Reflexiones acerca de la miseria: Sobre el oportunista.
Por Luisa Luchetta
¿WISKY NACIONAL O IMPORTADO?
Mientras bebían un whisky lavado, en el cabarute del pueblo escucharon a un paisano de dos pueblos más al oeste. El hombre contaba -con lujo de detalles, que daban a la narración el ritmo especial de los nacidos en el interior profundo del país-, la suerte que había tenido un conocido de un conocido del amigo de un primo lejano. Uno que fue criado por una prostituta de un pueblo más lejano aun, quien había sido abandonado en la ruta por una mujer de quien decían fue la querida de un juez del país vecino.
En ese país (tierra de hombres y mujeres de carne dura como cuero de vaca vieja, cuya piel refleja el sol que baña las montañas), una revolución de las que no revolucionan nada ( salvo la quietud) amenazaba el descanso reparador de gobernantes, banqueros con peluquines, jueces de traje oscuro y moño, senadores eternos, arzobispos de enormes cruces de oro y anillos con piedras preciosas incrustadas y terratenientes embriagados por el aroma de perfume francés de sus esposas y amantes. Allí, unos muchachos, que solían juntarse a la tardecita para jugar un partido de fútbol en un potrero, se ilusionaron con salir de la miseria de sus días. Decidieron robar un banco.
En pocos meses idearon un plan. Consiguieron algunas armas de juguete robadas en la única juguetería del pueblo. Se disfrazaron con los uniformes del grupo rebelde, la Tropa Organizada Revolucionaria Pro Económica, la TORPE, y no solo asaltaron bancos y jugueterías, sino que asolaron al país. Por fin, hartos de su nueva vida de millonarios, se jubilaron. Parte de aquel equipo consiguió que sus hijos tuvieran título universitario -contadores, abogados- y que otros, por medio de casamientos, llegaran a codearse con la nobleza europea. Algunos se dedicaron a prestar dinero a interés desmedido.
Fue entonces que el grupito de jóvenes del cabaret, como quien no quiere la cosa, a modo de juego, se preguntó cómo podrían crear un plan tan perfecto como el escuchado en el relato: cómo salir de la miseria de trabajar por unos pocos pesos. Disfrutar el resto de sus vidas, solo vivir en el placer, igual a los ricos. Los varones ya se veían rodeados de lindas mujeres, un departamento en la ciudad, plata, mucha plata. Las chicas, en cambio, se imaginaban hermosas (con plata se hacen milagros) con anillos de oro verdadero, ropa, mucha ropa. Todos pensaban en un buen wisky importado.
La situación política era parecida a la del país más allá de la frontera. Ellos serían del GIL, Generales de Inteligencia Lenta. Los chicos asaltarían el banco. Poseían una escopeta con la que el padre de uno de ellos cazaba algún que otro chancho salvaje, unas boleadoras (para romper los vidrios) y una lata de pintura verde limón, que sobró de aquella vez, cuando pintaron el galpón. No eran militares, ni mucho menos generales, sólo uno consiguió unos borceguíes, los demás iban con las Pampero de lona.
En una fría noche primaveral, el banco brillaba como una estrella frente a la plaza del poblado. Todo olía a silencio. Uno tenía que hacer la pintada del GIL, mientras otros dos, armados con caños de hierro (¡cómo pesaban!), abrían las cajas. Las cajas de la liberación del yugo patronal, del trabajo diario, de los horarios, del tren repleto de sudor. El que hacía de campana los esperaba con el auto en marcha. Sonó la alarma. A esa hora ni el panadero ni el cabo de la comisaría estaban despiertos. Olieron el dinero, un bello perfume que jamás había entrado en sus sentidos, las miradas fueron sorprendidas por el brillo áureo de las joyas. Embriagados, sentían la sangre fluir por sus cuerpos. Olvidaron el tacho de pintura con la cual habían escrito en las paredes: VIVA EL GIL, que se volcó en el apuro y dejó huellas por todos lados.
Las chicas los esperaban en la terminal. El plan era que ellas se llevarían el botín y lo guardarían hasta que todo estuviera en calma: «un par de meses», calcularon.
La policía, el ejército, y el resto de las fuerzas de seguridad interna y externa los persiguieron. No había lugar donde esconderse, ni en el monte más cerrado estaban a salvo. Entonces, se separaron. Sin dinero, perseguidos, los muchachos asustados retornaron a las casas de sus padres. De a poco, los policías los fueron a buscar, para apresarlos. Los militares, para interrogarlos hasta el borde de la vida.
