El Hastío: entrevista a Héctor Abad Faciolince
Entrevista: Lourdes Landeira, Viviana García Arribas, Gabriela Stoppelman
Edición: Gabriela Stoppelman, Víctor Dupont
“Pero tu luna, qué grito tan alto sobre los álamos; /qué hemisferio de hielo líquido te envuelve los bosques, /tu voz perdida, tu sombra que huye con un clavel, /y el clavel con su esqueleto de ámbar, perfumado de nieve. / ¡Cielo! ¡Cielo! Mi cielo muerto, con su isla de cieno/ en la garganta.”
“Si el olvido es agua”, Ricardo Molinari
Todo se inicia siempre después del comienzo y con una herida. Esta vez, fue hace 30.000 años, en Hannover, Alemania, donde dicen que se ha encontrado la más antigua pieza de ámbar trabajada por el hombre. Se me ocurre imaginar que la cosa había comenzado así: hace 30 millones de años, alguna furia mal digerida no pudo resistirse e hizo un tajo en la corteza. El árbol, entonces, defendió sus formas y exudó la resina. Las primeras gotas se despabilaron de golpe, al primer roce con una ráfaga que justo cruzó su andar por la zona. Ráfaga y gota se desconocieron, como dos extraños sorprendidos entre torpezas y suspicacias, propias de los enredos en cualquier origen. Sin embargo, no había tiempo para estrategias y mediciones. La gota fue más rápida y envolvió a la ráfaga en su vientre. Recién nacida y ya vuelta madre, decidió anidar para siempre. Dejar ver la cría a través, traslucir, pero nunca dar a luz.
A partir de ahí, todo fue camino de lecturas. ¿En qué punto y con qué derecho la resina interrumpió el curso de la ráfaga?, ¿de dónde venía ya hacia dónde se dirigía el viento que perdió una de sus lonjas, en ese apuro por siempre avanzar y avanzar?, ¿cuánta mutilación y cuánta vida se entrelazaban en esa captura?, ¿cuánta arbitrariedad y cuánta audacia había en su poesía?
Inclusiones paradojales. Una gota de resina y mucho tiempo tornan la ligereza y la agilidad de una escama de viento, en un núcleo semi duro, que sólo puede moverse si alguien intenta contar su historia. Y, bueno, pasaron los años de a millones, hasta toparse por ahí al caminante de Hannover, quien no pudo resistir el desafío. Vaya a saber con qué lenguaje y con qué herramienta el hombre superpuso su tacto y su memoria sobre la ráfaga envuelta en ámbar. Con sólo eso, comenzó a cocerse el hojaldre: capa sobre capa, lectura sobre lectura, se echó a andar el misterio. Mucho después, los griegos- que no se han perdido una-, le dieron una etimología: al notar el temblor de las resinas madres en contacto con los objetos, la nombraron “elektron”: “la que flota en el mar” (pero jamás se hunde), la que te pone los pelos de punta, la casi mínima partícula subatómica del lenguaje, que te permite comenzar a contar.
Y, luego, ámbar.
Por lo menos, desde ahí desovilla la poderosa prosa de Héctor Abad Faciolince. Gotea desde un tajo en la corteza, desde un garabato inesperado en la monotonía de las cosas, desde un pasillo angosto en las curvas del devenir.
ALCALOIDE EN GOTAS
“Por eso el poeta que consigue combinar varias palabras en una frase perfecta, siente un antiguo goce animal. La razón lleva las riendas de la prosa, que apunta a afectar nuestras facultades intelectuales; la poesía lleva las riendas sueltas (o carece de ellas, se monta a pelo en la yegua no domada del instinto verbal) y nunca sabemos a dónde nos puede conducir.”
“Testamento involuntario”
Nos interesó el prólogo de tu libro de poemas, donde decís que la poesía es el género literario que más leés y el que más temés también. ¿Qué temés de la poesía?
(Silencio.)
