Por Melisa Ortner.
La persistencia: sobre “La casa de los conejos”.
DE PIEDRA, COMO LOS FALCON
Pienso en lo feo de los Falcon verdes. Aun sin haber vivido la época del horror, para muchos argentinos representa un transporte macabro: el vehículo elegido por los milicos para llevar adelante su plan de control, secuestro y detención de personas. Pero todavía quedan algunos.
Sin ir más lejos, el 24 de marzo de 2013, mirá vos qué día, ahí estaba uno. Estacionado sobre la cuadra de la casa donde vivieron, trabajaron, resistieron y murieron cinco compañeros montoneros, en noviembre del 1976. De allí, otros se habían llevado a una bebita de tres meses. Sin embargo, el auto estaba en la puerta. En el 2013 volvían para joder. Como quien dice, algo de nosotros queda.
“Nunca más”, decimos en la plaza. Y, mientras tanto, ellos- transportados en los autos de ayer- insisten con arruinarlo todo. Pero pienso, ¿qué se puede esperar de los dinosaurios vivos?, ¿qué se puede esperar de quienes persisten en la muerte?
ÁRBOL QUE ABRAZA
La casa está ubicada en La Plata. Hoy es un sitio de memoria, declarado monumento histórico nacional. También es sede de la Asociación Clara Anahí, organismo de Derechos Humanos creado en 1996, en honor a la nieta aún buscada por Chicha Mariani, una de las abuelas más públicamente conocidas.
Todos los sábados, la casa abre sus puertas para quien quiera visitar sus recuerdos – los que apenas se pudieron rescatar del saqueo-y acercarse a conocer las historias de los militantes asesinados, -memoria latente, siempre-. Continuar en la lucha por la búsqueda de la esa nieta, sin saber su verdadero nombre y su verdadera historia, es uno de sus principales objetivos. “La Asociación nace ante la necesidad de recuperar la memoria colectiva del pasado reciente, preservar y difundir testimonios, información y documentación referidos a los acontecimientos históricos, culturales, privados y públicos en el contexto histórico a partir de 1960”. Todo lo que circula a su alrededor es vida y movimiento, búsqueda y esperanza. Como un árbol que crece y se expande.
ADENTRO DE LA HISTORIA
Ese sábado fue diferente a los demás. El plan era ir a La Plata y conocer la famosa casa ubicada en la calle 30 al 1100. Había leído sobre ella en una novela, que narra la infancia clandestina de una niña durante la dictadura cívico militar. Siempre fui curiosa y, al buscar por internet, supe que la casa estaba abierta para quien quisiera visitarla. No lo dudé. Era como meterme dentro de la historia. Para leer -otra vez- en el camino, llevé esa novela: “La casa de los conejos”, de Laura Alcoba. El texto está basado en la historia de la narradora, quien vivió un tiempo en ese lugar. La tapa del libro muestra la foto de la protagonista sobre la vereda y, a su izquierda, un Falcon estacionado. No distingo si la sombra en el lugar del conductor es una ilusión óptica o si realmente hay alguien ahí dentro.
Pensar en repetir esa foto me da escalofríos, ¿una nena juega en la calle y los hombres custodian alrededor? Evidentemente, los dinosauros siguen resistiendo al paso del tiempo: “Lo ideal es que llueva, pero no demasiado, porque entonces la calle se vuelve impracticable, tanto para los automóviles como para las personas y los caballos que pasan, numerosos todavía, en esta zona de La Plata”*.
“DANIEL MARIANI, LICENCIADO EN ECONOMÍA”
Llegamos. Era una cuadra tranquila, de veredas y calles anchas. La tarde estaba gris, pero los árboles dejaban aparecer la primavera.
Dejé el libro en el auto. La casa que, en un momento fue vida, luego se convirtió en tendal de la muerte.
Un cartel asomaba en la calle: “Asociación Clara Anahí”. Llamaba la atención algo no escrito en la novela: desde afuera, se veía una pared demolida, como si un tanque de guerra hubiese arrasado la propiedad. Lo que alguna vez fue una ventana, el día de la visita era un agujero de dos metros de diámetro. Yo sabía que la historia debía seguirse escribiendo en otro tiempo. El boquete gigante, dejaba asomar el interior de las otras piezas, acribilladas con huellas de balazos.
En la entrada estaba una de las guías, quien nos dio la bienvenida y nos preguntó cómo habíamos llegado hasta allí. Por la famosa novela, contesté. Enseguida nos hizo pasar muy amablemente. Al lado de la puerta, se leía la placa:
“Daniel Mariani. Licenciado en Economía”.