Las chicas, en cambio, guardaron el dinero debajo de la cama de su madre. De haber algún problema, ella se haría cargo del delito, sabían que jamás dejaría que sus delicadas hijas fueran a prisión.
Una noche, sonó el teléfono. El último prófugo quería su parte. Ellas le dijeron que habían tenido que coimear a un comisario, quien se había llevado casi todo. Mintieron. Como favor y por bondad, le iban a dar el botín restante.
Era de madrugada, su madre se despertó al escuchar ruido debajo de su cama. Una de sus hijas sostenía una pequeña y ajada valija. Simuló no notar nada y se hizo la dormida. Escuchó el timbre. Se levantó y vio a su hija entregar la valijita a una sombra. Lo que había adentro también una sombra del dinero total, una huella del robo.
Al tiempo, sin que se pueda establecer una conexión inmediata (los tenían cercados, quién sabe hasta qué punto este dinero recibido influyó), los diarios dieron cuenta de que las fuerzas de seguridad habían acabado con los insurrectos.
Y las chicas vivieron felices y, hasta que alcanzó, comieron perdices. Mientras tanto, el GIL, en cana.
LA OFICINA
– ¿Dónde están los documentos truchos de la mercadería? ¿Y el efectivo? ¿El itinerario de los transportes?
Juan Carlos escuchó a su jefe hablar a los gritos a su secretaria detrás de la puerta. Habían llamado para avisar que Alfredito estaba en el hospital, en terapia intensiva, muy grave. Era cuestión de días. Solo quedaba esperar que el cielo lo pasara a buscar. Su mujer y sus dos pequeños hijos no tenían dinero para los remedios ni para el gasto de transporte hacia el hospital. La mujer suplicaba por teléfono que le adelantaran el sueldo de su marido.
– Decile que solo le puedo pagar hasta el día que trabajó. Y que necesito me dé la valija de su marido, sin falta.
La valija era lo más importante, entonces. O, mejor dicho, su contenido.
¡Si la cana se llega a avivar! ¡Pero qué boludo! Ni sabe cruzar la calle, pensaba Juanca. Así lo llamaban. Este laburo está bueno, pagan bien. Aunque, si salta la perdiz, estoy frito.
– ¡Malporco, venga!
Juanca se levantó de su silla nervioso, algo transpirado, aromatizado con un dejo del almuerzo en el bodegón del boulevard.
– Sí, jefe, ¿qué pasa?
– ¿Usted es amigote de Alfredo Gladiattore?
– Sí, más o menos, almorzamos juntos, aunque nunca fui a su casa o a la cancha con él…
-Llame a su mujer, dígale que no joda, el marido laburaba en negro, nosotros no tenemos nada que ver. Unos pesos le puedo tirar, pero que ni piense en indemnización. Vaya al hospital y recupere la valija.
Juanca salió enseguida hacia el hospital. Odiaba esos lugares, no podía permitirse caer en un sitio como esos. En todo caso no entonces. Antes había decidido hacer plata, mucha, costara lo que costase.
El viento fresco de la calle se llevó los olores que se le pegaban en la oficina. Tenía que ir con calma, en la valija había cheques al portador y dinero por la venta de mercadería que no había pasado por los controles. Si la mina esta se avivaba, se quedaría con todo. Hasta podría pedir más guita.
Juanca salió del ascensor, el pasillo de mosaico de granito beige y paredes azulejadas le descubrió un grupo de personas llorosas en el fondo del mismo. «Que no se muera antes de que consiga la valija, si no el jefe me va a cagar a pedos» pensaba.
Abrazó a la esposa de Alfredito.
– ¿Pero qué pasó? ¿Cómo está?
-Lo atropellaron, cruzaba la avenida, un auto lo tiró y otro dobló en ese momento. Algo así, no sé bien, me contó un policía …
La esposa de Alfredito se largó a llorar, él la abrazó a modo de consuelo.
-El jefe está muy acongojado, casi le da un síncope cuando se enteró, quiso venir conmigo, pero no se sentía bien. Te mandó unos pesos para colaborar con este problema…
-Gracias, no se hubiera molestado…
Juanca sintió alivio, ella no pidió más plata. Él se había quedado con la mitad del dinero que el jefe había mandado. Lo suficiente para pagar la entrada al porno y comerse una pendeja.