Es muy fácil ser mal poeta. Es, incluso, lo más común. Desde que la poesía abandonó ciertas características formales -que eran filtros para los poetas, por las dificultades técnicas a las que debían someterse quienes lo intentaban-, es más fácil engañarse con que cualquiera es poeta. De hecho, los “poetas” crecen como la maleza. Siempre he creído que en aquel dicho, “de poeta y de loco todos tenemos un poco”, lo que hay es una locura generalizada: todos se creen poetas. Quienes somos poetas espontáneos somos, en general, malos poetas. Los grandes poetas intentan oponerse al mal poeta que todos llevamos dentro. Pero el mal poeta que llevamos dentro se nos sale muy fácil. Incluso grandes escritores, muy buenos prosistas y novelistas, el mismo Roberto Bolaño, cuando se mete a hacer poesía, hace malos poemas. Porque la poesía es el género más difícil. La poesía es el alcaloide de la literatura. En un país que produce tantos alcaloides, como Colombia, la poesía produce el alcaloide del lenguaje. Y, en ese sentido, le temo porque fácilmente caes en algo que no es poesía, caes en la prosa, en la cursilería, en el sentimentalismo, en el ensayo. Y la poesía, tal como la entiendo, tiene algo musical, irracional. Muy hondo. Es la comunicación con lo que nos hace más humanos. Y con las partes más profundas y oscuras del lenguaje. Le temo, entonces, porque en la poesía afloran las cosas más dolorosas, íntimas. Pero también pueden ser las más cursis, las más tontas, las más ridículas. Se trata de un temor doble: al mal poeta y a que el poeta que finalmente brota descubra algo muy doloroso. Y lo que digo en ese prólogo es que, por esa experiencia temprana del suicidio de mi mejor amigo en la adolescencia, la poesía te conecta con algo que puede ser muy íntimo y quizá te convenza de que no vale la pena seguir viviendo.
¿Cuándo decidís que la narrativa no alcanza y hace falta el poema?
Creo que en la poesía no se toman decisiones. Es lo más alejado de la voluntad. El poema llega. Por eso, los buenos poetas tienen fama de vagos e inútiles. Porque ellos no pueden estar en un horario de oficina trabajando en sus poemas, ellos tienen que estar ahí, hasta que la poesía llega, en el momento menos pensado. Los grandes poetas son grandes caminantes. Borges, por ejemplo, o Dante o Machado. Los tres fueron grandes caminantes, y también Whitman, Lope, Goethe.
¡Pero Borges, durante gran parte de su vida, no trabajó!
Bueno, trabajó un poquito, leyó mucho.Tengan en cuenta que era ciego, es decir, inválido para muchos trabajos. Tenía derecho. Era vago, en cierto sentido, él mismo decía que era un haragán. Pero caminaba, estaba atento a lo que le leían, dictaba, pensaba, daba una conferencia y una entrevista tras otra. Esto de dar entrevistas es mucho trabajo. Pero la poesía no pasa por la disciplina del hombre laborioso. Creo que se pueden escribir cuentos o novelas con disciplina: sentándose todos los días, adiestrándose en el oficio. Hay que aprender ciertas mañas de la poesía, hay que leer poesía, hay que aprender los ritmos de la lengua castellana, hay que fijarse cuáles son las reglas de la eufonía de nuestro idioma. Cada idioma tiene reglas de su propia musicalidad. Pero eso no basta para escribir buena poesía pues el poema llega, espontáneamente. Entonces, uno es simplemente como una antena. Espera la llegada del poema y lo transcribe: por eso Borges decía que él era copista, redactor, y que cualquiera podía ser (de repente) el transcriptor de un gran verso que estaba en el aire.
OFICIO DE CARRETILLERO: OÍR EL ÁMBAR
“tomo mi desayuno /y sin saber por qué /mi pensamiento, /mi silencio se abisma /en la palabra sin. /Sin plato, sin taza, sin mesa, sin mantel. /Por supuesto sin ti. /Quedo yo solo, ayuno, /con esta poesía, y en silencio, /ensimismado en la palabra sin. /Silba como una espada, /desvaneciendo todo lo que toca: /Sin, sin, sin, sin, sin, sin.”,
“Testamento involuntario”
¿Y no hay algún modo de buscar? Vos, en alguna de tus citas, decías que a veces algunas palabras se te imponen. Mencionabas la palabra “sin, sin, sin”. ¿Vos no creés que, a pesar de que uno esté caminando y parezca ocioso, uno está buscando? Nosotros entrevistamos a dos músicos y ellos decían que, para componer, tenían un método de cartoneo. ¿No hay un poco de cartoneo del material en la poesía?
