La orfandad: sobre la película “Mediterránea”
Por Pablo Arahuete
FUEGO EN EL MAR
La esperanza roja destella. Se suspende, tambalea: están en el mar, en algún lado. No saben muy bien dónde. Son ellos, los que esperan descubrir algún horizonte, pero nada se ve ni lejos ni cerca. Y, de golpe, la posibilidad: tal vez en esa bruma, en ese mar desconocido, alguien los mire. Alguien salga a socorrerlos y a conocer sus historias. Todos tienen algo para contar. Son tan parecidos y tan diferentes al mismo tiempo. Primero, pasan por Argelia, después, vaya a saber qué. Algunos vienen de Burkina Faso, donde el mar ni siquiera existe, salvo en la pantalla de una computadora o en esa ventana televisada. Ellos buscan, escapan, anhelan, entre la bruma y la distancia que se hace desierto en el agua.
La esperanza es roja, difusa, fugaz, intermitente como el silencio en el desierto cuando lo cruzan. Son víctimas de la desesperación. Algunos no llegarán nunca a contar su historia, flotarán a la luz de la luna. Quizás, alguien los vea antes de hundirse en el abismo del Mediterráneo. ¿A quién le importa quiénes son? Los llaman refugiados pero, ¿Dónde está el refugio?
ATRAVESAR EL VIENTO, SIN DOCUMENTOS
El protagonista de esta historia se llama Ayiva. Un juego de palabras podría caberle perfectamente: Ayiva, Va ayi. Allí, a ese lugar para tener un mejor futuro que le permita enviarle dinero a su pequeña hija en Burkina Faso. El peso del consumismo, el objeto que marca la diferencia. Ella espera un reproductor de mp3 para escuchar su música, esa que globaliza, también una música que acerca. Ayiva trata de acomodarse en una Italia que mira con desdén a los inmigrantes. En su camino hay gente buena y mala, sin excepciones se cumple esa regla. En esta película italiana que habla de los refugiados, de quienes llegan o escapan, subyace también -desde el entorno- la falta de memoria de un pueblo que hizo de la inmigración parte de su desarrollo, mientras muchos de los habitantes de ese país sin esperanza buscaban en América lo mismo que hoy ansían quienes se atreven al Mediterráneo, a la intemperie: una orfandad de tierra y de identidad. El desierto abruma. Sobran la arena y la carencia. Es duro atravesar el viento de la codicia cuando sopla y lastima desde la inescrupulosidad de quienes cobran peaje o venden zapatillas, como aquel que ofrece un tesoro en medio de la arena quemante: hambre caliente, ardorosas ganas de llegar a ese suelo soñado. Ayiva, sin documentos ni dinero, trata de acomodarse en los resquicios. Lo sabe: no sobra espacio. No hay espacio en el barco. Bolsas de arpillera separan los cuerpos. Cuerpos sin identidad a la deriva, mujeres, niños, jóvenes en perpetua búsqueda. Y la esperanza roja que destella en la noche.
Hay costumbres que se llevan como el nombre. Se enfrentan con el otro. Con la mirada desdeñosa. Con esa constante pérdida de todo. Caer en la violencia es mucho más fácil cuando viene de arriba. Por eso, la esperanza roja de la bengala, en un segundo se transforma en una bomba molotov. Así estalla en las calles de la Italia asediada por la policía en su enfrentamiento con los africanos. Recuperar el orden por sobre todas las cosas: entre los autos que se incendian, los vidrios que se astillan y los cuerpos que caen en medio del ruido y el caos. Ya no hay tiempo para acomodar las cosas en un mundo donde nada cabe, como en aquel barco que divisa la bengala roja de la desesperanza y continúa su rumbo entre lamentos en idiomas inentendibles.
De este modo, la violencia crece con el mismo ímpetu de las olas que tumban, que hacen tambalear cuando se trata solamente de defender una identidad en un territorio ajeno, de imponer una cultura en un gheto dentro de otro gheto. Problemas viejos en un mundo sin soluciones nuevas.
PAPELERA DE RECICLAJE
El cine ha explorado tangencialmente la problemática de los refugiados. Por lo general, fueron mucho más contundentes los documentales -como “Fuoco di mare”- que las ficciones. Y “Mediterránea” (2015) va en sintonía. Porque, si bien se trata de una ficción, tiene mucho de documental. Y esto es un mérito de su director italoamericano, Jonás Carpignano. Una cámara testigo, que no juzga, acompaña a Ayiva en su derrotero desde Burkina Faso, su resistencia, a delinquir para adaptarse a la precarización laboral como recolector de naranjas, y a la interacción con sus pares, algunos en la intentona del atajo para conseguir mucho más rápido las cosas. También, el opus de Jonas Carpignano -muy bien recibido en Cannes- refleja la solidaridad de unos pocos italianos que hacen visible la problemática, mientras el Estado sigue ausente y los políticos arengan discursos reaccionarios o hipócritas, según los colores de la veleta política. Paradojas de un mundo que no ve qué tiene a su alrededor y produce pobreza.
EL AUTO ROBADO
Dicen que fue Martín Scorsese quien entusiasmó a Jonás Carpignano, director de “Mediterránea”, a firmar su segunda película “A Ciambra” (2017). Esta película comienza con un nexo directo con “Mediterránea”: el protagonista, en esta ocasión, es un niño, Pío, quien ya había tomado contacto y vínculo con Ayiva en su encuentro azaroso por las calles de Calabria. Calles dominadas por la impronta gitana, cuna de Pío, sus hermanos y su familia, quienes no se alejan de la delincuencia como método de supervivencia. Todo ese nexo estalla de una manera contundente. La marginalidad los atraviesa. Pío encuentra un referente en el honesto y trabajador Ayiva. Aunque, desde su llegada de Burkina Faso, su situación no ha cambiado demasiado, tampoco las malas compañías con los que debe lidiar para llegar a un acuerdo de convivencia entre pares y aliviar la soledad y el desarraigo. En ambas películas, la delincuencia es un mecanismo de supervivencia, al que Pío aporta la mirada del niño que juega a ser ladrón. Y en el juego, toma por las astas la vida a fuerza de carisma y arrojo disfrazado de valentía.
Por su parte si bien es evidente que el prejuicio contra los africanos es aprendido desde la cuna, también están las charlas de su abuela, la risa compartida, el gesto afectuoso de una negra maternal, orfandades en el niño que crece a los golpes como el africano que abandona su propia tierra: de golpe, también huérfano de todo. La Italia rica no amamanta, escupe a sus hijos y siembra odio a cada segundo.
Cuenta Carpignano que, en un viaje a Calabria para firmar un corto, le robaron el auto. Uno de los ladrones formaba parte de una comunidad de gitanos. En ese sitio conoció a Pío Amato, un chico de doce años que lo conmovió por su historia. Pío se acercó a pedirle un cigarrillo con una compostura increíble y, a partir de allí, surgió una amistad que aún perdura. Hay algo de Pío en Ayiva. Ambos son huérfanos, en un medio hostil. Ambos tratan de sobrevivir y aprender día a día en esa Italia que segrega. Por eso el Mediterráneo, la esperanza roja, y tantas historias que se terminan diluyendo en la aventura de esa supervivencia.
Se entienden. No hace falta ser italianos o africanos. No hace falta absolutamente nada.