El cuidado del otro: Sobre el Indio

Por Néstor Grossi

YO SOY NADIE, EL MONSTRUO NO MUERDE MÁS

Sí, puede que cuidarse uno mismo sea cuidar al otro. Pero, desde cierto ángulo, cuidarse uno mismo es el pilar de toda anarquía. Cuidarnos entre nosotros era no llamar la atención de la poli, siempre ahí afuera, esperándonos, no responder a las agresiones y volvernos a nuestros barrios en paz. Todo eso lo aprendimos del Indio, que, después de veintisiete años renegando desde un escenario, logró adoctrinarnos.

Hablar de todo esto a tan solo un mes de lo sucedido en Olavarría no es tomar una posición. Yo no estoy en condiciones de analizar el «fenómeno sociológico» del Indio, ni de filosofar sobre el tema. De toda esa mierda ya tuvimos lo suficiente estos últimos días. La verdad, nada me sorprendió. Ni cómo lo despedazaron al Indio ni lo que pasó durante el show. Sólo me vino a la mente el recuerdo de aquel primer “Obras” al aire libre, un gran ensayo general de lo que serían las futuras misas o, como prefiero llamarlo: el primero de todos los rituales.

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EL INFIERNO, SIEMPRE ENCANTADOR. ESA NOCHE

La primera vez que vi a los Redondos fue el 27 de octubre de 1989, en «Satisfaction pub», un cine transformado en un boliche rockero a gran escala, sobre Lima, a dos cuadras de avenida San Juan. Comenzaba la gira de «Bang bang, estás liquidado», una serie de conciertos que pasaría por el Estadio Obras, por el Parque Sarmiento en un par de fechas y que volvería a Obras, en diciembre de 1990, para cerrar el año y terminar la grabación del nuevo disco. Menos el que hicieron en Uruguay, creo que no me perdí ni un recital de la gira.

La noche de Satisfaction fui con el bajista de mi banda de entonces: «Asistencia Kriminal». Y sí, éramos punks. Pero “Los Redondos” nos volaban la cabeza y nos mandamos después de haber hecho una previa en mi casa con Lexotanil y Zumuva en tetra. Recuerdo haberme subido al 86, deambular por San Telmo; recuerdo una lluvia de botellas por la lomada, que caía desde la 9 de julio hacia los patrulleros que estaban estacionados sobre Lima. Recuerdo la entrada a las corridas y que los Redondos ya estaban sobre el escenario, recuerdo “Todo preso es político» y “La Vaca”, después de «Vamos la bandas», perdí la noción de todo.

PicsArt_04-21-09.10.09Abrí los ojos en una celda, sin mi broder bajista y con un desconocido que dormía en posición fetal sobre el cemento y sostenía una foto arrugada del Indio, todavía con bigotes y corbata. Según le dijeron en la comisaría a mi vieja, me había desmayado en el baño del lugar. Lo que no le dijeron es que me habían metido en un buzón: andaba tan violento que quise pegarle al cana que me sacó las esposas. Y, aunque no le contaron nada de eso, mi vieja me cagó a trompadas mientras salíamos de la 16 y los putos ratis se reían de mí.

En Parque Sarmiento, igual, la misma mierda, salvo que no me mandé ninguna cagada, terminé en la 49 limpiando la taquería porque un imbécil muy zarpado, rompió la luneta del bondi y fuimos todos presos. No recuerdo de qué línea era, solo que fuimos directo a la comisaría, nos bajaron y ahí quedamos.

Al menos, ya había cumplido los 18 y nadie tenía que ir a sacarme.

SOLDADITOS, BRAVOS MUCHACHITOS

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La era de Patricio Rey en Obras duró apenas dos años. Abarcó el cierre de La gira de «Bang Bang, estás liquidado» a fines del ’89, y toda la de «La mosca y la sopa», que finalizó en diciembre de 1991 cuando se despidieron del Templo para convertirse en una mega banda. Aquella serie de conciertos fue lo mejor de los Redondos y estuve en todos. Y, de todos, solo recuerdo las previas y los primeros temas. Después caía en trance como el resto de la tribu y aparecía, sin saber cómo, en mí casa. Sin embargo, hay un Obras que jamás voy a olvidar. Fue el primer concierto al aire libre de los Redondos ante unas veinticuatro mil personas que, por supuesto, desbordaron el lugar, no cabía un rolinga más. Esa noche la avenida Libertador pasó a convertirse en el patio trasero del estadio.