Aquí les decimos “carretilleros” a los cartoneros. Recogen cosas y hacen un trabajo de recicladores. En lo que creo es en el silencio, la soledad, las caminatas solitarias. El bajar la guardia, el bajar las defensas produce algo bueno. El poema puede aparecer dentro de ti. Con frases, con sonidos, con un sonsonete que se repite… Me ocurre, sobre todo, cuando estoy en un país donde no hablo la lengua y no entiendo qué dicen. Y hay una necesidad de comunicación y esa necesidad produce un lenguaje, un lenguaje dentro de mí. En la lengua que domino o me domina. Lo del cartoneo me pasa más en las novelas, durante su elaboración. Toda mi experiencia del mundo: las conversaciones, mis amigos, las comidas, la música de los conciertos, todo eso viene a afectar la novela. Filtro ese material, lo cuelo, y lo que me sirve aparece, luego, en el texto. Ahí sí me siento un reciclador, un cartonero. En la poesía, me siento más ensimismado. Cuando estuve conversando con Nicanor Parra ,lo que él me dijo sobre su forma de ser poeta se me parecía más a lo que yo hago para escribir mis novelas. Que es parar la oreja, oír, tener antenas gigantescas en los oídos. Es verdad que mucha gente tiene hallazgos lingüísticos, sonoros, frases que dicen mucho, incluso visualmente. Pero eso me sirve para la prosa. Para la poesía, siento que es una comunicación dentro de mí.
Como si fuera más musical que conceptual.
Sí. Porque la prosa tiene más que ver con la razón, con los conectores lógicos, con causas y efectos, con la narración, con el orden de una historia, con la manera en la que voy dosificando una información. La poesía es pura condensación. Condensación de sentidos, de sonidos, un alcaloide. Algo que llega a lo más puro. Es muy difícil, los más grandes poetas lo logran: un mecanismo de la más pura condensación de frases, de sonidos. Llena de alusiones. Decir muchísimo más de lo que está escrito y hacer que el lector caiga en una especie de éxtasis, del ensueño del que tanto hablan los buenos lectores de poesía…
Como un Big Bang. Una contracción…
Un aleph.
EL GRADO CERO DEL ÁMBAR
“Al mismo tiempo que coronamos la cumbre aparece el sendero de huellas y la primera malla de seguridad. No se puede seguir. Bordeando la malla, sin pisar el sendero de huellas (los guardias revisan que no haya marcas cada cierto tiempo), se puede llegar hasta otro alto en la sierra, y desde allí se alcanza a vislumbrar el llano grande de Paradiso, la torre de la abadía de Cristales, la autopista de seis carriles que baja al altiplano, el verde de los bosques, las primeras casas campestres, (…)”.
“Angosta”
¿Cómo aparece lo poético -no la poesía- en tu narrativa?
Por un lado, robo muchos versos. Robo versos ajenos. Algunos muy conocidos, incluso no los pongo entre comillas. A veces, al final de una novela, agradezco a los poetas vivos y muertos y pido perdón por haberme apropiado de algunos de sus hallazgos verbales. Cioran decía que a él no le gustaba la poesía así como no le gustaban los terrones de azúcar. A él le gustaba la poesía disuelta en prosa. Cuando yo no publicaba poemas, trataba de disolver la poesía en la prosa. Ese es un mecanismo que los buenos prosistas usan. Y es legítimo. Pero a mí también me gustan los terrones de azúcar, la poesía no disuelta, la poesía pura. Ahí disiento con Cioran. Al contrario, los que destilan demasiada poesía en la prosa y, en cada frase, hacen un aforismo o un verso, ¡eso es insostenible! No existe un lector con una concentración tan larga para poder soportar una novela repleta de poesía. Si recargas una novela entera con poesía, el lector explota.
¿Qué es un exceso de literatura en una novela?
A veces lo que quisiera sería regresar al grado cero de lo literario. Como somos sociedades y culturas que han nadado en el fenómeno literario durante siglos, a veces nos volvemos muy autorreferenciales. Escritores que escriben para escritores. Como hemos leído- y como muchos son académicos,- la literatura se vuelve un juego de iniciados. Y esa literatura no me interesa. A mí me interesa una literatura auténtica en la que los iniciados puedan descubrir cosas que otros lectores no, pero que ese otro lector pueda entender muy bien y pueda meterse en la historia sin un exceso de juegos y de artificios. Los artificios están más para complacer a una audiencia especializada, que para contar algo que tenga importancia o merezca la pena ser contado. Me refiero a eso, a cierta endogamia de los escritores que se relacionan sólo con otros escritores o con profesores de literatura y se olvidan del mundo, de que hay muchas otras cosas. Yo no leo sólo literatura, leo divulgación científica, ensayos, historia, periodismo, cosas que no son ficción. Leo todo lo que se me pasa por delante. Y ese contacto con otras disciplinas es bueno. Y también, con la gente común. Cuando termino una novela, me gusta entregársela a lectores no especializados, que gozan mucho leyendo y tienen apuntes más espontáneos y tranquilos que los especialistas. Yo estuve en la academia y estuve a punto de cruzar ese umbral y de volverme un especialista en el teatro de Lope de Vega. Pero renuncié a ese camino por amor a la literatura, por amor a las historias. Y ese amor a las historias no me acerca más al estudio metódico. Yo me formé en escuelas narratológicas, en los formalistas rusos, en estudios muy, muy serios y concienzudos en literatura. Pero llegué a saturarme a tal punto, que hoy leo mi tesis sobre Cabrera Infante, desde un punto de vista formalista y narratológico, y no la entiendo.
