho.

—Es trabajo, papi.

Quedamos en vernos el martes, se subieron a un coche que apareció de la nada y me quedé mirando al de seguridad negar con la cabeza. Nada. Eran las cinco de la mañana y yo volvía a ser cenicienta. Estaba demasiado ebrio para seguir bebiendo; sólo necesitaba drogarme o comer algo antes de sentirme un verdadero tarado. Plata tenía. Después de todo era un cafishio barato, ¿no?

Me quedaba un porro, recordé. Lo encendí ahi nomas, en la puerta del boliche y me fui como si nada, como si hubiera llevado un phillip en la mano. Era increíble que me fuese sin coger, pensaba en eso y en una milanga completa en los puestos de comida barata sobre Rivadavia, cuando doble por Caruhé. No había un alma en la calle y me sentía un idiota marca cañón. me habían usado, el precio fue hermoso, pero yo volvía a mi casa en Mataderos con las pelotas cargadas y no era justo tener que acabar solo en el inodoro en una noche como esa.

 

Hacía calor. Llegué a Caruhé  y Falcón quemándome los dedos, apagué la tuca, encendí un pucho y me puse a mear contra un contenedor de basura. Los pájaros del amanecer cantaban como hijos de puta cuando, a lo lejos, vi la silueta de dos hermosas putas que se recortaban contra la noche de una historia perdida.

Demasiado grandotas,  pensé, a medida que las veía acercarse y me subía el cierre.

—Qué cochino, mi amor.

—¿Tomamos mucho negrito?—dijo la rubia que se parecía a Susana, sí, Giménez. La otra, la morocha que tenía el pelo tan planchado que no me dejo tocárselo, me aseguró que por 35 pesos me la chupaba ahí nomas, mejor que cualquier minita, que no iba a durarle ni dos minutos, y que me lo iba a acordar por siempre. Y tenía razón, me apoyó contra un coche y se agachó bajándome de una la bermuda nueva, sin sacarme el cinturón.

—Lo mío es gratis— dijo Susana y me besó mientras la morocha me la chupaba y la ciudad despertaba.

Cien metros después me reía solo. Estaba sentado en el peor lugar del planeta con una lata de medio y un sánguche de milanesa artificial; la avenida se llenaba de laburantes, era lunes ya. Le solté un billete de diez mangos al chabón que atendía y le pedí que me pusiera música en la máquina: los Redondos. Y, mientras «Motorpsico» sonaba de fondo, entre los motores de una Rivadavia que hacía de puente hacia el otro lado de la Argentina, comprendí que esa era mi última noche de putas en la ciudad y, que sí, que el mundo terminaba en Flores.

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