No es la original, aunque es idéntica a aquella. Cacho –así llamaban a Daniel- pretendía que, desde afuera, se viera una casa de familia, con un padre profesional. Por supuesto, el plan era que nadie, ni siquiera los muchos que entraban y salían (encapuchados) a la casa durante el día, supiera la dirección del sitio donde funcionaba una de las principales casas operativas de la agrupación Montoneros.
PRINTED EN EL FONDO
Ingresamos por el garaje, donde estaba estacionada la camioneta, intacta desde aquella vez, salvo por los agujeros de balas. Avejentada, pero firme. En ella se transportaba la “mercadería” que entraba y salía de la casa.
La vivienda conserva sus formas. Solamente han restaurado algunas partes, a las que el paso de los años no perdonó. Construida en 1945, fue adquirida con fondos propios en 1975, por Daniel Mariani y Diana Teruggi, una pareja de jóvenes de clase media. Allí funcionaba un pequeño emprendimiento de conservas de conejos en escabeche, para el cual esperaban una habilitación municipal habilitante. En el fondo de la casa, un espacio donde se mantenía a los animales para luego matarlos, prepararlos y envasar. Y, luego, el “embute”, el corazón de la casa, el lugar de trabajo. Es que, detrás de todo ese negocio doméstico, se ocultaba la imprenta de la revista “Evita Montonera”: eso sí, los dinosaurios de autos verdes no lo podían saber jamás: “Al fondo se encuentra un tinglado rudimentario, una suerte de cobertizo descalabrado que, contrariamente a lo que pensaría cualquier extraño al grupo, es el verdadero corazón de la casa. Fue por la existencia de ese galpón en pésimo estado, apenas cubierto con algunas chapas de zinc acanaladas que, malamente, hacen las veces de techo; fue por este galpón que la conducción de Montoneros había elegido la casa. Y que viviéramos en ella”*.
LIMONERO Y DESPUÉS
Luego de la primera imagen, pasamos por el ambiente contiguo a la entrada, la cocina: los azulejos siguen blancos y brillosos. La pileta, con su canilla en el lugar original, aún desprende humedad y deja huellas de óxido en los bordes. Sobre la misma mesada, en una vitrina, conviven ejemplares de “Evita Montonera”, desgastados por el paso del tiempo, pero firmes como las letras que no lograron desteñirse. Los pisos de madera suenan con los pasos de los tantos jóvenes que visitan la casa cada sábado. El mármol conserva su color, igual que las paredes, todavía descascaradas. Todo persiste en su lugar, como la promesa del “venceremos”. Igual que las fotos de Daniel Mendiburu Eliçabe (de 25 años, estudiante de Arquitectura), de Roberto César Porfidio (de 31 años, Licenciado en Letras), de Juan Carlos Peiris (de 28 años, antenista), de Alberto Oscar Bossio (34 años, médico), de Diana (de 26 años, estudiante de letras) y de Daniel Mariani (de 29 años). Igual que la sonrisa de Clara Anahí.
La placa de una de las paredes resalta: “Casa de la resistencia nacional. En esta casa se defendió la patria, la justicia, la libertad y la dignidad”.
El limonero decora el fondo: está frente al sitio donde se criaban a los animales. Detrás, un paredón, un tanto deteriorado, esconde el famoso embute: un espacio de no más de un metro de ancho. Allí, Diana y sus compañeros pasaban horas trabajando para la revista. El olor de la tinta se camuflaba con el de los conejos, ahí donde hoy huele a limón.
Todo estaba pensado como un escondite. Las cosas salían bien, hasta que un día el mundo se vino encima: el descubrimiento del sitio clandestino devino en un ataque casi bélico. El mensaje fue claro y aún perdura: estábamos en guerra.
Mientras tanto hoy, entre el silencio de la noche dentro de la casa y las huellas con forma de agujeros, la raíz del árbol sigue inmóvil y fuerte.
MIÉRCOLES GRIS
María Isabel Chorobik de Mariani, más conocida como Chicha, es la madre de Daniel. Fue una de las fundadoras y segunda presidenta de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, organización de la cual decidió separarse en 1989. Actualmente, vive cerca de Plaza Moreno, en su ciudad natal, próxima a donde vivieron su hijo, su nuera y su nieta. Dicen que visita la casa de vez en cuando; ella fue quien llevó adelante este proyecto de memoria.