AL PIE DEL ÁMBAR (O ENTRE PARÉNTESIS)
“(Aquí debo abrir otro paréntesis: fuera de los papeles de Davanzati, hubo un periodo en que me interesé también por sus desperdicios, y más aún, por los desperdicios de toda la casa, es decir de las señoritas Montoya, del doctor Molina –los míos, por sabidos, me interesaban menos- y los de mi escritor. Era curioso, era como un rastro, un pedazo descartado de la vida de todos ellos, pero un pedazo elocuente de lo que iban siendo, del pausado o disparatado transcurso de sus días. Davanzati tiraba su basura –salvo los papeles escritos, que seguramente vaciaba de su papelera- empacada en pequeñas bolsas de mercado, que empecé a abrir; (…) Contar lo que hallaba en las bolsas de las señoritas Montoyas, me aburre; en realidad, después de un par de semanas jamás volví a abrirles sus luctuosas bolsas, idénticas siempre y con un olor acre a incienso y mirra. Y en cuanto a los restos de mi escritor, ya les dije lo que solía comer y beber –una botella de vino cada dos días, una de ron o brandy a la semana-, pan francés, costras de queso, restos de grasa de jamón serrano, una hoja marchita de lechuga…, en fin, ya dejemos este paréntesis aquí)”,
“Basura”
A vos te interesa más, tomando tus propias palabras, lo que los académicos entenderían como “basura”, los restos… Aparecen muchísimos en toda tu obra. No sólo en lo conceptual, sino los usos que hacés de muchos espacios. Lugares no muy prestigiosos, como notas al pie o los paréntesis.
No soy muy consciente de los mecanismos con que trabajo. Los restos y la basura tienen que ver, en la escritura, con lo que vale la pena y lo que no vale la pena. Y, sin embargo, en lo que uno abandona, en la duda, en el titubeo, en el intento de ponerse en las faldas de la lectora, ahí me nace el paréntesis. La lectora tendrá esa objeción, yo le contesto entre paréntesis. Entonces, el paréntesis, el inciso, la aclaración, lo aparentemente inútil se me vuelve imprescindible. Es casi un diálogo con quien me lee. Le digo “esto que yo desecharía te lo voy a decir, porque lo que tú estás pensando, yo también lo estoy pensando”. Yo traté de recoger todo este tipo de material en un libro que se llama “Basura”. También porque el libro anterior se llamaba “Fragmentos de amor furtivo” y les pareció muy frívolo a los críticos y a los académicos, muy poco elaborado. Entonces, hice un juego metaliterario y escribí un libro que pudiera gustarles más a los profesores. Fue una especie de venganza. Y decidí hacerla con toda mi basura, con todos mis cajones. Encontré ese esquema que me regaló un amigo, la anécdota de un vecino de un productor de cine que vivía en Madrid. Un día el vecino encontró un guión del productor, Querejeta, desechado en la basura. Luego, iba siempre al cubo de la basura a ver si encontraba otro guion. Ahí estaba el embrión de la historia: alguien que busca en la basura de otro la inspiración desechada. ¿Quién no hubiera querido escarbar en la basura de García Márquez y encontrar los desechos de “Cien años de soledad”? O tantos papeles, borradores… A lo mejor, ahí había unas claves, unos secretos. En lo que uno no muestra o esconde, se cuelan temores, intimidades, cosas reveladoras. Pero, al mismo tiempo, el escritor que no corrige, en general, es un mal escritor. Yo concibo la literatura como un trabajo lento, de corrección, de quitar restos. Pero como me cuesta tanto quitar lo inútil, quizá por eso aparezca tanta basurita, tanto paréntesis, tantos incisos.
