El cuidado del otro: Sobre “Teoría general del olvido” ,de José Eduardo Agualusa

Por Nicolás Estanislao

 ENTRE LA DENSIDAD DE LA LUZ Cartas entre luces

“Escribo tanteando las letras. Experiencia curiosa, pues no puedo leer lo que escribí, por lo tanto no escribo para mi” (*)

¿Sabés?

Estaba en la playa, en un febrero apacible, con esa lectura que atrapa pero requiere silencio, un poco de viento en la cara y mucha concentración. El sol pegaba de lleno, luego de una furiosa noche de tormenta. Me calcé los anteojos de sol y, entre finos grises, me fui con mi silla compañera, bien a la orilla, cada vez más lejos del bullicio urbano que bajaba de una la playa no colmada. El mar se acercaba suave, y acariciaba los tobillos desde una inmensidad dormida.

Leí de un tirón. Leí abstraído del mundo que me rodeaba. Leí un tanto de reojo, también.  De cabeza, me sumergí  en la historia de Ludovica, una mujer que vive durante 30 años, puertas adentro, donde la revolución e independencia avanzaban: Angola.  Al no regresar su hermana y su pareja de una fiesta, Ludovica se amuralla en el interior de su propio departamento. Y, ahí, entre la densidad de la luz y la espesura de la sombra, sucede un asunto de correspondencias:

LA CARTA OLVIDADA

 En la página 91, de “Teoría general del olvido”  encuentro “La carta”.  Comienza 

“… hace dos años descubrí una verdad terrible…”. Es un momento distinto al resto de la novela.  Acostumbrado a las letras de imprenta, la manuscrita de los años 50 se me vuelve ilegible. La carta aparece como una escritura impar, porque la primera persona así lo reclama.

Pero volvamos a mi paisaje, ¿te acordás? Estaba en la orilla, entregado a los excesos de sol, de luz, de lectura, esa misma luz que atraviesa a Ludovica de manera singular. El  cansancio y viento que arde arena en mis ojos, sumados a mi eterna irregularidad visual, hicieron que postergara “la carta”, hasta tener puestos los lentes de contacto y así poder cambiar la textura visible de lo real. Y, de ese modo, también lograr que los colores y los tonos se configurasen en sus formas.

 Resulta, pues, que jamás regresé. Terminé el libro de un tirón sin terminarlo, porque no había leído “la carta”.  A los días de haberlo dejado en reposo, entre otro sol de otro único atardecer, lo reencontré y volví a hojearlo, como quien busca sin encontrar. Y allí estaba. Emocionado por el recuerdo de no haber leído “la carta” y por esa familiaridad que establecemos con un texto durante el tiempo de su lectura,  me alegró saber que aún me restaba un trecho dentro del mundo “Teoría general del olvido”. Como un niño ante la noticia de otro postre,  hallé en esa única página un compendio de historia, en las orillas de una Angola herida de muerte: “No fue para esto que hicimos la Independencia. No para que los angoleños se mataran unos a otros como perros rabiosos…”

 Ambigua angustia de esta carta, que detiene pero también repara. Me encontré perdido. Como en una deuda con la historia. Mientras cerraba el libro, bajé la mirada cargada de olvido: “Los errores nos corrigen”, leí. Entonces, la carta, que en un principio olía a pasado, se llenó de futuro. Practicar el olvido me sanó de los excesos del sol. Y me permitió entender un poco más la novela.

CUIDADO ELEMENTAL

 “Conversar sosiega a los muertos.

-¿También aprendiste eso de tu madre?

Sí. Mi madre se me murió cuando yo era niño. Me quedé abandonado. Converso con ella, pero me faltan las manos con las que me protegía.

-Todavía eres un niño.

No lo consigo, abuela. ¿Cómo puedo ser un niño lejos de las manos de mi madre?”