Juanca iba a visitar a Alfredito dos veces a la semana. Siempre sacaba el tema de la valija, ¿quién la agarró?,¿la tiene la mujer? Soñaba con ser socio del jefe, dejar de ser empleado. Ya había logrado ascender al puesto de gerente Coimeador.
Alfredo estuvo más de seis meses en la terapia intensiva del hospital. Todos hablaron de un milagro. Un verdadero milagro solo atribuible a Dios. No podría haber sobrevivido únicamente por la atención médica -por cierto, escasa- ya que lo daban por muerto.
Al cabo de ese tiempo, sin estar ni ser, Alfredito pasó a terapia intermedia y pudo recibir visitas. La esposa desbordaba de alegría, aún no había llevado a los chicos por miedo a que Alfredo se emocionara demasiado.
Estaba sola, cuando Juanca llegó.
-¿Por qué no vas a tomar un café? Se te ve cansada. Tenés que aflojar un poco, che.
-No, gracias. Los médicos me pidieron que me quedara acá, en la sala de espera. Por las dudas. Ya debe estar por despertarse.
-Entonces, mejor que te vea con otra cara, andá, despejate un poco. Yo me quedo hasta que vuelvas.
-Sí, tenés razón, me voy a maquillar y tomar un té, así me ve linda. Gracias, sos un gran amigo. Me bancaste todo este tiempo.
-Nada de eso, yo los quiero a ustedes. Son la familia que me gustaría tener.
-Ya va a llegar la elegida, tené paciencia. Vuelvo enseguida.
Salió una enfermera, miró las sillas.
-No mire tanto que me deslumbra- dijo Juan Carlos con una sonrisa.
-¿Usted quién es?
-El mejor amigo de Alfredo Gladiattore. Su esposa se fue a descansar un rato, la pobre.
-Ah, bueno. El paciente se acaba de despertar, ¿quiere pasar?
Juanca vio el cuerpo consumido de su compañero de oficina, quien lo recibió lleno de emoción. Solo el brillo de los ojos claros daba cuenta de la vida empeñada en no claudicar.
-¡Pero cómo estás! ¡El susto que nos diste! ¿Cuándo vas a aprender a cruzar la calle, che? – dijo Juan Carlos Malporco, a modo de afectuoso saludo.
-Gracias. Todavía cableado. ¿Cómo andan el jefe y los chicos de la oficina?
-Los muchachos bien, siempre haciendo cagadas. Pero el jefe sigue muy preocupado…
-¿Por? Si tiene más guita que los ladrones… – Alfredito trató de sonreír.
-¿Cómo, por? La valija tuya no apareció. El jefe cree que la policía lo investiga. Aparte tenías mucha plata…
-Decime la verdad, ¿se la quedó tu jermu?
-¿Queeeeé…?
-¿Cómo pagaste los remedios, los médicos, el morfi y la escuela de tus hijos, durante todo este tiempo?
-¿Pero, qué decís?
-Es por el bien tuyo y el de tu familia. Si la cana se lleva al jefe, él ya dijo que te va a culpar a vos…
Comenzaron a sonar las alarmas, bip, bip, bip.
La enfermera empujó a Juan Carlos, quien salió corriendo del hospital.
-¿Dónde está Juan Carlos? – se peguntaba la esposa de Alfredito parada frente a la puerta del sector de Terapia del hospital.
Salvo los nombres y los aportes de la imaginación de la autora, los hechos aquí narrados son lo más fieles posibles a los ocurridos en la realidad.
NENE, CORTALA CON LA MANITO AHÍ
Nos convertimos, sin darnos cuenta, en piedras expuestas a los vientos y tormentas del devenir. En ese primer momento de conversión, comenzamos a desgastarnos, a morir sin pausa.
La miseria es no ser nosotros mismos. Nos enseñan a seguir los pasos de la manada. De ese modo, se puede ser un buen miserable, es decir, aquel que no se reconoce como tal.
Toda una vida en perseguir al anzuelo, cualquier acción es válida para alcanzarlo. La traición y otras miserias personales se disfrazan de pragmatismo, las relaciones entre las personas son distantes, globalizadas, virtuales, efímeras, superficiales, en busca del autoplacer. Onanismo a gran escala.
Algunos aún resistimos.