Claroscuros: sobre las drogas y la generacion X

Por Néstor Grossi

SIN VEREDAS

No hay peor huérfano que quien decide serlo, créanme, la calle está llena de ellos. Buenos Aires acuna el dolor de la muerte y el escape, el instante único de matar a los padres cuando es hora de saltar por la ventana y dejarlo todo atrás.

La orfandad es el punto más alto de la soledad absoluta, un estado de carencia extrema, es levantarte en medio de la noche y gritar el nombre de tus muertos. Y, en un segundo de silencio, sentir las manos de tu padre, el olor de una madre que baila siempre con la muerte.

ENTRE CIEGOS Y SORDOS

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Como la Rubia ya estaba bajo el ojo del nuevo novio, me tiró un «quizás” por la cabeza. El Yoni, junto a una esposa que lo odiaba, andaba con un crío de un año y otro por venir. Al Cuervo le había perdido el rastro. El Chelo, cabreadísimo, porque fui el borracho que arruinó su fiesta de casamiento: después de aquella noche, a Loli, al Bicho y al otro Negro no volví a verlos más: algo se había roto en nuestra esquina.

Y bue, ninguno iba estar en mi primer recital, sólo el Innombrable, pero daba igual porque ensayábamos en el sótano de su casa, en su sala.

Aunque no me sentía orgulloso de la banda  ni me gustaba tocar con ellos, «la 69 Rokanrolla Band» debutaba en un festival, y los pibes no estaban.

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Pero ese no era el único asunto que arruinaba la noche que había soñado toda mi vida: yo no podía estar ahí, ni en una fiesta, ni beber alcohol ni consumir. Cumplía una «Probation», que se terminaba y que había modificado mis hábitos de consumo y toda mi puta vida. A pesar de no estar encerrado, la supuesta libertad no era para tanto. Solo tenía que asomar la nariz en una comisaría por cualquier motivo y quedaría detenido hasta que el juzgado fuera notificado. Si eso sucedía, todo el esfuerzo que soportaba desde noviembre del `94 habría sido al recontra pedo. Durante todo aquel año y medio, dejé de ir al Parque, al kiosko y a la esquina. Solo salía con mi novia y conseguía porro porque la Rubia me lo traía a mi casa.

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Me había perdido de todos, sólo contaba los días hasta que terminara la Probation o hasta que saliera y el juicio y todo se fuera al carajo de una maldita vez. Trabajaba, estudiaba, solo me ponía en pedo en mi casa o en la casa del Innombrable. En la calle, ya no fumaba marihuana, ni andaba con drogas encima. Una vida de mierda y paranoica. Si fumaba en los ensayos, era porque alguien siempre llevaba. En cuanto a beber, bebía como un “normal”.

Toda mi vida adictiva había cambiado. Eso  me llevó hacia una puerta que no volvería a cerrar jamás. Alejarme de la marihuana me acercó a las drogas legales: el Alplax y el alcohol comenzaron a mezclarse.

Entonces, apareció la zona oscura: tomar el poder de una soledad que nada tiene que ver con los estereotipos filosóficos de un puñado de putos intelectuales. La verdadera soledad es clavarte puñal por no por matarlos, sino por aprender a moverse entre los claroscuros de una noche tan vacía como eterna.

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A LA MIERDA CON EL SHOW

Nos sentamos en la mesa más cercana a la barra.

No había escenario. La batería estaba sobre una tarima de madera sostenida por cajones de cerveza. El resto de los equipos, en el suelo. Íbamos a estar cara a cara con la gente: la única banda rockera en un recital punk y hardcore. El lugar era una caserón de las épocas de los conventillos, las bandas tocábamos ahí afuera, en un patio lleno de mesas, a un costado y, vacío, de frente a los parlantes donde iban los parados con sus vasos en las manos. Parecía una unidad básica, pero era un local de la izquierda, en San Martín. Un festival contra la represión policial y por la libertad de un tal Panario. Nosotros tocábamos anteúltimos. Y no por buenos o por llevar gente. En verdad, cerraba una banda heavy. Y, como éramos los blandos de la noche, iba a ser lo mejor.

