La orfandad: sobre la muerte de los padres.
Por Diego Soria
SE ABRE LA PUERTA
¿Quién la abre?
En algún momento, nos empujan a ese lugar, es un espacio conocido, demasiado conocido. Así nace la sospecha: quizás vivimos allí siempre y tan solo nos damos cuenta después del empujón más explícito. No queremos dejar de ser, no queremos que los demás dejen de ser, sin embargo, el lugar de nuestra caída es un lago donde hay que flotar o perecer durante un tiempo incierto. Así vista, la orfandad parece un castigo pergeñado desde el principio. Imaginemos una nada, desde la cual llegamos sin pedirlo, sin llenar formularios, sin levantar la mano. Sólo nacemos a este mundo que, normal y poéticamente, nos es hostil. Nacemos y agarrate, porque nos empezamos a ir al segundo de haber llegado. Llegamos sin pedirlo, vivimos las orfandades y nos vamos en cualquier instante a quien sabe dónde.
¿DÓNDE HAY UNA RESPUESTA?
No hace falta la ausencia para que la orfandad se presente en el cuerpo. Cuántos la sienten con la frente apoyada contra el vidrio de una ventana, en la multitud exultante que invade las calles. Tal vez, una de las ausencias más significativas. Puestos a hacer pie en este mundo, se tiene en los padres el mayor consuelo. Uno trabaja en función de complacencias que no siempre son recompensadas o, peor, son ellos quienes se complacen en nosotros, en busca de una respuesta a sus cuestionamientos. Así, nos encontramos más de una vez a mitad del desierto, pensamos qué hacer. Y ellos, pasmados, esperan que les demos un sentido a una vida que sostienen hace más tiempo que nosotros. Eso, en el mejor de los casos. Puede ser que sostener una vida en este mundo sea mucho precio a pagar y resulte en el abandono, en una orfandad prematura, que llevará una vida entera tratar de entender. Son apenas posibilidades de un milagro, de una ilusión incompleta, embotellada y lanzada al mar.
DECADENCIA DE LOS QUERIDOS
Existe una orfandad hija de la decadencia, propia del tiempo que va menoscabando la integridad de los cuerpos queridos y de los nuestros. Muchas veces, una enfermedad nos obliga a pasar horas para realizar trámites, que luego serán rechazados por algún burócrata. En las guardias de los hospitales hay un montón de espera amontonada en los rincones, en sillones vencidos de tanta expectativa y esperanza perdida. En esos sitios aguardamos, atentos, un gesto o una mirada en los queridos, una señal que nos diga: aún hay una chispa de otros tiempos, una maldita esperanza a la cual aferrarse: uno, primero, y el querido, después. Porque es así, aunque nos mintamos. La paciencia se pone a prueba en las charlas con los médicos, nos han robado el cuerpo enfermo y ahora explican que el tío no volverá a remontar barriletes en el baldío de la calle Cabildo. Nos invade una orfandad distinta, comienza a ser difícil de superar, la resignación puede ser la moneda de cambio entre la tristeza y la decadencia del cuerpo amado. Se achica el espacio, las reflexiones caen despeñadas hasta el más profundo precipicio.
VÉRTIGO
Cuando sobreviene la ausencia e ingresamos de golpe en la orfandad, nos sentimos en una rara mezcla de alivio por el cuerpo sufriente que ya no lo es y un vértigo desde los pies hasta la cabeza, un mareo de abismo. Aunque siempre supimos que alguna vez nos enfrentaríamos con ese sinsabor, lo tanteamos con el borde de los dedos, como el preso del “Pozo y el péndulo”, de Allan Poe, padecemos el frío de las paredes húmedas. Queman las miradas de los otros, se multiplican a la espera de que hagamos un movimiento. Vos tanteas el borde de algo que está ahí y no podés dilucidar. Mientras, pensamos hacia dónde correr: si a los abrazos mentirosos que dan un consuelo, o seguir tanteando el piso frío. Es una ausencia total, con la fuerza de un agujero negro que no deja escapar a nada, un espacio donde las palabras no alcanzan, mientras se huye hasta que las piernas no soportan y se adormecen con nosotros adentro: solo se puede esperar, en el silencio, que el despertar traiga un poco de alivio.
Pero el alivio tarda en llegar. La orfandad nos deja un sentimiento de cuenta final, sin alguien a quien tributar triunfos y fracasos. Aunque también, como una paradoja, queda un vacío abierto a muchas formas de ocuparlo. No simplemente de llenarlo, eso sería repetir la historia, ¡no! Hablamos de una manera de revelarse contra lo finito, burlarnos del reloj confiado en su victoria final. Es una batalla perdida, lo sabemos, sin embargo, hay caballeros que fueron contra mollinos de vientos y aún hoy son parodia de la locura o de la sabiduría. Quien escribe, quizás en este preciso instante, lucha a brazo a brazo partido, tan solo armado de estas palabras. Resisto a la orfandad para honrar esos momentos de amor que nos regalan un beso de inmortalidad.
