Por Cecilia Illia
Los anormales: sobre las paradojas de la libertad.
LA LEY DEL INODORO
Empecemos con una memorable escena del “Fantasma de la Libertad”, de Luis Buñuel (1974): un profesor de una academia de policías intenta explicar en su clase, ante un alumnado cómicamente evasivo (algunos piden ir al baño, otros son llamados para diferentes tareas, conversan) el valor convencional de la ley. Nada menos. Habla un poco sobre la monogamia y la poligamia, pero el auditorio cada vez se desordena más, lo interrumpen, se escuchan risitas. Tanto movimiento hay, que el profesor, indignado, llama al director de la academia a poner un poco de autoridad. Finalmente, ante el director y dos alumnos –ya que los demás fueron convocados a diversas tareas de patrullaje- continúa su alocución sobre la ley. Delicada ironía. Intenta transmitir el contenido de la norma. Para ello, se vale de un ejemplo imaginado, que el director de la película pasa a representar. El profesor y su esposa son invitados a su casa por unos amigos. Toda la escena es muy normal. Se reúnen alrededor de una mesa con revistas y diarios. Pero los varones bajan sus pantalones, las mujeres alzan sus polleras –incluida una niña- y se sientan en sendos inodoros. La conversación se desarrolla con la naturalidad habitual de cualquier cena, hasta que alguien se disculpa y se levanta de la mesa. Pregunta a la empleada, en voz baja, dónde está el comedor. Se dirige a un cubículo cerrado. Allí come con evidente placer un plato preparado a tal fin. Alguien golpea la puerta, el “ocupado” muestra un dejo vergonzoso. La escena queda en suspenso como tantas otras de esta maravillosa película. El valor de la imagen se dispara hacia donde cada uno sabrá.
Esta película empieza y termina con la famosa frase ¡vivan las cadenas!, acuñada por los absolutistas españoles en 1814 y con la que recibieron a Fernando VII a la vuelta de su destierro. El objetivo era reconocerle poderes absolutos al monarca, sin ningún condicionamiento legislativo. La frase podía acompañarse de “muera la libertad” y “viva el rey absoluto”.
Curioso que, en contrapartida a esta frase, nace otra todavía más famosa, “viva la Pepa”. Paradójicamente, “la Pepa” se le decía, tras el triunfo de Fernando y como un modo de trasvasar la censura, a la Constitución española de 1812, que establecía límites al poder monárquico: monarquía constitucional, sufragio universal masculino indirecto y otros derechos y normas. Se elaboró en Cádiz, por las Cortes Generales de España durante la ocupación francesa, mientras Fernando se mantenía en el destierro. Este documento fue la primera constitución con la que contó España. Recortaba de modo considerable las libertades ilimitadas del poder monárquico y otorgaba una serie de derechos ciudadanos muy importantes, como la libertad de imprenta, la libertad de industria, el derecho a la propiedad, la abolición de los señoríos. Por una zancadilla de la historia, pasó a significar todo lo contrario. Es que cuando la historia la escriben los que ganan…
SUS DESEOS SON ÓRDENES
Ahora, pongámonos por un momento en la camiseta de aquella persona del pueblo, que hubo muchas, quien recibió a Fernando VII, al grito de “muera la libertad, vivan las cadenas”. ¿Tenía idea de que vitoreaba un recorte de sus derechos? ¿Sabía que festejaba el otorgamiento de poderes ilimitados a una persona, a un rey? ¿Qué proceso desemboca en algo tan anormal como alegrarse por un sometimiento? ¿O será también convencional el amor a la libertad?
¿Qué clase de relación con los otros hace que, en determinados momentos, el humano se someta a una consigna? Incluso, a una tan horrible como vivan las cadenas. ¿Hay un efecto de contagio, de enceguecimiento?
Tal vez el hecho de que el retorno de Fernando implicara el fin de la ocupación francesa participó de este desatino. El pueblo, entusiasmado, termina por apoyar algo que lo perjudica. Difícil de entender.
Y la historia nos tiene más ejemplos.
Existe un mecanismo de defensa, descripto en primera instancia por Ferenczi, psicoanalista húngaro, y luego por Anna Freud, llamado “identificación con el agresor”. Un mecanismo de defensa es un modo inconsciente de defenderse de alguna representación, afecto o apremio insoportable para el sujeto. La identificación con el agresor es una estrategia para enfrentar un peligro exterior, consiste en identificarse con la autoridad agresora de diversos modos. Asumir la agresión como propia y dirigirla a otros, tomar rasgos del agresor, actuar como el agresor espera que lo haga, imitar su conducta. Es una manera de controlar una amenaza y también de desmentirla, ya que no es al sujeto a quien se dirige la agresión, sino a un tercero. Está claro que no es algo consciente ni voluntario. El hecho de que este mecanismo en particular haya sido conceptualizado por sendos psicoanalistas judíos, en épocas de ascenso del nazismo, no carece de interés histórico. Básicamente, al introyectarse -vía la identificación- a la persona agresora, la persona agredida es eyectada, arrojada fuera. El agredido es el otro, no soy yo. Al mismo tiempo, podría decirse que hay un funcionamiento de sumisión a los ideales del otro, del agresor, que son tomados como propios.
No creo que este mecanismo de defensa pueda explicar el grito popular de “vivan las cadenas”, pero participa de algún modo en un proceso que, seguro, tiene muchas causas.
Lo que está claro es que no siempre las personas buscamos nuestro bien. No tenemos conductas razonables, digamos, “normales”. Por diferentes motivos, nos metemos en situaciones que nos lesionan. En las relaciones personales y en la cotidianidad esta característica salta a la vista. Muchas veces nos quedamos perplejos ante las decisiones humanas.