Era el cierre de la gira de “Bang Bang» y el comienzo del caos en el mundo de Patricio Rey. Llegué a él en un bondi de línea que venía de otra realidad, donde la gente bebía y fumaba, donde los civiles no tenían lugar y donde todo el mundo alentaba a los golpes, tres cantos a los redondos y uno al chofer, hasta bajar en Belgrano, que ya estaba bajo el mando de las tribus y sus banderas.

En un bar de Juramento pedimos hielo para el vino. Doblamos por la avenida y nos unimos a todas las columnas que avanzaban por Libertador entre las explosiones de los tres tiros, los cánticos y los trapos, que empezaban a alzarse a medida que llegábamos rodeados de patrulleros.

Era el último fin de semana de los ochenta.

Esa noche del 29 de diciembre de 1989, fue el primer ritual, la primera de todas las misas y el primer concierto masivo de Patricio Rey y sus redonditos de ricota. Habían montado el escenario a un costado del estadio cerrado, sobre la cancha de hockey del club. Me veo correr por el campo hacia adelante, hasta chocarme contra la valla de madera que nos separa de una estructura de caños gigante, veo un malón de gente y el Chelo que gritaba: “trepemos o nos matan”. Así como nosotros, cientos comenzaron a trepar entre los caños.

Los-Redondos

La noche empezaba a caer sobre el estadio y de los Redondos, nada. Sólo aparecían los plomos para pedir que se bajaran del escenario o la onda no empezaba… Pero era imposible. Yo estuve ahí, parado sobre un caño de metal y sosteniéndome de otro para no caer. Cuando me daba vuelta para mirar, hacia atrás solo veía un mar de cabecitas, incluso sobre los puestos de comida, que debieron cerrar.

Cuando el Indio y Skay aparecieron en escena, todo comenzó a temblar en medio de la ovación. Literalmente. Me sostuve fuerte y traté de cubrirme el oído izquierdo con el hombro. Tenía toda una columna de parlantes a un costado y a los Redondos, ahí nomás, frente a mis ojos.  A mis espaldas, dos metros abajo: las tribus, todas.

Y a medida que pasaba el recital, los monos no paraban de avanzar, de colgarse por los caños y trepar. El Indio ya no sabía cómo pedir que se bajasen, que no transformásemos una fiesta en una desgracia.

Entre tema y tema, pasaba una eternidad.

Yo estaba tan cerca que veía a la Negra Poli gesticular al tiempo que hablaba con el Indio y con Skay; algo pasaba, estaba todo mal de verdad. Había tanta gente sobre el escenario y colgada de la estructura de hierro frontal que los caños se doblaron y todo quedó en un leve pero molesto plano inclinado.

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La Negra Poli se acercó hasta el micrófono del Indio y fue al grano. Si se venía todo abajo no iban a poder seguir tocando. Los Redondos hacían un tema más y se iban al entretiempo. No sabían si iban a volver, la continuidad del show dependía de nosotros y de que el escenario soportase. Lo repitió unas veces. El Indio la siguió, se lo veía furioso. Skay se plantó en su costado del escenario y le dedicó a los idiotas un solo híper agudo y largo, que terminó en “Aurora». Pegaron no recuerdo qué tema y se fueron sin despedirse ni advertir nada más. Las luces del estadio se encendieron todas. Desde los parlantes, una voz en off pedía a la gente que bajase de a poco del escenario o no podría continuar el show por motivos de seguridad.

Yo no podía más, los Redondos no volvían, me dolían las manos, me dolían las plantas de los pies de estar parado en un caño y, por sobre todas las cosas, necesitaba un maldito pucho y mear. Teníamos que aprovechar que la monada empezaba a bajar, le dije a Chelo. Debíamos de estar a unos dos o tres metros del suelo, me contestó… Hice un par de señas a los de abajo, grité. Y, entonces saltamos.

