Orfandad: preguntas sobre orígenes y ficciones.
Por Lourdes Landeira
El axis es una vértebra cervical, un tipo de ciervo, una ong, una banda metálica, un grupo de rock y alguna que otra cosa que por ahí da vueltas. Cuando la palabra se junta con “mundi”, cielo y tierra confluyen en un punto: el eje del mundo. Entonces, todo comienza a andar y a ser dicho. En uno o varios idiomas. Y, también, se inician los cuestionamientos. ¿Habrá habido una única lengua originaria, de la que derivaron las actuales? ¿O surgieron varias lenguas simultáneas, independientes unas de otras? Quizás lo ancestral sea diverso y debamos echar por tierra la máxima de que madre hay una sola. Tal vez nuestra historia salve al génesis de perecer en su propia orfandad de antecesores. ¿Cómo saber cuántos días más podemos sumar? ¿Cómo, cuántos menos? No hay centro de los tiempos. Sin embargo, sí hay versiones, teorías, creencias sobre las que asentar nuestras columnas e intentar responder. A pesar de nuestros dioses.
“Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres.
Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos éstos tienen un lenguaje: y han comenzado a obrar, y nada les retraerá ahora de lo que han pensando hacer. Ahora pues, descendamos, y confundamos allí sus lenguas, para que ninguno entienda el habla de su compañero” Génesis-Capítulo 11.
DE MADRES Y PADRES
¿Cuántos países hay en el mundo? Una primera impresión sugiere que la pregunta tiene una respuesta certera. Quizás no sabemos el número pero, si recurrimos a la web y a algún buscador amigo, lo vamos a encontrar rápidamente. Sin embargo, el interrogante tiene sus variaciones. Están los que ya no son, los que lo quieren ser, los reconocidos internacionalmente en forma total o parcial. Entonces, la cuestión se traslada a quién debe reconocerlos. ¿Son los padres quienes reconocen –o no- a sus hijos? Hecha la búsqueda, ahora lo sé: hoy Naciones Unidas tiene 193 estados miembro más 1 estado observador, el Vaticano. A partir de ahí, las aclaraciones. El caso, por ejemplo, de Taiwán -territorio no reconocido, reclamado por China- o del Sahara Occidental -cuya soberanía se disputan los marroquíes y la República Árabe Saharaui Democrática-. Por no hablar de Yugoeslavia, que fue Serbia y Montenegro unidos luego de haber sido reino, república democrática, república federal popular, república federal socialista y república federal a secas, antes de desintegrarse en Serbia y Montenegro separados. Todo eso sucedió entre 1929 y 2006. Un total de 77 años, un lapso apenas cercano al promedio de vida del occidental blanco. Solemos cobijarnos bajo la bandera del país donde que nacimos y nos ahijamos allí, como si fuera un lazo inmutable.
Pero, ¿qué tipo de padre es un país? Así, tan cortito y contundente, inequívoco. ¿Qué tipo de madre es una patria? Así, con su género en femenino, con su raíz tan patriarcal. El lenguaje, matria escurridiza, inventa nombres para hacer sonar lo impronunciable, la ausencia plena y comunitaria de nuestras vidas presentes. Existencias nacidas de la incierta combinación de deseos, mandatos, violencias, amores, que serán trascendidos por sus obras: las nuestras, en el mejor de los casos. Otras, en su mayoría. Vuelvo al origen y la respuesta a mi última pregunta deviene en nuevos interrogantes. Antes que nada, saber si ese padre está vivo o muerto, o muerto entre los vivos, o vivo a pesar –gracias- a sus muertos. Si un acta fundacional le dio fecha de nacimiento a través de la ficción de las naciones, otra puede firmar su partida de defunción. Ambos actos, metamorfosis que enlazan –necesariamente rimados- implantes y trasplantes. Luchas, negociaciones y algún tipo de poder ejercido por un tiempo más largo que corto, indeseado en general por los muchos, gozado en general por los pocos. Sin embargo, consideramos extraordinario que un país deje de existir: nuestras obras ficcionales están destinadas a trascendernos, a permanecer en el más allá de la única certeza inefable de nuestras vidas. Cuando sucede, quedan los huérfanos de su nacionalidad, desamparados sobre huellas de memorias, reescritores de un pasado que los situé en algún futuro.
DE DIOSES Y NIÑOS
“Si Dios ha muerto todo está permitido”, dijo Fiodor Dostoievski en 1886, a través de los personajes de Crimen y Castigo. “Si Dios no existe, entonces todo está prohibido”, retrucó el médico psicoanalista Jacques Lacan, largos años más tarde. ¿Se desliza la culpa a través de los siglos? ¿Es igual rendir cuentas ante un padre muerto que ante uno que nunca fue?
Quizás la inexistencia potencia el efecto del vacío.
Por supuesto, no olvido que, en 1884 nació Friedrich Nietzche y que su “hombre loco” habló:
“¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos. Pero, ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién no dio la esponja para borrar el horizonte? ¿No caemos hacia adelante, hacia atrás, en todas las direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío? ¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros le dimos muerte! ¡Cómo consolarnos nosotros, asesinos entre los asesinos! ¿Quién borrará esa mancha de sangre? ¿Qué agua servirá para purificarnos? La enormidad de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros?”
