El Desaliento: Escenas del Centro Educativo Isauro Arancibia.

Por Mariana Paula Dosso

PRESENTES NÓMADES

Andar solitario o en manada. Una mochila a cuestas y un sueño que amanece y se tira a descansar en algún rincón librado de la lluvia. Un presente lleno de temporalidades y suelto de planificaciones absurdas.

“Aquí y ahora” abraza una intensidad que no todos pueden palpar sin aturdirse.

“Aquí y ahora” resultaría en una filosofía de vida, si alguno la pudiera elegir.

Cuando el  presente continuo son las migajas de un sistema injusto, el cantar es otro.

Así las cosas, es importante hilvanar los detalles de la vida para cubrir el desamparo. Eso es algo de lo que sucede en la escuela Isauro Arancibia.

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LAZOS AL VIENTO

Desde las más variadas edades y distinciones de ropa, los invitados se animan al semicírculo. Algunos parados y otros en las sillas dispuestas a la escucha. La maestra balancea la cabeza para indicarle a un joven el momento de compartir su experiencia en la escuela. Ambos de pie al futuro, hacen una posta con el micrófono y el estudiante comienza a cautivar al público:

Estudiar y que él me vea estudiar

Su mirada y la mano libre buscan la vergüenza de un niño entrelazada a las piernas del adulto. Cuenta de sus años en prisión, de su salida y del deseo cambiar el rumbo. Trío de frases. Tres vidas en una. Encontró a su pareja, decidieron tener un hijo y ahí están, ambos amores, en el acto de reinauguración de la escuela.

Volvía a mi casa y teníamos temas de qué hablar. Les contaba qué habíamos hecho en la escuela.

Aires frescos renuevan los tiempos. Un estudiante del Plan Fines pide que el Isauro siga, que no derrumben el edificio recién puesto en condiciones, por el paso del Metrobus.

ANUDAR

Unos ojos donde entrever la intensidad de la vida y una sonrisa tan amplia como las ganas de ir a la escuela. Es un niño de 7 años. Hagamos el ejercicio de recordarnos a esa edad. O de mirar entre cotidianeidades absurdas e identificar a esas personitas. ¿Qué quisieran hacer? Jugar. Sentir el cuidado. Tirar la pelota más lejos aun. Recibir un abrazo, aunque la cara sea de orgullo. Atesorar un muñequito. Hamacarse. Correr hasta atrapar a su amigo. Querer a una maestra por un cálido saludo.

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Vino acompañado de su mamá -podría no haberlo hecho así, podría haber venido con un tío adolescente u otro amigo del barrio- y, pese al cansancio de su sonrisa, todavía se le ilumina su cara. Preocupada porque en la escuela de su barrio, allá por Wilde, su hijo no va, no quiere ir. Quienes la recibieron intentan, por unos minutos, que la realidad se asemeje un poquito a ese ideal de justicia social: “tiene la edad para estar en primer grado y es importante que esté con chicos de sus edad”.

Pero la mamá insiste.

No va. Y, si va, no hace caso a las maestras ni a la directora. Se cuelga de las rejas. Se escapa. Me llaman, pero a veces no puedo ir, no puedo dejar la casa sola. Yo quiero que estudie, que termine la primaria.

¿Sabrán las maestras que su mamá, con menos de 20 años, cuando el cuidado de los otros tres hijos afloja, mira los cuadernos, lo ayuda con las tareas y le lee si encuentra algún libro?

No es fácil, como dirían los cubanos.

Tal vez lo sepan, pero el agotamiento llegó al borde. Damián no sabe sobre las condiciones institucionales del trabajo solitario de los docentes, de la formación caduca ni de un Estado que aún no puede resolver cuestiones apremiantes; que se enreda entre cantidad de políticas focalizadas y cae a los pies del mercado. O sí, lo percibe en ese “no sabemos qué hacer con vos”.

Damián comienza en el “grado de nivelación” del Isauro, un multigrado para los niños y niñas con la idea  de “nivelar” para estar en el grado que les “corresponde” por su edad. Lleno de comillas está el sistema educativo. Trayectorias teóricas, imponer una cronología de aprendizaje: un mismo tiempo, mismos contenidos y la misma edad. Cronología que estalla por los aires en las realidades cotidianas, mientras el sistema insiste, no se desanima, la formación docente se aferra a esa cruz que les pesa a los estudiantes.