Una vez en tierra, nos sobró el tiempo para recomponernos como personas: meamos hasta el dolor, bebimos litros de agua del pico de las canillas y nos armamos el primer puto porro desde que habíamos llegado. Nos fumamos un cigarro tras otro sin poder creer que habíamos estados colgados ahí, en ese escenario torcido que se mantenía en pie de milagro.

Después del entretiempo más largo de su carrera, los Redondos volvieron sólo para conformarnos y que no terminase todo en una catástrofe peor. Hicieron unos cuantos temas y cerraron el show como siempre, con un Indio que pedía desconcentrar en paz porque afuera estaba la mierda esperándonos. Y, como siempre, se fue con el deseo de un buen año y una buena década, «no nos olvidemos de nosotros» dijo. Y desapareció.

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Todo terminó en un clima de mierda. De no ser por los talibanes que no paraban de agitar, el resto de las tribus se retiraban inconformes, faltaron temas, faltó buena onda. La gente empezó a dar vuelta los puestos de comida, de helados y gaseosas. Había algunos drogados que reían con tiras de chorizos alrededor de sus cuellos, con bolsas transparentes de hamburguesas crudas y otros que repartían latas de Pepsi y helados entre la gente.

Afuera, sobre la avenida, todo era un caos de rolingas que intercambiaban sus botines. Los Torpedos, Llolipops y alfajores helados eran free porque se derretían, pero la gaseosa serviría para el vino. La carne era carne. Y, nosotros, la generación de genios que daría a luz la cumbia villera y el rock barrial. Ahí estábamos, en plena acción; peposos y empastillados, todos fumando para nivelar mientras nos dispersábamos en busca de alcohol por una avenida arrancada de este plano. El Chelo encendió uno mientras yo terminaba mi segundo Torpedo de limón, cuando un vago con una remera de «Oktubre” y una larga tira de choris al cuello se acercó para manguearnos una seca. Odio que me pidan una seca y se lo dije, una seca no pega: se pide una fumada, así que lo invité. Nos convidó un vino con Fanta caliente y, en una esquina, le cambié un bagullo de dos o tres fasos que me quedaban por la tira de chorizos.

Entre mi amigo y yo, apenas si llegábamos a un vino y a un paquete de cigarros. Nos perdimos por Libertador hacia Belgrano, conocíamos un kiosco que vendía birra toda la noche cuando había conciertos en Obras. El chabón que atendía, al vernos en ese estado y arrastrando con nosotros 24 choris unidos x un hilo, nos dio la mejor la idea de la noche. Una hora después, en una de esas parrillitas al paso que había sobre la vereda en la estación, negociamos 20 choris para el dueño a cambio de dos birras de litro, una porción triple de papas y dos choris para cada uno. Excelente.

A pesar de que aquella noche resultó todo mal, y hasta quizás fue el peor concierto de Patricio Rey, ése fue el primer ritual, un gran ensayo lisérgico de lo que serían las futuras misas ricoteras y la década que llegaba; porque los noventas comenzaron esa noche, cuando el Indio y Skay pisaron el escenario del estadio Obras.

LA PUERTA INALCANZABLE. ADIÓS A TODO AQUELLO

893d89abdc0a1c3d1e6c6d70154d41f1Después de aquellos Obras que duraron hasta diciembre del 91, fui a verlos una vez más, al Centro Municipal de Exposiciones. Una noche fatal, un lugar que no servía para conciertos, la banda sonaba mal, la acústica era una mierda y, a los costados, estaba lleno de columnas que no facilitaban en nada la salida. El lugar había colapsado; con La mosca y la sopa, los Redondos sonaban hasta en la FM 100. El público comenzaba a cambiar y cada vez eran más y más. Recuerdo salir del lugar sin tocar el piso, presionado por una masa de gente que se movía en bloque hacia una puerta que parecía no llegar jamás.

Para mí ya estaba bien, al menos, por un tiempo. Además, cada vez se ponía más denso el ambiente. Al descontrol, se le sumaban los robos entre el mismo público, las peleas de borrachos y, por supuesto, siempre la policía, para terminar de arruinarlo todo.