LAS LUCES DE LA JUSTICIA
En el cuento de Rodolfo Walsh “Un oscuro día de justicia”, un colegio entero espera la llegada de un hombre, con la esperanza de que ponga las cosas en su lugar. En particular, el pequeño Collins, sobrino del héroe en cuestión, quien pretende ser liberado con ansia religiosa. Es que sus compañeros le fallaron, ahogados por el temor, la rigurosidad escolar, la atracción del poder o quién sabe qué oscuros designios.
El celador Gielty había decidido organizar, con el fin de fortalecer a los más débiles –conocemos el argumento-, una dispar e involuntaria pelea nocturna en los dormitorios a su cargo, los de los más pequeños de la escuela. Para este “ejercicio”, como lo llamaba, eligió a un muchachito un poco más grande, díscolo y maltratado, el Gato, y al mencionado Collins. Cada tres días repetía el “ejercicio”, ya que era fundamental endurecer a los más débiles para que resistieran los embates de este mundo a punto de derrumbarse. Los flojos y los frágiles morirían. El remedio, más amargo que el hígado de bacalao, era robustecer a los niños con el ejercicio. Aunque sólo Collins fue llamado a tal fin.
Lo sugestivo es que, en principio, la propuesta entusiasmó al grupo de doce chicos, los más pequeños del colegio, a cargo del celador Gielty. Hasta que la disparidad de la pelea los hizo retraerse. El celador eligió al Gato y al “pequeño” Collins una y otra vez.
“Pequeño” nombra a Collins de una manera particular. El narrador Walsh ya nos dijo que todos los chicos eran los más pequeños. Aunque Gielty dice mucho más que eso, dice débil, enfermo, incluso tonto. Y, justamente por tal cosa, debe hacer el “ejercicio”.
En este punto se produce algo interesante, Walsh empieza a llamar al grupo de chicos que asiste a la pelea como “pueblo”.
En fin, Collins, desesperado y convencido de la locura de Gielty, decide llamar por medio de una carta a su querido tío Malcolm para que lo salve de la situación. La respuesta de Malcolm: “el domingo iré y golpearé a Gielty hasta la muerte”.
A partir de ese momento, “el pueblo” se preparará para la batalla.
El pueblo construye el retrato y la historia del justiciero con pinceladas intensas y expectantes. Lo adorna con todas las virtudes, dibuja sus fuertes músculos y su mirada penetrante. Malcolm vendrá y golpeará a Gielty hasta la muerte.
El momento llega. Malcolm y Gielty, frente a frente. El pueblo absorto observa la escena. El tío esquiva los golpes del celador con facilidad, el pueblo vitorea. Un cross redondo de Malcolm inaugura una andanada de golpes, que enciende al pueblo en un abrazo fraterno. El clamor popular distrae al héroe, quien devuelve el saludo, ocasión aprovechada por Gielty para asestar un mazazo en el hígado de nuestro Malcolm.
Permítanme que termine con la cita textual de Rodolfo Walsh:
“…y mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y dolor, el pueblo aprendió, y mientras Gielty lo arrastraba en la punta de sus puños como en los cuernos de un toro, el pueblo aprendió que estaba solo, y cuando los puñetazos que sonaban en la tarde abrieron una llaga incurable en la memoria, el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcolm del otro lado de la cerca donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino.”
Es que, claro, “el pueblo” es una suma de subjetividades, por lo que, probablemente, deba aprender algunas cosas una y otra vez. “El pueblo” no puede sintetizar la experiencia de la historia porque no es un individuo. Ni siquiera un individuo es capaz de hacerlo, porque el conflicto lo lleva de las narices.
FUERA DE SERIE
Existe la belleza de lo anormal. La mayoría de las cosas que nos dejan maravillados tienen ese rasgo, son fuera de serie. Así, podemos quedarnos fascinados ante el Guernica de Picasso, intentar descular las genialidades de Einstein, saborear una y otra vez el Quijote, imaginar sin éxito cómo pudo Freud elaborar sus teorías, recordar la histórica bajada del cuadro de Videla. Momentos, pensamientos, creaciones sublimes.
Lo normal es uniforme, no tiene gusto a nada. La mismidad de lo cotidiano.
Pero también está la brutalidad de lo anormal. La bomba que cayó sobre el pequeño pueblo español, el dolor humano cuando se vuelve ensordecedor, la dictadura.
Lo peor, cuando la brutalidad de lo anormal se normaliza.
Los campos de concentración, las guerras, el hambre.
Cuando la brutalidad se hace norma, y eso sucede todo el tiempo, estamos en verdaderos problemas.
Sólo nos queda pensar que para enfrentar la brutalidad de las normas siempre podemos, o querríamos, valernos de la belleza de lo anormal.
Todavía podemos resistir la brutalidad.
Y seguir preguntándonos por sus ignotas razones.
La película de Buñuel tiene un final a toda imagen. Vale por mil palabras. El prefecto de policía, rodeado de hombres, como si respondiera a una emergencia, llega al zoológico. Se escucha el audio “vivan las cadenas”, tiros de fusiles. La cámara, como el pensamiento de Buñuel, hace un giro vertiginoso hasta encontrar la cabeza de un avestruz. Conocemos su célebre política. Cuando algo la asusta, esconde la cabeza, sustrae la mirada. Con esa mirada en primer plano termina la película.
Quien quiera oír que oiga.
Le Fantome De La Liberte 1974 (1)
Excelenteeee….¡Que el tiempo pase rápido!!!
Que interesante!. Para pensar tantas cosas…
«Lo peor cuando la brutalidad de lo anormal se normaliza….cuando la brutalidad se hace norma…». Estos escritos nos permiten recordar la historia, pensar el presente, y soñar el futuro. Felicitaciones. Muy buen texto !