Nuestro señalamiento marcaba algo al revés. En las notas al pie de “Angosta” no hay elementos prescindibles. Aparte, el paréntesis y la nota al pie son como un monoambiente, una casita especial que vos le das al texto, donde el texto se destaca. Ahí hay una inversión de la lógica habitual. Ciertas cuestiones centrales de tu poética están en las notas al pie de “Angosta”. Por ejemplo, los retratos y las biografías de los personajes…
Se supone que, en la novela clásica, cuando aparece el personaje, uno hace el retrato del personaje. En vez de hacer eso, ¡tac!, lo mandé a la nota. Y eso me divirtió. Como en el cine o en el teatro, que se puede describir brevemente cómo es un personaje. Entonces, lo caracterizas, le pones la edad, la estatura, los vicios… Es un juego que en “Angosta” funciona. Y los paréntesis. Es que hay paréntesis de muchos tipos. Uso mucho el paréntesis, sí… No sé…
La página con una nota al pie tan alta y el texto arriba da como esta figura de capas superpuestas. Que también es la figura de “Angosta”, estos círculos concéntricos, como una milhojas… Y esa figura aparece también en el resto de tu obra: distintas capas de dimensiones de realidad: “la imaginación como filtro de lo vivido”, “la escritura como una manera de vivir más intensamente lo que se vivió”, la lluvia del texto que también llueve afuera… Fuera de tus narradores, ¿vos tenés esa mirada de lo real, como si fueran círculos concéntricos de dimensiones de realidad?
(Silencio profundo.)
Lo que tengo es mucha dificultad de ser muy consciente de mis procedimientos.Yo no sé bien… yo… yo… sé que, cuando trabajo, escribo muy rápido, soy muy buen mecanógrafo y, entonces, no tengo que desechar casi nada de la mente. Todo lo puedo ir aglutinando y superponiendo en capas. Y después debo echar mucho machete y borrador para que esa cantidad de capas, de asociaciones simultáneas, funcionen. Y también tengo cierta confianza poética en que, si algo se asocia, es porque tiene algún sentido o podría tenerlo. Pero, cuando echo machete, no puedo quitarlo todo. Y aparecen ahí esas capas o círculos concéntricos. Como obsesiones que vuelven, reaparecen. Y son imágenes casi oníricas. Tengo una memoria tan mala…. Y, encima, trato de escribir con la memoria. Mi memoria crea, sola, con restos diurnos. Para decirlo en términos psicoanalistas -que no me interesan mucho-, pero, tratándose de Argentina…,
¡No! ¡Hay lugares en Argentina en que no funciona el psicoanálisis como un rey!
Yo tuve mi período psicoanalítico con una psicoanalista argentina, canónica, judía, que vivió aquí en el exilio…
La psicoanalista, si no es judía y argentina, no es canónica.
Fue desde los 18 hasta los 21 años. Y luego me curé de eso. Así como del catolicismo, a uno le quedan residuos, restos de la locura de ambas religiones: el catolicismo, el psicoanálisis…
EL ÁMBAR QUE SEREMOS
“Mi padre era doctor y olía a limpio. /Me gustaba el recuerdo de su olor /sobre la almohada/ (…)/Por la mañana amaba/ las huellas de sus pies en las baldosas /y los rollitos de los calcetines /dejados en el suelo /y sus muchas corbatas en el clóset /tras el frasco de agua de colonia, Roger Gallet, que alguna vez regué. /(…) / Yo tocaba tambor en su barriga /y desde sus rodillas /en las lentas mañanas del domingo/rodaba piernas abajo por las espinillas. / Mi padre vacunaba por las selvas, /daba horas y horas y más horas de clase /en la universidad y también en las cárceles, /participaba en marchas de protesta /empuñando con furia sus pañuelos blancos /y publicaba artículos en los periódicos /diciendo el nombre de los torturadores, /«capitán tal, sargento hijo de tal», /denunciando secuestros, /asesinatos y desapariciones. /Yo lo quería tanto que, de niño, /había decidido morir si él se moría. /No lo cumplí de grande, hace unos años, /cuando no se murió sino que lo mataron. /Aunque era manso, /tal vez porque era manso lo mataron. /(…)era manso y valiente porque estaba en peligro y no sentía miedo /y su única arma eran las teclas /de una Olivetti azul /o el azul de la tinta de un bolígrafo. /(…) /Nunca entendimos que lo hubieran matado /ni que el traje con sangre /que me entregaron en el anfiteatro /pudiera ser su traje con su sangre. /¡Nunca sangre tan roja entre mis dedos! /Había en los bolsillos un poema de Borges, «Epitafio», /una lista de muerte con su nombre, /y una bala incrustada /en el forro del cuello. /La bala fue una de las seis que lo mataron /y no la conservamos; /los nombres de la lista /fueron siendo borrados,/ en los meses siguientes, /por los asesinos. /El poema decía: /«Ya somos el olvido que seremos». /Y es verdad. A veces lo olvidamos. /Yo voy a recordarlo el día que me muera.”,
“Memento”, Caracas, febrero de 1999
Todas las religiones del siglo XX a uno le dejan las huellas.