EL ÚLTIMO GOL
Papá fue una de esas personas que no podía ser sin hacer, eso era un poco incómodo para mí, como hijo. Su andar enérgico por la casa marcaba el pulso, señalaba las tareas. Yo quería escuchar a Boca en Radio Continental, donde Víctor Hugo recitaba: “el Riachuelo y el Plata podrán mezclar sus aguas ahí cerca, pero River y Boca… no se mezclan”, aunque los pasos de papá resonaban lo inevitable, tarde o temprano, me iba a llamar para que lo ayudara y, de paso, enseñarme algo de albañilería o electricidad o cosas útiles para la vida. Cuando eso sucedía, sabía que no iba a escuchar radio. Imaginar las evoluciones de Batistuta en el campo de River podía volverse un riesgo semejante a estar parado en un andamio o en el alero de casa. Impaciencia de técnico de fútbol, sí, eso tenía de futbolero papá: a la hora de trabajar, carecía de movimientos sutiles para trabajos fino. No, no era lo suyo, sus manos grandes, huesudas, secas, llenas de cicatrices, se movían impulsadas por una electricidad. Entonces, las tareas junto a él podían durar hasta la noche, o más si hacía falta. Qué fastidio.
Afuera no se escuchaba nada. Pero, como en mi barrio la mayoría hinchaba por River, pensaba: “iremos ganando, el mutismo de los enemigos rojiblancos es todo un signo”. Entonces, papá me llamaba la atención sobre la gotita de aire, contenida entre dos rayas en el agua de un nivel. Las manos de papá y mis ojos que imaginan, en la gota, el balón lanzado por Giunta para un Batistuta que entra sólo, dispara su cañón, infla la red y enmudece al rival.
No entendí nunca de dónde vino el odio de papá por el fútbol, creo imaginar una respuesta en mi fanatismo por el Boca de Tabárez, Batistuta, Latorre, Giunta… la Bombonera, esa explosión auriazul y la marea de gente superpuesta, aplastada hasta formar una masa uniforme, un músculo y un solo grito: ¡Goollll!
– ¡Bah! ¡Patas duras! – decía papá, más grande, más rezongón y seguía su camino tras un breve paso frente a la pantalla de la tele. Y algo de razón tenía, alguien que ya no era Batistuta se ponía la nueve de Boca y la revoleaba hasta la tercera bandeja, luego se agachaba, ajustaba los cordones del botín o se acomodaba la canillera, como quien señala al culpable de tan párvulo remate. En la radio, Víctor Hugo no dejaba de dar en el clavo: “el remate se va, se va, se va… y entonces la gente se empuja para salir de la Bombonera”
Yo fui un habitante del desengaño entre el fútbol y la pasión, pero lo disimulaba y lo disimulo hoy cuando veo un partido invadido de cámaras, sponsors y futbolistas estrellas de cine. Papá lo supo siempre, quizás, nunca me lo dijo directamente para no romper mi fanática pompa llamada Boca Juniors. Por ahí sus pasos redoblantes en la casa buscaban llamar mi atención sobre otros heroísmos. Tal vez, su vozarrón no lo supo decir de la misma manera que esas manos huesudas no han sabido acariciar.
FINAL DEL PARTIDO
Papá se fue, se dejó ir. El tiempo último obligó a su cuerpo a un estatismo impensado en él. Sus herramientas se acallaron en el galpón y ese mutismo de tuercas, llaves y herramientas ahora es una herencia ruidosa.
La última vez que le vi gritar un gol fue en Italia 90. Recuerdo la tele en un rincón del cuarto, mi hermana, con un mes de vida, dormía en una cama pequeña. Papá se revolvía en su silla y puteaba. El Brasil de ese año le daba un paseo a la selección de Bilardo y parecía sentenciada nuestra salida del Mundial. Remates desde afuera, los palos del arco que esa tarde jugaron para nosotros. Tal vez, entonces, hayamos gastado toda la buena fortuna que se pueda tener en un juego. Yo estaba enmudecido y quieto, papá se levantaba en cada avance brasileño y reculaba con toda torpeza sobre la silla, se sentaba en el borde y se inclinaba.
Mi hermanita duerme impasible cuando Maradona recibe en la mitad de la cancha, pasa a un brasileño, y a otro, y a otro más, los amarillos desesperan, sale a encimarlo y, justo antes de caer, da un pase memorable para Caniggia que espera solo en la izquierda, papá intuye que algo puede pasar, los músculos de las piernas se contraen, los puños se empiezan a cerrar, los dos inclinamos los cuerpos como si cayéramos con Maradona y le damos el último impulso a la pelota. Mi hermanita duerme, impasible, Caniggia recibe, elude al arquero, Víctor Hugo dice que Maradona es Gardel y… ¡Ta tatata, Goollll! Papá salta, grita con el puño cerrado, mi hermanita llora del susto, del grito que la arranca de un sueño y, al mismo tiempo, alimenta el de una nueva final del mundo, la última vez que le vi gritar un gol.