El plan que trazamos fue el siguiente: sacar el puto cover de Kiss que el bajista nos obligaba a tocar y mi balada «gay». Era eso o salir de San Martín con el culo en flor. Cuando pedimos la tercera cerveza, aparecieron el Innombrable, su novia y Fabián. Más tarde, un par de amigos del bajista para cerrar el círculo de nuestra gente: siete personas, mi novia incluida, eso fue todo.

De fondo, sonaba la primera banda hardcore de la noche. Nuestra mesa estaba llena de botellas y ceniceros repletos. Las chicas hablaban entre ellas, los otros idiotas reían y conversaban y, a mí, me importaba una mierda no escuchar un carajo. Quería estar solo. Fumarme un caño. Quería disfrutar mi debut como esa noche lo merecía. Estaba a un rato de colgarme la Strato por primera vez en público y no sentía nada mío.

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Entonces, llegó el momento más temido en toda mi puta vida: «terminan estos pibes y van ustedes», dijo el organizador. Pedimos más cerveza.

Basta para mí, basta para todos, le canté a mi cabeza. Ya no soportaba a nadie más.

—Vuelvo en cinco largos, cuidame la viola, —dije al oído de Sabi. Me paré, maté el trago y encaré hacia la calle.

Afuera, estaban todos con botellas de birra o plástico cortadas, olía a marihuana. Por primera vez en un año y medio, iba a fumarme un churro al aire libre. No tenía opción. Un par de secas y al carajo, pensé recontra cagado. Cinco minutos de paranoia total y todo terminaría, podía quedarme cerca de la puerta: si veía la lancha, me lo tragaba y volvía a entrar.

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Esa mierda no era vida, debería haber estado aterrorizado por la posibilidad de pifiar al tocar, porque se me cortara una cuerda, por perderme en medio del sonido o porque el estúpido de Leo llevara el tiempo. Gatillé dos veces el encendedor. Me lo fumé casi entero y entré cuando escuché a los que estaban sobre el escenario anunciar su último tema.

Había llegado el momento.

Cuándo enchufé la viola al Marshall, me desconecté de la realidad. Encendí un pucho sin mirar a nadie y, desde atrás, el batero gritó el «dos, tres ,va». Y largamos la intro. De la media hora que tenía cada banda, los primeros quince minutos tocamos con el lugar lleno. Después, empezaron a verse más espacios libres en la zona de pogo. Afuera, la batalla entre las tribus había comenzado.

Tocamos diez canciones, una tras otra. Esos treinta minutos fueron los únicos en un año y medio que pude disfrutar. Pero no era ni libre ni feliz, y no volvería a serlo jamás. Al menos no, hasta entender que la luz y la oscuridad solo están ahí para cegarnos.

EL MEDIO DE LA CALLE

Hubiese querido estar en medio del show, levantar la cabeza y ver las caras de mis amigos, de los que me habían soportado desde que no podia encajar dos acordes bien, con los que habiamos estado en los Redondos y seguíamos a la Renga desde el Galpón. Hubiera querido no tener ese grillete mental que me unía desde San Martin a Tribunales.
No sabía si era por lo de los pibes, o por mi falsa libertad, pero la noche brillaba incompleta, casi vacía como aquel primer polvo a los catorce en el prostíbulo de Rincón. Había cumplido, nada más, la confirmación que ya podía mandar a la mierda a todos y formar mi banda, con mi gente, y no con dos tarados.
A fines de ese mismo año, volví a formar otra banda, una de blues y rocanroll, con amigos. Sin quererlo, terminé formando parte de la era del rock barrial… los pibes, tampoco estuvieron.
No recuerdo si Borges o Sartre, vale verga, pero alguno de los dos cabrones tuvo razón cuando aseveró que cada culiado que moría se llevaba un pedazo de nuestra historia…nunca toqué en vivo, porque sin ellos, no hay yo.
Nada sera completo jamas, moriremos con el culo pidiendo en un mundo bisexual; porque no hay grises, ni negros ni blancos hijos de puta: todos somos mestizos cuando abrimos esa puerta que nos lleva entre la luz y lo negro de una ciudad lista, siempre, a devorarnos.

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