Reflexiones acerca la miseria: sobre  la muerte que ronda lo cotidiano.
Carlos Coll

EL ABANDONO

Caminar por Marrakesh resulta una aventura. Ciudad extraña, si las hay. Exótica, bella, desconcertante. Es la que le da el signo distintivo a Marruecos: color terracota, calor sofocante, el sol te perfora. La cabeza parece estallar. Ahora entiendo el porqué de las túnicas y los turbantes. Son herramientas protectoras. Andar sobre los camellos parsimoniosos tranquiliza apenas, es un modo de acunar el paso, mientras la cabeza se menea al compás.

Multitud

Y si de compás hablamos, mientras tu andar avanza, de pronto, un sonido antecede a las plegarias hacia La Meca. Las calles concurridas empujan por la feria repleta de sangre movediza. Ofrecen desde vasijas decoradas, fotos con serpientes tentadoras hasta esencias aromáticas y ropas polvorientas. En un momento es necesario huir del ataque de los comerciantes quienes, despiadados, te anestesian con sus ofertas hasta cubrirte con sus petates. Es difícil escapar.

Una vez a salvo, las calles se angostan. Mi tablet estalla en cada foto.

Súbitamente, la descubro y me detengo.

Ausencia

Está allí, en el cantero, en medio de la vereda, desde  donde emerge ese tronco raído de un árbol inexistente. Es una dentadura postiza que mordisquea rítmicamente el pasto reseco. Amarillenta, abandonada, muestra la ausencia de su antiguo dueño.

LOS RESPALDOS

La acción se despliega desde un abrir la puerta y ser recibido por ese olor a vacío, hasta meter las manos en la oscuridad de un ropero. Los colores varían de los pasteles opacos hasta el rojo y el azul de los respaldos, en las camas de la adolescencia. En un súbito sube y baja, las cortinas caen y levantan el polvo de los recuerdos. Es entonces cuando la ventana deja asomar algún tenue rayo de luz. Empezamos a ver. Somos los dos sin atrevernos a acomodar los restos en las cajas ordenadas sobre el piso vacío del comedor. Debemos despojar los restos sin vida de una casa.

Vacío

La mesa y las sillas ya no están. Han ocupado nuevos espacios recién nacidos. Lucen diferentes, ¿cómo decirlo?, renovadas, con otro olor, con otro aspecto, pero con la misma esencia.

Las camas fueron regaladas. Alguien les sacude las sombras y las acostumbra a nuevas siluetas.

Los colchones han sucumbido en algún basural.

Solo nos quedan los placares. Lo más difícil. Allí aparecerán los fantasmas.

Estamos solos los dos: ella y yo. El resto de parientes no vino. No se atreven a enfrentar la casa, a despojarla de los últimos vestigios de pasado. No importa. Las cajas se van llenando de soldaditos, proyectores de cine, películas gastadas, fotos, mechones de pelos envejecidos, dientes de leche pequeños, amor. Las levantamos con cuidado, para no contaminarlas. Se tienen que mantener intactas, no deben morir.

Sonreímos satisfechos cuando las dejamos en el baúl del auto. El resto, sobre el piso, acompaña al vacío. Terminamos. Ya nos podemos ir. Cierro la puerta. La casa ha desaparecido.

Dylan Thomas – Do not go gentle into that good night (en la voz del autor, sub. español)

LA ANSIEDAD

Corremos arrastrados por las urgencias ¿Urgencias de verdad? Me lo pregunto cada vez más a menudo. Responder un WhatsApp de inmediato. No sea que el otro piense que no lo/a tengo presente. Me angustio demasiado si no lo hago. Cumplir con la tarea de la semana, sea como sea. No dormiré hasta finalizar el deber. Y, cuando termine, sentiré un leve alivio, solo por haber cumplido. No importan el contenido ni la forma.

Es imperioso “hacer”, sí, hacer todo el tiempo. Si la máquina se para, se empastan los engranajes y dejan de funcionar. (Pero si  la máquina no para nunca, ¿no dejará de funcionar, de todos modos?). Correr en la cinta, pedalear desesperado. Apurarse en la ducha, llegar al banco. Comer. Descansar algo para poder seguir por la tarde. Todo tiene que estar en su lugar y en orden. Si las cosas las tenemos que hacer dos veces, se pierde tiempo y eso escasea, es lo que más escasea. El reloj se puso en marcha al nacer y debe funcionar ininterrumpidamente hasta el final. Hacer, hacer, eso es el secreto de la vida: accionar.

¿Es así?, ¿no será necesario bajar la velocidad de las agujas o, incluso, detenerlas algún instante para respirar, para observar, para disfrutar?

Pinté un cuadro grande. Lleno de pequeños cuadraditos de colores diferentes. Con espátula. Ninguno es del mismo color que el otro. Me obligué a dedicarle mucho tiempo, meses. Le puse un reloj que marca la hora en que nací. Se detuvo, originario y raigal, allí. Lo tengo colgado en el comedor. Me detengo mucho a observarlo. Siempre descubro una emoción diferente cuando lo miro.

"La paciencia", Carlos Coll
«La paciencia», Carlos Coll

 

ACOMPAÑAR AL VACÍO

Pobreza es aquel lugar donde uno debe sobre-intervenir cada vez, para poder resolver. Por una especie de ADN colectivo, herencia cultural o determinación familiar- social, se ha incorporado en nosotros algo que va contra nuestro propio deseo. La necesidad que “eso” tiene de chuparnos, de parasitarnos, es muy fuerte. Y, entonces, debemos trabajar y atender el doble o el triple para no caer en la trampa. Como el alcohólico, que no puede tomar medio vaso de vino, pues  sabe que aquello que para otros es un brindis, para él puede ser el final. En un punto, es como si fuésemos adictos a nuestro progreso.

Para sobre- intervenir, algunos tienen un álbum de fotos que restituye la vida a la medida de ciertas prioridades. Para mí, esa vara está en aquello que me enfrenta con la mortalidad. Estás corriendo como un pelotudo, vas al banco, cumplís con un montón de deberes, pero un día viste una dentadura postiza, a la que le faltaba toda a cabeza y todo el hombre tirado en la calle. Y entonces te reflejaste en el espejo, cara a cara con tu propia muerte. Pero un día entraste a la pieza de tus padres y te dijiste, ¿cómo es posible que yo también me vaya a morir y mis padres no estén ese día? ¿Estuvieron allí cuando naciste y  no van a estar cuando morís? La habitación estaba vacía, completamente vacía. Y el vacío tenía un rostro inconfundible.

Por eso, el álbum de fotos de la mortalidad se me impone en medio de la urgencia y me saca de mi propia miseria. Me restituye- o debería restituirme- a una cierta mesura entre el deber y la vida. Si la vida se vuelve todo deber es una especie de complacencia absoluta a la muerte.

Y esa dentadura me gritaba:

– “Guarda, yo fui uno de esos”.

Y esa habitación vacía también gritaba:

-“Guarda, que esto termina así”.

Siempre termina mal. El punto es cómo llegamos hasta ahí. Si vamos a ir con el deber o si vamos a tender al álbum de fotos a mano, como un Gps para esquivar las trampas de todas las miserias cotidianas.

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