Vos sabés que, cuando me mandaste tu libro de poemas, algunas sospechas que teníamos se confirmaron, de ciertas cuestiones aparecidas en tu narrativa encuentran una gran condensación en tus poemas. Por ejemplo, el modo en que el pasado deja huellas en los objetos… Como si las huellas de la mesa tuvieran la memoria de tu padre o, al tomar un florero, estuviera la huella de una antigua lluvia o del sudor. Los cuerpos se impregnan en los objetos para poder pasar. ¿Sos consciente de cómo la memoria queda pegada a los objetos?
Muy consciente no soy, pero soy un acumulador de cosas. No tiro nada a la basura. Voy mucho a anticuarios y compro objetos que no tienen mucho sentido. Últimamente, tengo la obsesión del ámbar. Y el ámbar es eso donde queda un insecto, una rana. Tengo un pedazo de ámbar bellísimo con una especie de escorpión o de alacrán adentro. Eso queda preservado en una gota de resina de pino, durante decenas de millones de años. Bajo la arena, eso se guardó perfectamente. Eso me fascina.
Una metáfora muy poderosa de la memoria. De sus huellas.
Casi todas mis novelas han surgido primero en forma de poemas. Ese poema de mi padre lo escribí en Caracas en el 2003, o antes, ahí podría estar el resumen de “Todo el olvido que seremos”. Y hay un poema sobre mis hermanas y la relación con la finca. O el poema del trópico, que anuncia lo que va a ser “La oculta”. Creo que aparece primero en esa forma decantada, en esa forma alcaloide de la memoria para que luego yo lo pueda hacer explotar. Es como si el poema fuera una gota de ámbar también. Un ámbar que conserva algo antiguo y, a partir de ahí, permite hacer una reconstrucción más extensa y contada de todo. Por ejemplo, en el poema “Memento” está todo “El olvido que seremos”. Luego, lo quise más claro, más largo… Pero del poema salta una chispa, un electrón, como decían los griegos, y esa chispa enciende la novela.
LA INFANCIA DE UNA GOTA
“Vive tu tristeza, pálpala, deshójala entre tus ojos, mójala con lágrimas, envuélvela en gritos
o en silencio, cópiala en cuadernos, apúntala en tu cuerpo, apúntala en los poros de tu piel. Pues
sólo si no te defiendes huirá, a ratos, a otro sitio que no sea el centro de tu dolor íntimo.”,
“Tratado culinario para mujeres tristes”
Justo nombraste “El olvido que seremos”. Allí decís que, a cualquier garabato que hicieras, tu padre lo consideraba escritura. Y tu obra muestra esa génesis: a partir de un garabato, un resto, una huella deshilvana y anda ¿Todavía hacés garabatos?
Sí, sí. Aquí hay un baúl lleno de garabatos
Yo hago y hago garabatos, esto está lleno de notas, de cuadernos, hay centenares. Aquí está todo. En cada una de estas libretas hay montones de ideas inconexas, siempre llevo cuadernos por todos lados. Primero, nace en cuadernos feos o bonitos. Y tienen garabatos, por supuesto. Y tienen imágenes, dibujos, ellos me permiten pensar en cómo puedo organizar el espacio. Luego del garabato, empieza a desarrollarse la historia. La novela nueva se llamaba “El centro”, ahora el título es más complejo: “Tal vez el centro”.
Es como el grado cero el garabato. Como si, a partir de ese centro, de ese aleph, se desarrollara la narratividad.