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En el Isauro, hay muchos gestos de amor para intentar transformar sus dolores en espacios de aprendizaje y animarse a escuchar a sus compañeros y maestros. Poder permanecer sentado por un rato también es una pausa que ayuda a acomodar saberes y reflexiones, ¿con qué norte se los apropiará Damián?

ENREDADOS EN LA INOCENCIA

Aparecieron dos niños en el segundo piso de la escuela. En ese momento, no teníamos un espacio para sostener entrevistas o conversaciones. Nuestro nomadismo como equipo de apoyo pedagógico nos llevaba al pasillo, a un aula desocupada, al descanso de la escalera. Así y todo, intentábamos velar por esa intimidad necesaria para abrigar sensaciones, sentimientos, relatos de experiencias de vida.

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No recuerdo bien cómo llegaron. Creo que lo hicieron acompañados por algún estudiante. Nos convocamos con la psicóloga. Se me pierde entre las imágenes de ese día quién a quién: cuando se trabaja en equipo, se desdibujan las direcciones y es fácil confluir en las tareas. Nos ubicamos en el descanso de la escalera de servicio. Este era un lugar común para generar un encuentro fuera de los ruidos y conversaciones de otros estudiantes y docentes. Les llevamos dos sillas donde se sentaron y nosotras dos nos ubicamos en los primeros escalones. Mi memoria no me ayuda con las edades. Sí, con que sus pies apenas rozaban el piso, los balanceaban al hablar. Se llamaban Ismael y Juan. Un poco desprolijos y sucios, como puede estar cualquier niño luego de jugar. Ellos andaban así, sin un adulto que los corriera detrás para que se lavaran sus caras. Cada tanto nos mirábamos con la psicóloga, esa ternura presenciada había que compartirla. Paraban por el centro de la ciudad, por Lavalle. Uno de ellos nos contó que hacía sólo días dormía en la calle. “Sólo días”, como si ese “sólo” lo protegiera y cuidara. Nos relataron algo sobre sus familias, sobre su barrio y sobre sus ganas de ir a la escuela. Les “tradujimos” la propuesta pedagógica del Isauro.

Al finalizar la charla, nuestras miradas se detuvieron en sus manitos. Sacaron de sus bolsillos unas bolsitas. Dentro, había unos muñequitos con los que se pusieron a jugar.

HILOS IMPERCEPTIBLES

Lado A

Llamado telefónico al 107. Emergencias.

Hay una alumna que está con convulsiones, recostada en el piso.

El sentido común diría que la ambulancia llegaría a la escuela a la brevedad. Pero no. Otra espera.

Hola, yo llamé hace un rato, hablé con el operador 35, la alumna sigue con convulsiones y no vino la ambulancia.

-De qué escuela.

Del Centro Educativo Isauro Arancibia. Mirá, la alumna está con los maestros, pero no saben qué hacer.

-¿Qué edad tiene?

-En el llamado anterior ya les pasé los datos, 17. ¿Cuándo vienen? Es una urgencia.

-¿Cómo está la alumna?

-Sigue con convulsiones. ¿Pueden venir?

-El pedido ya lo pasé, cuando haya disponibilidad, va una ambulancia.

El desamparo envuelve a todos los actores de la escena. Los cuerpos se funden en la impunidad y en el descuido. Un pedido de auxilio, el derecho a la salud, un gesto de humanidad.

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Irina tuvo varias veces episodios de epilepsia en la escuela. ¿Será que era el lugar donde se sentía cuidada y mimada?

Lado B

En una de las vueltas en la guardia, Irina estaba sentada sobre una camilla, a la espera de una revisión médica. Ya tranquila y sin ningún síntoma, conversaba con la trabajadora social. Los médicos y enfermeros iban y venían. Detrás de la precariedad del biombo, se podían recomponer escenas de accidentes de motos, alguna situación de violencia en un hotel, un dolor fuerte en el corazón. El personal del hospital seguía en movimiento.

Compartían el box con una anciana, recostada en otra camilla, semi tapada, como si el tiempo disponible de los médicos sólo hubiera alcanzado el primer paso: apoyarla. El resto de la secuencia quedó trunca: traerle alguna almohada, cubrirla con una manta, dejare algún vaso de agua. La mujer demandaba ayuda y nadie acudía. Ella era sólo una súplica entreverada con el quejido.