Su querida nuera, Diana, dejaba la beba a su cuidado todos los miércoles. Ese era el día destinado a la abuela. Mientras tanto, Daniel salía a trabajar a la Capital en colectivo. El día del atentado, él cumplía con su rutina y, adentro de la casa, estaban Diana, su hija y otros cuatro compañeros. Murieron todos y a Clara Anahí se la llevaron.
Entonces, la tarde del 24 de noviembre de 1976 fue diferente. Era miércoles y no hubo encuentro. Daniel- al llegar al barrio- supo que algo malo había sucedido y decidió no bajar del colectivo. Se refugió en alguna parte y unos días más tarde logró comunicarse y encontrarse con su madre, a escondidas. Esa fue la última vez que se vieron; a Daniel lo asesinaron en la calle, en agosto de 1977. Desde esos días, Chicha busca incansablemente a su nieta.
Para Daniel, la incerteza de esos días pudo tener la forma de la huella que las balas dejaron en la pared.: “El asalto a la casa de los conejos fue minuciosamente preparado: la magnitud del despliegue de fuerzas, los altísimos jefes que se dieron cita para la ocasión (…) Sobrevolaron toda la ciudad para encontrarla (…)*”.
LAS CARTAS DE CHICHA A SU NIETA
“A mis 91 años, mi aspiración es abrazarte y reconocerme en tu mirada, me gustaría que vinieras hacia mí para que esta larga búsqueda se concretara. Es el mayor anhelo que me mantiene en pie, el que por fin nos encontremos. Mi amada Clara Anahí, mientras te espero seguiré buscándote. Te abrazo muy fuerte, tu abuela «Chicha Mariani».
Chicha conserva las fotos de su nieta y, aún después de tanto tiempo desde el último abrazo, recuerda su mirada, sus gestos, su forma de ser: “La nena tenía pelo oscuro, lacio, con varios remolinos detrás de la cabeza. Con solo 3 meses quería hablar. Era grandota, gordita, muy viva”, relata en una de las tantas entrevistas que le hicieron.
“Ya tienes 39 años y tu número de documento probablemente sea cercano al 25.476.305 con el que te anotamos. Es una especie de rompecabezas que debemos armarlo entre las dos. Por favor, ayúdame a encontrarte, lo necesito”.
Lo especial de este caso es que, a diferencia de otras “Abuelas”, Chicha conoció a su nieta, tuvo contacto con ella durante tres meses. Y eso torna a la situación en bastante singular. Sobre todo, por las especulaciones sobre cómo pudo haber afectado ese “cambio de manos” el futuro de la nieta.
“Voy a evocar al fin toda aquella locura argentina, todos aquellos seres arrebatados por la violencia. Me he decidido, porque a menudo pienso en los muertos, pero también ahora sé que no hay que olvidarse de los vivos”, narra Laura Alcoba en su novela, quien recuerda la sonrisa de Diana y sus ojos de amor; sabiendo que en algún lugar del mundo sonríe Clara Anahí, con la misma mirada luz de su madre. Encontrarla, sin dudas, sería volver a hallarse en Diana; esa mujer a la que nunca más volverá a ver. O sí, solo en sueños:
“Clara Anahí vive en alguna parte. Ella lleva sin duda otro nombre. Ignora probablemente quiénes fueron sus padres y cómo es que murieron. Pero estoy segura, Diana, que tiene tu sonrisa luminosa, tu fuerza y tu belleza”*.
CONTINUARÁ…
Ya de nuevo en Capital, con la cámara colmada de fotos de la casa (la de hoy sin conejos y llena de huellas) y con las imágenes del dolor de los otros (sentido casi como propio), intento escribir para no olvidar. Porque, con la palabra, también resistimos. Y sueño con que un día la tele me avise que Chicha (con sus 92 años) pudo encontrar a su nieta para volver a abrazarla. Esa nieta, arrancada de raíz. Como, de raíz, se imprimieron las huellas de la masacre sobre las paredes. Como, de raíz, persiste el limonero, que custodia la casa por dentro. Así es, un árbol enorme se extiende entre todas las “Abuelas” y las “Madres”, y los nietos que insisten en extender la enramada.
Y así, de raíz, la escritura sigue, en las palabras de Laura Alcoba. Ahora ya no hace falta el camuflaje. Se escribe a cielo abierto. Porque, algo de nosotros también perdura. Y estoy segura: los pobres Falcon que aún merodean también terminarán por hundirse. De raíz.
Galería de fotos de la visita:
*Citas de «La casa de los conejos» (2008) de Laura Alcoba.