Por Viviana García Arribas
La Celebración: Sobre “El retorno”, de Dulce María Cardoso.
EL SON
Vibra un son y trepida la historia. Lo cotidiano se vuelve plegaria y el escape es la única salida. Cae un gallo de loza y, con su estrépito, rasga el silencio de la mesa familiar. Otras quebraduras preludian desgracias: las macetas de la escalera se precipitan tras los pasos de la madre cuando el padre es arrancado del hogar. Pero en la metrópoli hay cerezas y las muchachas son lindas. Y el clima es templado y la vida sonríe. Mientras, en la colonia, los tiros lejanos invaden los juegos de la tarde y ponen en eco la aparente calma en la vida de Rui. El silencio de haberlo dicho todo se repliega ante los estallidos que simulan acercarse.
Esta alternancia entre el sonido y su ausencia articula el eje de esta novela, en un pulso que se repite -unas veces más evidente que otras- en ecos de tambores. El ritual cruza recuerdos de infancia con el abandono obligado de los colonos de Angola, luego de la Revolución de los Claveles, en 1974, en Portugal. Recuerdos, sin duda, autobiográficos “…hoy, temprano y en mi cabeza, este día dejó de ser este día. Mamá estaba preparando arroz con leche y, por algunos instantes, este día se me transformó en uno de los domingos de otrora”. El pasado como una ausencia palpable es, también, la metrópoli. Es la llegada de la madre a la colonia para casarse y su dificultad para reconocer en el hombre a aquel que había amado en Portugal “…mamá buscó en el muelle a ese muchacho que había huido de la miseria de la aldea muchos años antes … En lugar de él, un hombre le hacía señas discretamente desde el sitio más escondido del muelle.”
El pasado como puro presente.
LOS BANDOS
Y el son trepida si aparece el otro, porque “ellos son los negros”. Irrumpe en amenaza de sangre cuando repica el eco en los disparos lejanos. Aturde el pulso que retumba y marca el destino de Rui, al llamar a su puerta. Son ellos, los negros. La prepotencia de los despojados brama desde un jeep. Y causa, a su vez, un despojo. Se llevan al padre a punta de pistola. Es, entonces, el bando de los blancos y el de los negros, quien da cuerpo a ese contrapunto consagrado por el silencio y los tiros. Sigue el bullicio del aeropuerto hinchado de gente y la ausencia del padre, a quien una brigada ha “…metido a la fuerza en el jeep.” Repica una vez más el ruido de la partida y encuentra eco en la imagen de la captura. Cada párrafo cuenta la angustia de la espera mientras revela, antes de cada punto y aparte, un pequeño fragmento sobre el destino del padre.
En el aeropuerto los acompaña el tío Zé, el de los labios en forma de corazón. Ese que “… no era como los otros soldados de la tropa, cerraba los ojos cuando bebía gaseosa, le encantaba pestañear, se quejaba de la humedad que le hundía los pulmones y le pudría la piel, del calor que no le dejaba fijar la mirada, los otros reclutas no hablaban así…”. El mismo que, junto a Nhé Nhé -el ¿amigo? negro de “boquita delicada” que fuma como las mujeres- ayuda al pueblo oprimido en Angola. Rui y su padre, en cambio, son hombres que no lloran, hablan sin pestañear y nunca, nunca, serán bellos. Porque bellas solo pueden ser las mujeres.
Unos y otros definen las tensiones en una puja en la que el número dos marca el ritmo. Blancos y negros, hombres y mujeres, la colonia y la metrópoli. El silencio y los disparos.
El otro como enemigo.
EL VERDE
La madre “…no apartaba la mirada de la vegetación que estaba más allá de la tierra asfaltada, y dijo, me gustaría ir al corazón de esta tierra, al sitio donde los pájaros gritan, una vegetación tan profunda donde ni siquiera la luz del sol logra entrar, me gustaría sentir la sombra oscura de esta tierra.” Destila el verde vegetal el odio de la tierra por el invasor. El corazón anhelado por la madre se vuelve esquivo y su latido se traduce descompuesto y enfermo: el calor pone la carne verde y de ese mismo tono se ve la pasta en el pelo la hermana. A Rui, le parece asquerosa. El cemento de las casas se cubre con el verde pegajoso de la lluvia y “… el agua podrida era tan verde que se podía cortar con un cuchillo”. La historia se tiñe de selva y es verde la zona del casino del hotel en la que se reúnen los “retornados” –mote entre la burla y la conmiseración que se usaba para quienes volvían de las colonias- los que también podrían ser “verdes con lunares amarillos”, según la particular visión de Rui.
La selva invade el texto en verdes cotidianos, en usos impensados, en olores, en sabores casi siempre desagradables, muchas veces ligados a lo corrupto y la descomposición. Sin embargo y de vez en cuando, centellean el olor a manzanas de Silvana o la luz verde de las luciérnagas. Porque, al fin de cuentas, nada es del todo malo. Dibuja, también, la vida diaria de Rui en las aspas del ventilador, los azulejos, el sillón de cuero o el auto del padre.
Rezuma el veneno de la ausencia y destila las fragancias del recuerdo.
EL REGRESO
“Cómo es que se hace para regresar a casa”. La huida se torna en decepción. El hogar, esa tierra que jamás será propia, queda al sur, es caliente y suena como un tambor. La metrópoli es una decepción: hacinados en un hotel de “retornados”, Rui, su madre y su hermana transcurren la espera incierta del padre. Y, en ese transcurso, la imposibilidad de transformar una habitación de hotel en un hogar convive con la asistencia a una escuela donde la maestra se resiste a aprender sus nombres.
Porque, al fin de cuentas, las cerezas de la metrópoli no aparecen y las muchachas no son tan lindas. El anhelo transformado en realidad es el frío del invierno y la incertidumbre por el futuro. En su destierro, Rui piensa cuánto tiempo les llevará a los nativos, allá en Angola, ocupar la que era su casa, quién tomará sus lugares mientras él no encuentra el suyo. Una vez más, repica el son: allá y acá, nosotros y los nativos, los “retornados” y el resto.
El ritual de la vuelta al lugar donde nunca se ha estado vibra en los ecos de la tierra y celebra la vida, a pesar de todo. Por eso, antes de la partida hacia una nueva casa, Rui se demora en la terraza del hotel que no ha sido su hogar.
Sabe que el futuro es también haber estado ahí.