La estudiante se levantó de su camilla, se acercó, tomó las sábanas con el mayor de los cuidados, tapó sus brazos y le susurró ternura. Envolvió su desamparo y trajo un gesto de humanidad en la desolación de la urgencia.

ENHEBRAR DESDE EL OTRO

Es un día de fiesta. Se “jura la bandera”. Pero… en la escuela Isauro Arancibia ese “pero” es multicolor. Si algo promovieron los maestros y los estudiantes, es la cantidad de colores por las que puede pasar una propuesta educativa. Lo múltiple, lo diverso, los matices, los detalles, la pincelada y el trazo fino en cada recorrido escolar. Así, también juran la bandera.

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Es un día de fiesta y eligieron la Legislatura Porteña. Son tan estudiantes como otros y tan ciudadanos como cualquiera. Insisten en esto. No se desalientan por más que, a cada vuelta de página, en cada andar por instituciones públicas, hay que nombrarlo, disputarlo, hacer lugar a empujones.

Un salón un tanto solemne los recibió. Otro, ablandado por las experiencias más genuinas, los despidió.

Los estudiantes ingresaron al recinto. No sólo los de 4to grado -¿por qué esa manía de los grados y de segmentar el aprendizaje?-. La bandera argentina, tan propia de una escuela con huellas de un potencial igualador y tan permanente el riesgo de que su flamear no sea más que “la argentinidad al palo”. La seguían banderas de otros países de Latinoamérica entrelazadas unas con otras: un trencito de recreo en cámara lenta.

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La patria es el Otro. Patria Grande hecha de pequeños gestos multicolores. Patria entre todos. ¿Por qué no soñar con un Estado Plurinacional como en Bolivia?

Prometen junto a todas las banderas de Latinoamérica en la Legislatura de la Ciudad.

Impecables. Es un día de fiesta ¡Que nadie se los arrebate! Ni aquel maestro sentado en su escritorio toda la mañana. Ni la Ministra de Educación de la Ciudad, ni el Jefe de Gobierno: todos incapaces de percibir la vida hecha bandera.

 

TRAMA SIN BORDES

Si alguien quisiera hilvanar la tarea de los docentes, la puntada comienza desde la realidad de los estudiantes, así como son y desde lo que la sociedad les echó en suerte. La aguja vuela hacia los derechos y la utopía de un mundo entre iguales y se vuelve a posar unos milímetros más adelante, justo para asentar la capacidad alquímica de la educación.

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Un maestro que no duda de la posibilidad de aprender del “otro” buscará, en su invención cotidiana, la manera de que esto suceda. Insisten los maestros. El desaliento aparece, claro está, cómo desatenderlo en una trinchera donde el cúmulo de vulneración de derechos no deja ver el horizonte. Pero, así como aparece, se puede disipar con un nuevo proyecto, una idea para planificar la siguiente clase o llamar a un compañero para reflexionar sobre la situación y abrazarse en lo nuevo.

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Trasgredir la ley e ir de la mano de la ética. Un reglamento escolar que deja afuera a potenciales estudiantes. La calle. La escuela. La familia. Tres espacios. Tres legalidades en pugna. La inteligencia de los estudiantes las hace jugar en cada espacio. Cambian de rol y a veces saturan, demasiado esfuerzo contenido. La potencia en la calle, la palabra en la escuela y en las familias: un popurrí de relaciones y emociones. Ahí van los maestros, reparten hilos a paso lento. La escuela Isauro Arancibia no es una ONG ni una propuesta de caridad. Es una escuela pública porque los maestros se volvieron “sujetos” de las políticas públicas. Suman por aquí, suman por allá. Quien tenga como fin acumular no podrá percibir la integralidad de esta propuesta educativa. Astros en constelaciones, variantes, lunas de madrugada, trayectorias diversas, experiencias múltiples, soles de medianoche, movimiento y una propuesta que crece, avanza, no para, no se desalienta, desarma constelaciones o pide de otras galaxias. Suma e integra, se dispersa y vuelve al centro: los estudiantes.

 

 

https://drive.google.com/file/d/0B_sGPp-Y_7TZMXNDOFNBaWxXSkE/view

Nota: Las fotos son de Martina Matusevich.

www.facebook.com/isauro.arancibia

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