El cuidarnos entre nosotros del Indio ya comenzaba a dejar de causar efecto. En 1992 estábamos todos muy drogados y violentos, éramos los chicos malos. Y a mí cada vez me gustaban menos las multitudes, y no soportaba el bardo al pedo. Dejé de ir a ver conciertos de rock nacional en estadios. Con los Redondos fuera de mi escena mental y con los Violadores recién separados, solo me quedaban la Renga y Pappo.

patricio-rey-y-sus-redonditos-de-ricota-2246474w640La última vez que vi a los Redondos fue en misa, con todo el circo de la mochila y la carpa. Presentaban “Luzbelito», en el Anfiteatro de Villa Maria, Córdoba. Uno de los mejores conciertos que vi y en un lugar de película. Todo fue en un clima de paz y amor, con gente que acampaba en las plazas y a los costados de la ruta, otros dormían en las veredas. No hubo destrozos ni peleas. El mensaje del Indio parecía haber sentado al fin y todo fue una fiesta antes, durante y sobre todo después. Fue la mejor despedida que podía llevarme y mi última postal. No volvería a hacer otro viaje. Además, esa no era mi onda ya. Ni siquiera iba a ver a la Renga, que también llenaba estadios.

09FEn Abril del 2000 las tribus coparon River, fueron dos shows plagados de peleas, navajazos y robos dentro del estadio, al mismo tiempo que los Redondos estaban sobre el escenario. De nuevo otra mala noche para el Indio que se la pasó puteando y amenazaba con cortar a cada rato. Los Redondos se despidieron de Buenos Aires con ese River a luces encendidas y con heridos de armas blancas.

Un año después, presentaron su último disco, en Montevideo, dos fechas que juntaron cien mil personas. En agosto del 2001, todo terminó en el Chateau Carreras, en Córdoba. La leyenda urbana de que los Redondos se separaban se hizo realidad: no era una banda para este nuevo siglo, ni para su gente.

Al año siguiente, el rock argentino comenzó a involucionar hasta convertirse en pura mierda.

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Creo que el chabón sabía que ese era su último show, que entendía que ese público no era aquel de los ’90, se perdía control, esa no era la murga de los renegados. El público rockero ya no se revienta, al menos no con aquella maldad del siglo pasado. El descontrol está en otro lado. Durante los conciertos de su etapa solista, a pesar de la híper masividad, nunca hubo problemas de tachos y cabinas telefónicas encendidas. No había enfrentamientos contra la ley ni gente cortada. Todo era paz, amor y rocanrol. Sobre el escenario, un Indio que no tenia que cabrearse, que disfrutaba del show. Abajo, todo era vino, asado, banderas y marihuana. Quien haya inventado el termino «misa» dio en el clavo, la palabra del Indio era sagrada y, sobre el aire, flotaba cierto respeto entre la gente que antes no existía. Porque «los de antes» eran rituales, no tenían la liturgia de las misas. Sólo era sexo, droga y rocanrol, el mundo olía a santería barata y ahí estaba la cuestión. Todo eso había terminado.
PicsArt_04-22-12.39.27El Indio no tenia pruebas para pensar que algo podía salir mal, al menos no hasta unos días antes del show, cuando nada podía detenerse, cuando ya había gente acampando en el lugar. En los medios apareció un comunicado donde el Indio instaba a cuidarnos entre todos, advertía que podría haber infiltrados con malas intenciones. Nada nuevo para el público de siempre, el mensaje solo alertó a la mierda amarillista de la televisión que se hizo todo un banquete hasta el hartazgo, hasta que los forenses comprobaron que los dos muertos no fueron por asfixia. Lo de los medios se tornó repulsivo. No me imagino a un Indio Solari planear la muerte de nadie junto a su contador mientras bebían whisky y trataban de dibujar números para ahorrar gastos. No puedo imaginarme al Indio diciéndole a la productora «como sea, pero que salga».

En tres décadas que llevo en conciertos de rock de todos los géneros, nunca vi a un músico preocuparse tanto por la integridad física y mental de su público. Lo que pasó en Olavarría fue una mierda donde el descuido personal y la mala suerte se dieron la mano para llevarse por delante lo que podría haber sido la despedida de una leyenda en vida. Entonces, al Indio le pasó lo peor que podía pasarle: sus propios demonios lo alcanzaron, había llegado la hora del cordero, el lobo seguía suelto y el bosque era suyo.
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