La idea es muy gráfica, visual. Hay un círculo y hay un centro. Es el centro de la ciudad, el centro de tu cuerpo, el centro de tu vida. El centro queda más o menos entre el ombligo y los genitales. Recuerdo poemas sobre el centro, recuerdo la dorada medianía. Hay un montón de asociaciones. Recuerdo el centro en el espectro político. Este es uno de los temas de la novela. Pero una novela tiene que contar algo. Aparte, tiene que haber música, no se me puede olvidar. Le ando preguntando a la gente “para ti, ¿cómo es el centro? ¿Cómo debe ser el centro?”. El urbanismo del centro, por ejemplo, y escribo ensayos sobre centros de las ciudades. Y hablo con gente que anda en bicicleta…
Es como un centro móvil. Por ejemplo, “Angosta” tiene un centro desplazándose. Salvo el del ombligo, difícil de mover, parece que el centro se desplaza, por eso es inasible.
En las ciudades modernas, el centro se desplaza. Se abandona el centro cuando se pierde. Y es lo que pasa en “Angosta”. En cada barrio se produce una especie de centro, donde muchos caminos confluyen. En esta nueva novela, hay una “Angosta” todavía no partida en tres zonas, en tres grupos, en tres climas…
El grado cero de “Angosta”.
Creo que me faltaba el embrión de “Angosta”, “Angosta” apenas en desarrollo. Es decir, anunciar por qué “Angosta” llega ser “Angosta”, a través de una historia, a través de alguien que dirige un teatro en el centro.
CENTRO AL ÁMBAR
“De repente, cuando menos lo esperan, en plena oscuridad y cuando todos duermen, menos él, el oscuro silencio se vuelve un diluvio de relámpagos. Con el ruido y la luz todo se aturde y todo se ilumina.”,
“El amanecer de un marido”
Justo hablás de centro y nosotros tenemos marcados la cuestión de los núcleos duros. Escuchá esta cita: “La última mancha de tinta en la página izquierda era, simplemente, la inicial de su nombre. No su nombre completo ni su firma, sólo una letra en mayúscula y la tercera del abecedario.” En otra parte, dice: “Convertirse en otro es siempre una ilusión.” En otra parte: “El joven parece suspendido en esa eternidad que tiene la belleza, la cual sigue siendo siempre lo que es a pesar de las modas y los años.” ¿Hay un núcleo duro? ¿Hay un centro en la subjetividad interna y colectiva que sea inamovible?
(Silencio)
No sé si lo hay, pero sí lo busco. Trato de encontrar ese núcleo duro que, quizá, no exista. Hay una imagen muy bonita en Peer Gynt, de Ibsen, la de quitar las capas de la cebolla buscando el centro, la semilla. Y, en el centro de la cebolla, no hay nada. A veces, en la vida uno busca y busca y sucede como con la cebolla. Pero, en otras ocasiones, ocurre como con el mango, como el melocotón, donde sí hay algo adentro, duro, un núcleo donde se protege el ADN. Todo eso que vuelve a la tierra- por ejemplo, la semilla del melocotón-permite la sobrevivencia. Cuando caiga al suelo, lo que envuelve lo esencial es solo azúcar que le permite al núcleo sobrevivir, nutrirse mientras llueve, mientras encuentra tierra fértil.
¿Es deseable que haya un núcleo duro? ¿No sería un “más allá de eso no se puede ir”?
No sé si es deseable. Pero uno no puede buscar las cosas porque sean deseables, la pregunta es si existen o no. Vos mencionabas antes el Big Bang, y a mí me parece que esa teoría es demasiado bonita para ser cierta pero, a lo mejor, pese a su belleza que parece inventada, es cierta. Es casi como religioso, todo estaba reducido a un punto infinitesimal antes del tiempo y del espacio y todo apunta hacia allá. A mí un poco me decepciona, yo preferiría una historia del universo más caótica, con más azar y sin un principio o un comienzo. Sin embargo, a pesar de que la imagen o la metáfora me decepcionen, quizá sea así.
Es parecido al proceso de la escritura…
Yo busco mucho si hay en nosotros algo puramente biológico que determine nuestra manera de pensar, de ser, que nos arrastre, que sean las riendas que nos llevan, nos dirigen sin darnos cuenta, una negación de la voluntad y del libre albedrío… Yo busco esas riendas y sería decepcionante encontrarlas. Pero, si existen, existen. No lo sé.