MAMÁ
Al entrar al “campito” donde ahora hay una escuela, antes había una manzana libre, como muchas en el barrio. Una diagonal marrón hacía de bisectriz entre los ángulos de la cuadra. Marrón, de tanto ir y venir. A los costados, el pastito corto nunca dejó de ser verde. Mamá iba adelante, yo me había portado mal, por dios que no me acuerdo qué hice, pero estaba enojada, no me hablaba mientras caminábamos esas cuadras hasta casa, aunque sí lo hacía con otra mamá que desandaba el mismo camino. Yo no sabía cómo “tantearla” para saber de qué iba la cosa: si de un reto o algo más. Entonces hablé, acoté algo en esa charla de adultos y mamá giró sobre su eje, se inclinó hacia mí. Y yo me achicaba cada vez más detrás de el portafolios de cuero, “en casa vamos a arreglar”, dijo entre dientes. Luego retomó su marcha y su sonrisa con la otra madre. Ahí tuve la certeza: lo iba a pasar mal.
Qué sé yo por qué el primer recuerdo de vos, mamá, es este, ahora que te acabas de ir para siempre. Podría decir que ayer te abracé, te di un beso grande y vos me mirabas con esos ojos marrones azulados, como les pasa a todos los ojos de tu familia cuando llegan a esta edad. No podías decir nada, apenas nuestro código de ojos abiertos y cerrados de sí/no.
Tengo puesta la última camisa que me hiciste, la azul, mangas cortas, mirá que hace tanto me la cosiste y aún dura, porque elegías lo mejor, hasta que la enfermedad te quitó el pulso fino para parchar mis pantalones. Eran tiempos en que te gustaba jugar de manos conmigo, de a ratos, eras un hermano, hasta pateábamos la pelota en el comedor, ¿recordás? Hablábamos de eso hace unos días, de madrugada, en una de esas noches que pasábamos medio despiertos, medio dormidos. ¿Te acordás cuando fuimos a Salta? Con poquitos años, entendí que mi ADN estaba conformado de ríos y cerros, nunca de mar, al que conociste de grande. Y, como era de esperarse, no te gustó demasiado. Las patas en el río, allá en San Lorenzo, donde me caí cerro abajo y me salvó mi tío que se fue también hace unos años, con esos ojos que vos tenías. La noche esa en que nos metimos en una iglesia donde se casaba alguien que no teníamos ni idea, pero te metiste igual y me arrastraste, ¡Ay, mamá! ¿Quién tiene recuerdos así? De pescado envuelto en papel de diario del tribuno, o de surcar la noche sobre la moto de mi tía por las calles de Salta. Y el desengaño… cuando conocí Mendoza, me pareció que no había cosa más bonita, que Salta la linda no tiene nada que hacer al lado de Mendoza la hermosa. Hoy me abriga Córdoba. Me acuerdo cuando tus ojos eran marrones todavía y se abrían enormes porque yo discutía con la monja sobre dios, que dios no existía y que los dinosaurios y que el cura de la escuela era un loco borrachín y todo eso. Vos te enojabas porque iba temprano a la escuela en bici, en especial, los días de niebla, aceleraba sin pensar, pedaleaba la larguísima entrada hasta el fondo y zigzagueaba las columnas de la galería ”Vas a despertar a las monjas”, me decías.
Los dos nos hicimos más viejos y, con el tiempo, nos fuimos amigando con el silencio, nos conocimos bien, como esos jugadores que juegan de memoria, no hacía falta que habláramos, y, casi siempre me hacías la “segunda” con papá. Me acuerdo aquella vez que te acompañé a votar, lejos, ¿te acordás? Caminamos y pasamos aquella avenida, al fondo del barrio. Te caíste sin razón y luego vinieron otras caídas, las juntas médicas, los remedios experimentales y todo eso a lo que le sumabas fe, mientras, poco a poco, te marchitabas. Ayer, mamá, hablábamos sin hablar, sin saber que era la última vez, te mostraba en el celular lo grande y destrozón que estaba Zeke, “el perro” y que Alex está por empezar la primaria. Tomaste un poco de agua mientras hacíamos como que hablábamos. Vos apenas con tu código de ojos y el ceño fruncido, a veces, de algún dolor callado por obligación: Vos, tan consciente, y uno tan afuera, dale jugar a adivinar. ¿qué será que tiene?, tal vez acierte y se salve, uno siempre se miente. Ayer te di un abrazo y beso grande en la frente, siempre lo hice. Más, este último tiempo, ¿sabes? Uno se miente, pero, en lo íntimo, cree que ese saludo puede ser el último. Y, sin saberlo, te dejé, hasta que el teléfono sonó esta mañana, el nombre de mi hermana en la pantalla, la noticia, la pausa, el silencio. Y el recuerdo vivo, a la inversa de la muerte que saquea, se resiste, comienza la memoria de hijo, con angustia de madre. Te quiero, mamá ¿Nos encontraremos?, ¿será cierto? No sé. Pero, mientras tanto, no te he de olvidar nunca. Hoy empieza mi vida de huérfano, mi tiempo de honrar, de agradecerte y no lamentarme más de lo que no fue. Solo orgulloso de haber tenido a mi mamá, a doña Mary, mami, má.
Te quiero, Diego.