El olvido, como la memoria, es selectivo. Del pasado recorta porciones, pero retiene memorias táctiles. Hay una memoria de luz que permanece en las huellas reescritas en la lengua materna.  Y hay un tacto del silencio, que apabulla el texto: “la vergüenza me impedía salir de casa… Mi padre murió sin dirigirme la palabra nunca más… (…) Poco a poco fui olvidado. Todos los días pensaba en mi hija. Todos los días me esforzaba para no pensar…”

Impregnados de una Angola universal- partida por la guerra, por  despojos,  por las miserias y las faltas de abrazos-, las voces de los personajes potencian ecos  entre los derruidos rincones de la ciudad: Luanda sitiada por los cielos y los infiernos. Por las heridas. La guerra ha tomado las calles, puertas afuera. Puertas adentro, otro combate se libra en la sangre: ”Siento miedo de lo que esta mas allá de las venas. Soy extranjera de todo…”  Los personajes que habitan y transitan esa Angola profunda están atravesados por el rencor y la humillación. Como ocurre a menudo en Dostoievski, quizás, donde la humillación es un secreto reconocimiento del otro. Se humilla para incorporar, para ingerir, porque el humillado es en definitiva parte de uno: “Pequeño Soba enfrento pésimas condiciones de cárcel, malos tratos, torturas… abusos de guardia cárceles. Morimos siempre de desánimo. O sea, cuando nos falla el alma: entonces morimos”

Afuera, Ludovica sabe de las nubes siempre densas. Sabe del sol que, de refilón, entra por las ventanas abandonadas. Las noches, por su parte, lo tragan todo:

“al anochecer, se acercaba a la ventana y miraba la oscuridad como quien se asoma a un abismo…” En definitiva, una ciudad que no cabe ni en los sueños.

LA CEGUERA DEL CORAZÓN

 “Leo páginas tantas veces leídas, pero ellas ya son otras…”

La lectura de “Teoría general del olvido” me llevó por distintos pasillos. Entre ellos, el del histórico “Mito de Sísifo”, en la voz de Camus: “Solo hay un problema filosófico serio, y es el suicidio (…) Determinar si la vida merece o no ser vivida…”.

Incapaz de asimilar  que alguien acaricie el deseo de quitarse la vida, me condujo a recorrer los sentidos del texto de Agualusa. Si bien la historia no se desarrolla argumentalmente centrada en ese lugar, sí sobrevuela ese deseo de vivir “a pesar de” la oscuridad. La batalla por encontrar la luz entra hasta el peso de cada una de las posibles penumbras. En el texto de Agualusa el tiempo se convierte en un aire fugaz, liviano, imposible de retener: días monótonos, cargados de matices, de memorias y de cuerpos. Esa vida que arrastra su cadena pero no renuncia nunca a los picos de intensidad. El encierro, el claustro auto infligido de Ludovica, zumba la pregunta ¿por qué lo hizo?: “un fulgor de luciérnagas titila por los cuartos. Me muevo como una medusa, en esa bruma iluminada. Me hundo en mis propios sueños. Tal vez  a esto se lo puede llamar morir…”

 

 EL CANSANCIO DE EXISTIR

 Situación especular. La variación visible adentro de la casa, la soledad, el hambre y la vulnerabilidad del aislamiento hacen que todo parecería desaparecer en el olvido.

Afuera la revolución presenta  un escenario-espejo. La simultaneidad no es al azar y plantea toda transformación del orden establecido.

El espanto como semejanza. El espanto de percibir las cosas que se aman, Ludovica se corre del lugar, lo reforma al punto de correrse de sí misma. Se exilia hacia adentro.  Carga ese peso de no pertenecer a ningún grupo social, de no poder identificarse con ninguna causa. Y, así, con el transcurso del tiempo, se vuelve ajena a todo.

A la orilla de la destrucción. A la ausencia de la mirada, espera la llegada de la luz que la salve, que la ilumine, que la haga, por fin, descansar en paz, aliviada ya de tantos años de oscuridad: “Los niños juegan conmigo, me dan la mano. No sé si es porque soy muy vieja o porque soy tan niña como ellos.”

Sophie Calle  "cuídese mucho"
Sophie Calle
«cuídese mucho»

(*) todas las citas pertenecen a “Teoría general del olvido” – José Eduardo Agulusa.

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