LLUVIA DE ÁMBAR O EL HASTÍO ENCAPSULADO
“No hay receta posible: ni los amores ocasionales, o cantos de sirena, que al cabo de los meses nos dejan sin cuerpo y sin aliento. Ni los semi-privados de libertad aparente, donde cada cual conserva su independencia, pero ni esta misma nos resguarda del tedio ni de la desconfianza. Ni el matrimonio calculado, puro contrato económico de conveniencia, que acaba siendo una cadena perpetua. Ni la compañera perfecta, diosa ideal que encierra en sí todas las virtudes físicas y mentales, pero que ni aun en tal caso es inmune al desgaste de los siete años (para las diosas inmortales siete años no son nada, pero a Ulises le parecen largos como la vida entera)».
“Las formas de la pereza”
En uno de tus cuentos, del “Amanecer de un marido”, hablás sobre un escáner de los pensamientos. Y el narrador, mediante reflexiones, llega a una situación en la que, lo único que le queda a la literatura- como núcleo duro, digamos- son el amor y las pasiones.
Sin embargo, es mucho. Porque los seres humanos somos máquinas para detectar mentiras; para saber, por ejemplo, cuándo ustedes tres son interlocutoras mías sinceras, interesadas, concentradas en esta conversación. Y, a la vez, ustedes están viendo en mí, en mi manera de hablar, en mis gestos, qué hay de autenticidad, qué hay de pose. Luego, sacarán sus propias conclusiones. Y, en las relaciones de uno, con gente que apenas conoce, uno está con esa mirada un poco desconfiada siempre al comienzo. Por eso las relaciones amorosas ya de confianza, de tranquilidad, son tan agradables, uno baja la guardia. Y, cuando esa persona habla, piensa que lo que está diciendo, cada palabra, reproduce lo que está pensando. Y esa es una de las maravillas de una relación de convivencia. Uno pasa un largo período tratando de ver si esa persona a tu lado sí es lo que es. Si dice, por ejemplo, que es muy honesta y justa, pero trata pésimamente al camarero, entonces lo que dice no tiene nada que ver con lo que actúa. En cambio, si vemos una correspondencia entre la manera de contarse y lo que hace, entonces, bajamos la guardia… Uno, en las novelas, trata de entender estas cosas.
Sin embargo, cuando uno baja la guardia y hay confianza y todo es explícito, ahí, el peligro es el tedio. El aburrimiento que también es una figura que aparece en tus textos. Y, para ir cerrando, este número de la revista tiene como tema el hastío. ¿Qué cosas te hastían?
Tengo un ensayo muy largo que se llama “Las formas de la pereza”, es el primero de un libro de ensayos. Me obsesioné mucho, leí muchísimas novelas y ensayos sobre el tema del hastío, del aburrimiento, de la inactividad, del ocio. Palabras que tienen un campo semántico familiar. Tiene que ver con la experiencia de mi primer matrimonio. Yo no me he casado, pero me fui a vivir con la madre de mis hijos, a los 22 años. Y era la perfecta confianza. Y ella la perfecta bondad. Y todo lo que ella hacía estaba bien. Y no peleábamos ni discutíamos. Yo no me podía ir de esa relación. No tenía motivos para irme. Pero era desesperante…
¡Me imagino! Una meseta…
Era el yugo de la bondad, de la confianza y de la tolerancia. Eso crea unos barrotes de gran tamaño. Era imposible de romper para mí. Ese ensayo era el intento de entender el aburrimiento y el hastío en el bienestar. Porque, cuando uno está muy pobre y tiene que salir a luchar por su alimento o siente dolor o angustia, no hay hastío. Es una condición del bienestar. Las sociedades que mejor están, se hastían más. Quienes están buscando darle de comer a sus hijos, no se aburren. Sufren, luchan, putean, roban, pero no se aburren, no tienen tiempo de aburrirse.
Una cosa que decís vinculada a los matrimonios “De mis dos esposas aprendí que se puede querer a una mujer y amar a otra sin sufrir el pavor de la bigamia”. Si el matrimonio es el hastío, ¿la bigamia no es mucho trabajo?
Eso que escribí no es verdad. Es un mal chiste. Ahí se me salió el mal poeta que llevo adentro, es decir, la insinceridad, la falta de pensamiento serio. La bigamia no es ninguna solución. Viví, por un tiempo muy breve, una especie de bigamia y creo que es devastadora para uno y para las otras, y no sirve para salir del tedio. O tal vez sirva para salir del tedio, pero provoca cosas más devastadoras que el tedio, aunque habría que añadir aquí también un paréntesis: (casi siempre).