Claroscuros: Sobre la película de Quentin Tarantino “Había una vez en Hollywood”.
Por Pablo Arahuete
ABRA CADABRA, PATA DE UCRONÍA
Y hubo un día en que la elipsis cortó la inocencia y, entonces, esa claridad comenzó a mostrarse opaca. Había un cine y un barrio llamado Belgrano que con el correr de los almanaques y de esas ucronías se convertía en tantas cosas. Y en el sepia de una foto que destiñe, el cine seguía y se alejaba como esa cámara que surge en el intervalo entre el primer plano y el del fondo. Y hubo un día en que unos niños veían en la televisión tiempos violentos y gente que mataba a otros. La imagen venía con cierta estética y algo de desparpajo, sin despeinarse y en un ambiente demasiado perfecto. Pero, cuando esos niños crecieron y dejaron de serlo, ya ese encuadre de televisión comenzaba a ser un espejo deformante. Incluso, a pesar de las cabelleras sin despeinarse y de la elipsis entre cuadros. La idea siempre termina por ser un relato dentro de otro, una solapada tergiversación para dar luz ante la oscuridad. O, al menos, hacer un foco en un detalle que complete. Ahí la palabra mágica y salvadora: ucronía.
LA DOBLE VIDA DEL ESPEJO
Ucronía es el elemento que eligió muchas veces la literatura para llevar al extremo ideas bajo el pretexto de “¿qué hubiese pasado si…?” y, desde ese juego, proponer historias de verosimilitud suficiente. “Había una vez en Hollywood” no es solamente la novena película de Tarantino -director amado y odiado por cuanto cinéfilo exista en el planeta- sino que también se trata de una declaración manifiesta y melancólica de amor por el cine. El cine, como esa fábrica de sueños en la que se juega con juguetes rotos. Esos juguetes rotos no son otros que los actores. Por eso, no podía dejar de aparecer el duplicado espejo entre un actor y su doble de riesgo, en un derrotero yuxtapuesto a un contexto histórico, donde la elipsis del comienzo de esta nota es el cuchillo que desgarra el pasado y el presente, el cuerpo bañado en sangre y el de utilería. Todo sucede, así, doblemente, en un decorado en plena sintonía con un dato histórico y personajes de lo real: el clan Manson y la joven actriz en ascenso, Sharon Tate, casada con el polaco Roman Polanski y con un embarazo de ocho meses.
LOBOS DE SANGRE
Y hubo una noche de agosto de 1969, entre el glamour de ese Hollywood de casas lujosas y vecinos famosos, en que un grupo de miembros de “La familia” tuvo su momento de “justicia poética”, ante la impostura y la petulancia, con el brutal asesinato de la niña Sharon, inocente, junto a otras víctimas.
Para ese collage, nada mejor que el escenario simbólico -y a la vez reflejo distorsionado- de un país llamado Hollywood. Fines de los 60 y la incipiente elipsis a la industria cinematográfica y a ese sistema de actores descartables. Porque nada dura para siempre, aunque la realidad y la ficción jueguen a los dados y el azar espere, como ese lobo que acecha con el colmillo escondido entre la saliva y la lengua. La industria también era un lobo allá por principio de los setenta. Andaba ávida de sangre nueva, de nuevos juguetes para esos chicos aburridos que antes gozaban de la tele y entones querían sangre y no representación de sangre. El actor y su ocaso son el mayor reflejo de la decadencia. Y, por eso, el nostálgico Quentin toma a Leonardo Di Caprio y a Brad Pitt para que la máscara del actor que actúa se rompa y aparezca el actor a secas. El personaje del recio- del cowboy caza recompensas- irónicamente, sale a cazar un papel que lo catapulte antes de la hora señalada. Pero la selva sólo conoce de presas dóciles, obedientes, una vez que quien manda es el que maneja cada decorado.
Di Caprio supo ser un Lobo en Wall Street o un Gran Gastby de total elegancia y glamour, sin embargo, en Hollywood, es uno más en la nómina. Y su doble de riesgo ya es prescindible, porque no hay aventura detrás de un escritorio o de una hoja con diálogo altisonante. Así las cosas, cualquier paseo por Hollywood o por los decorados de un rancho- que otrora fuese el oeste en la tele- es ideal para que persista la incertidumbre y nuevamente la ucronía lance su dado letal. De ese modo, los niños ya creciditos se transformarán en siniestros adultos a plena luz del día. Todo para que, a la hora señalada, no se escuche el chillón movimiento de un trailer desvencijado.
HAPPY END
Si de claroscuro se trata, la sala de cine es el tribunal donde se juzga la emoción y se juzga la elección de los buenos y los malos. Eso, para que la justicia poética detenga el corte y la elipsis llegue, en cámara lenta o en un flash back. Y así, anticipe la caída de cualquier ídolo vacío o falso profeta, que reclutaba jóvenes e inocentes espectadores de televisión, que aprendían a matar sin despeinarse y con una sonrisa cristalizada. Lo hacían en un poster, a la entrada de un cine, para festejar los claroscuros y las travesuras de las ucronías, sin otro pretexto que el de entretenerse.
Había una vez un cine en un barrio muy conocido por mí, Belgrano. Allí llegué, ya no como niño, pero con la misma mirada, atravesado por clarososcuros, ascensores que no suben ni bajan, seguridades inseguras y por esa fatiga de una tarde agitada que, en el amanecer, ya pareció aventura. Las ruedas en el empedrado suenan como cabalgata en trote aunque sin polvo ni caballos al lado. La ucronía contará otra historia y, seguramente, nadie la desmienta. Esta que es la mía tiene final feliz. Y hubo una vez un cine del barrio de Belgrano donde desde hace mucho se exhiben películas de Hollywood, se celebran ucronías con aroma a pochoclo y chatarra. Allí, cuando se apagaron las luces y, en la misma sala donde una vez quedé deslumbrado por el Carpe Diem de una Sociedad de los Poetas Muertos o, elipsis mediante, por la introducción de una de las películas de la saga de StarWars (“en una galaxia muy muy muy lejana…”)- yo volví, como aquel día, al ver el nombre de Quentin Tarantino. Luego del cine y de esa elipsis que llamamos vida, empezó una nueva historia que hablaba de Hollywood, del cine, de las cosas que se desechan en un barrio, al que voy con la misma mirada.