Deformaciones metafísicas mediante, nos hemos acostumbrado a que lo más cercano sea lo más arduo de ver. Quizás por eso los niños ven infinitas veces la misma película, se hacen leer el mismo cuento. Gozan del amparo de la repetición, de lo conocido, de lo esperado, sabemos el desenlace y lo volvemos a ver. Cada vez, como la primera y con la acumulación de las sucesivas. En esa infancia podría estar la génesis de nuestra necesidad de lo continuo y de nuestro estupor ante lo lo irruptivo: su Horror y su Belleza. Si bien personas de distintas generaciones y fronteras nos enteramos de la muerte de dios, poco se habla de la orfandad que, por definición, nos constituye. Antes de enterrarlo. se nos dijo que fuimos creados a imagen y semejanza de ese ser a quien no precede más que Nada. Ahí está, siempre lo supimos: somos huérfanos por creación e invertimos nuestras vidas en desterrar el abismo a través de entramados biológicos y culturales. Eso es lo Maravilloso, lo que nos sitúa en tiempo y espacio, esas categorías que, como dios, no existen del todo en lo real. Pero su relato nos humaniza. Y, entonces, más allá de las decisiones individuales, queremos ser familia con nuestros vivos y con nuestros muertos. Una y otra vez.
Si hasta el mismo dios se inventó su propia madre, ni él soportó la orfandad. Algún tiempo después de la expulsión del paraíso, decidió que la múltiple descendencia -pecaminosa por no haber respetado su prohibición original- no lo satisfacía como familia y quiso acceder a la propiedad de un hijo único. Claro, necesitó una mujer –recipiente sin pecado concebida- para el engendro. María, madre de dios, tuvo marido, quien solo alcanzó rango de santo. Padre ya había, uno, todopoderoso, varón primario ante el Horror y la Nada. El enigma se completa en la santísima trinidad –y a tener fe se ha dicho: padre, hijo y espíritu santo- machitos todos sus integrantes. María, por supuesto, quedó afuera: mujer tenía que ser.
DE CIENCIAS Y SIN SABERES
El 25 de noviembre de 1915 el físico Albert Einstein, ante la academia de Ciencias Prusianas presentó la teoría de la relatividad general. En términos neófitos, sería: localizar un cuerpo en tiempo y espacio depende de la posición del observador. Así, esas categorías –tiempo y espacio- dejan de ser constantes y se convierten en una conjunción dependiente, a su vez, de la velocidad. Y, si de velocidades hablamos, hay una que sí es invariable, la de la luz. Einstein ganó el Premio Nobel por sus aportes a la física teórica, pero no específicamente por la relatividad. Sin embargo, de allí viene su fama, de la popular teoría que da nacimiento al estudio del origen y evolución del universo.
Este número anartista ronda la orfandad, la misma que se ha colado a través de distintas entregas, de múltiples tópicos. Así, hemos conversado con el premiado físico argentino, Carlos Lousto, quien nos reveló recientes descubrimientos teóricos sobre las ondas magnéticas, otro modo de leer el universo -dijo- en tanto aportan un nuevo sentido al conocimiento. Lo que antes solo se podía “ver”, ahora se podría “escuchar”. Sería posible, nos dijimos en aquel entonces, escuchar el llanto originario del Big Bang. Otra argentina, Cora Dvorkin, cosmóloga ella, fue premiada este año por contribuir con sus estudios a “la comprensión del origen de todo”. Su investigación se enfoca en el instante que, hace casi catorce mil millones de años, nos parió. Justo allí, dice, están las huellas de lo más profundo, del 5 % de la materia que nos compone y del 95% de la materia oscura que desconocemos. “Con ecuaciones podemos tratar de entender lo que sucedió una pequeña fracción de segundo después. Ahora bien, si quisiéramos preguntar qué ocurrió antes, ahí ya no podríamos aplicar el método científico”, declaró para un periódico porteño. La ciencia nos deja huérfanos otra vez, incapaces de acceder a la Nada del universo. Sin embargo, no está todo dicho.Otra publicación, extranjera en este caso, cuenta de unos supuestos agujeros negros que “borran el pasado para formar un número infinito de futuros posibles”. ¿Vendrá la muerte del determinismo científico? ¿Dónde nos encontrará?
DE DESPUESES
“Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire, y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar.” La cita es de la novela de Margaret Atwood, “El cuento de la criada”, recientemente popularizada en formato de serie.
Quizás haya otra forma de leer el mismo cuento. De animarnos a la transformación. De no esperar resucitar de entre los muertos para seguir siendo los mismos. De aceptar que seremos otra cosa. Ya no será posible ser Nada, ese vacío se perdió desde el mismo momento en que fuimos algo. Si no es posible sumergirse dos veces en el mismo río, ningún universo es igual luego de que cada quien lo ha habitado. En consecuencia, en el más acá del más allá, creo, también podemos diversificar los caminos y movernos entre fronteras, familias, cuerpo, sin que cada nueva localización implique un injerto difícil de suturar. Mientras no haya nacido el último que apagará la luz, no estará dicha la última palabra.
¿Será posible correr el eje, imaginar nuevos axis mundis?