La lucha: sobre el encuentro con el artista plástico Luis Felipe Noé
Por Ana Blayer
DEAMBULAR LA VISTA
Llegar a un espacio donde la vista comienza a deambular de obra en obra es algo así como cuando el colibrí liba el néctar de flor en flor.
Desbordada por los colores, las formas y los estilos, mi cámara se detiene milésimas de segundo para hacer una toma, otra y más y otra más. Por su parte, es Noé quien desde niño se detenía minutos, muchos minutos, para observar una imagen, mientras paladeaba lo que yo llamaría “un placer sin tiempo. El arte necesita de eso, “tiempo”, para ahondar en el detalle, para crear las instalaciones que tanto le agradan a Noé.
SINFONÍA DEL CLICK
A las quince, ingresamos a la casa. Por una escalera, accedimos a la planta alta. Sobre la pared, cuadros y diversos adornos nos invitaron a entrar en el mundo artístico de Noé. Cálidamente, nos saludó a cada uno de los “Anartistas” y, en unos instantes, nos fuimos ubicando en torno a una mesa oval. Las obras a nuestro alrededor y otras piezas de arte dispuestas sobre un mueble nos dieron cobijo en la sala.
Algo más de una hora se extendió la nota. La tejimos con la musicalidad de los clicks de un par de cámaras donde, con Diego Grispo, registramos ese agradable jueves de noviembre.
ME RÍO DE MI FALTA
Respetuoso del arte ajeno y extremadamente riguroso de su léxico, Noé nos reveló, entre otras cosas, la igualdad que existe entre lo cóncavo y lo convexo. Para él, una situación que se debe definir por la posición del espectador no puede ser el criterio para asignar una cualidad. Cultor del caos, sabe que todas las formas provienen de un mismo vientre: ese magma vital de donde todo nace.
Cerca del final de la entrevista, le pedimos ver su atelier. Consintió y, entonces, dejamos atrás la sala para bajar por una escalera de mármol y luego por una de metal hasta la planta baja, antesala de su amplio taller impregnado de arte.
Luego de deambular entre sus comentarios, fuimos sorprendidos con la instalación de los espejos, armada como una pequeña cabina renacentista. Noé prendió una luz en su interior y, uno a uno, pasamos a ese espacio. Nos reíamos por no ver nuestras cabezas en uno de los laterales, mientras que en el otro faltaban nuestros cuerpos.
Atraídos por el espíritu “noeliano”, es decir, el de un investigador que va al hueso para hacer arte, transcurrimos cómodos, allí donde la “quietud” entre la imagen y la palabra no nos dio descanso.
*
Al llegar a casa subí en la computadora las fotografías que había tomado. Al pasar de una a otra, me detuve unos instantes a mirar una de sus obras donde abundaba mucho colorido. Por sorpresa, advertí que, sobre esa tela, había un hombre montado a caballo.
Me dejé llevar con la mirada sobre ese cuadro. Presumo que es una de las tantas obras por las que Noé se autodefinió como un “maximalista”, eso que tan maravillosamente internalizó e hizo carne en su espíritu de artista. Es ese mismo hombre quien, montado a caballo, se dio a la lucha: a una lucha cotidiana que enfrentó y desafió a la quietud.
Una vez más yo también di a la pelea. Sucedió cuando mi ojo, junto al objetivo de mi cámara, encontró un instante preciso para cerrar esa toma con un acabado click.