Lo inesperado: Sobre el “deus ex machina”.
Por Viviana García Arribas
NO HAY CAUSALIDAD
No creo en causalidades. A la luz de mi propia vida, puedo decir que nada sucede porque tenga que suceder. Simplemente, estamos a la deriva, a pura improvisación. En ese marco, vivimos expuestos y expuestas, cada día y en cada momento, a la ocurrencia de hechos inesperados que, a veces, nos ponen en lugares impensables. Me resisto a creer que quienes sufren excesivos golpes sean aquellos que mejor los soportan, como suelen decir por ahí. Mientras los años avanzan y trato de acomodarme a este devenir que, en un segundo, te suelta un cachetazo, me convenzo del sinsentido de los sucesos que, fuera de nuestra voluntad, pueden llegar a torcerla.
Frente a “lo inesperado”, recordé un recurso habitual en el teatro griego: el deus ex machina.
LA MÁQUINA DE HACER FINALES
El deus ex machina –expresión que se traduce como “dios desde la máquina”- consistía en un aparato, una especie de grúa, cuya función era introducir a un actor que interpretaba a un dios desde afuera del escenario –específicamente, desde lo alto- quien venía a solucionarle la vida a alguno de los personajes de la obra. Este “recurso a dios” modificaba el desarrollo lógico de la trama y resolvía en forma sobrenatural los peores enredos. Así, en el final de Medea, ella es salvada por Apolo, quien le envía el carro del sol para que pueda huir. Si bien esta tendencia ya aparecía en el teatro de Sófocles y Esquilo, se hizo más común a partir de Eurípides, a quien pertenece Medea. Suponemos -según lo dicho por Friedrich Nietzsche en “El nacimiento de la tragedia”- que tal artefacto no había aparecido antes de estos tres grandes autores porque estos son contemporáneos a Sócrates, Platón y Aristóteles. Los dramaturgos que los antecedieron -que podríamos llamar “autores chicos”- convivieron con los filósofos presocráticos, también considerados canónicamente como “pequeños” y, además, representantes de una gran diversidad de corrientes filosóficas. Por eso, el teatro de esos desconocidos era un teatro sin dios, con gran presencia del coro, que luego disminuyó. Es decir, el peso del coro desplaza a dios y, viceversa, al subir dios -o la idea de un pensamiento único-, baja la música. Cabe entonces señalar que no hubiera sido posible presentar semejante artilugio en el escenario, sin coincidencia con una época histórica determinada, a la que se llama oficialmente, Grecia clásica y Nietzsche llamaba, la decadencia de Grecia.
En la actualidad y así contado, este recurso parece un poco infantil y bastante burdo. Pero, ¿cuántas películas hemos visto que nos dejan con un gusto amargo porque se resuelven “milagrosamente” en el último minuto? Superman vuelve atrás en el tiempo para salvar a Luisa Lane, en la película filmada en 1978; o un resfrío destruye a los alienígenas, en “La Guerra de los mundos”. Sólo dos ejemplos de resoluciones sacadas de la galera.
¿Esto significa que todo final sorpresivo es un fiasco y un ejemplo de mala praxis en el guión? De ninguna manera: pequeños indicios deslizados a lo largo de la trama y disimulados acertadamente, permiten arribar a un resultado imprevisto, pero creíble. Es el caso de “Sexto sentido”, donde la destreza en el manejo del punto de vista logra un final inesperado, pero aún así, de construcción impecable.
MOTORES EN MARCHA
Con la intención de profundizar, decidí estudiar un poco. En ese camino me crucé con Aristóteles y su idea de Dios. Aristóteles basaba su filosofía en la mecánica, la matemática y la geometría. En concordancia con esto concibió a Dios como un primer motor inmóvil. Para él, en el mundo hay movimiento y todas las cosas son movidas por otras. Cabe preguntarse -y este filósofo lo hizo- cuál es el origen de todo ese movimiento. “Debe haber un primer motor”, fue la respuesta “y ese motor debe ser, necesariamente, inmóvil, de lo contrario, sería movido a su vez por otro”. Ese primer motor, fundamento de toda existencia, al que todos quieren acercarse -y por ese motivo se mueven- constituye la idea aristotélica de Dios.
¿No es esta idea, en cierta forma, un deus ex machina? ¿No incurre Aristóteles en el mismo “recurso a Dios”, que tanto criticaba en la tragedia griega, cuando en la “Poética” recomendaba no abusar de este artilugio? Sin embargo, pasaron muchos años y muchos filósofos bajo el puente y la justificación de la idea de Dios persistió. Descartes, por ejemplo, lo definía como “sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, por la cual yo mismo y todas las cosas que existen (si existen algunas) han sido creadas y producidas”, sin correrse demasiado de la idea formulada por el filósofo griego, si bien para Descartes se llega a Dios a través de la razón, una vez sorteadas las trampas de los sentidos.
Hubo que llegar al siglo XIX, cuando Friedrich Nietzsche formuló su sentencia “Dios ha muerto”, para que este Dios omnisciente, inmutable y origen de todo movimiento comenzara a ponerse en cuestión, se desmembrara y desapareciera -aunque todavía falta para esto último-.
¿Y DÓNDE ESTÁ EL AUTOR?
En literatura, el autor -como dueño de la producción de sentido de un texto- operó durante mucho tiempo como ese dios todopoderoso. Por ende, la afirmación de Nietzsche implica también la muerte del autor. Esto no supone la inexistencia de quien escriba el texto, sino cuestiona, en la obra producida, la posibilidad de encontrar el “alma” o la “esencia” de quien lo escribe.
La muerte del autor produce profundos cambios en la forma de leer un texto. El argumento, por ejemplo, ya no es el exclusivo rector a la hora de producir sentido. Se desbarata la jerarquía entre personajes principales y secundarios, ya que un texto se puede leer no solo desde el personaje que tiene mayor cantidad de intervenciones sino también desde los que apenas aparecen. Lo mismo sucede con los escenarios o con la categoría de los sucesos: nada es principal y nada es secundario. En realidad, lo secundario puede volverse central.
Cabe pensar cómo se articula la lectura a partir de este cambio. Algunas tendencias instalan la idea de que es ahora el lector quien produce la totalidad del sentido del texto leído. Pero, en realidad, así se restablecería el principio del dios inmóvil: en esta oportunidad del lado de quien lee. Sin embargo, leemos para dejar de ser y entrar en otro. Siempre es preciso partir de lo escrito. Necesariamente, debe haber un desajuste o una incomodidad entre mi mirada y aquello ofrecido por el texto para que la lectura pueda producir una transformación, aunque sea mínima. Por ese motivo, el lector no debería pretender el hallazgo de certezas, sino la producción de sentidos: buscar líneas de poética, efectuar una lectura en red, capturar los ecos de reiteraciones, las marcas sembradas a lo largo del texto. De esta forma, autor y lector se entrelazan.
MALDITO DESTINO
Sin embargo, el argumento todavía es la llave a través de la cual la mayor parte de los lectores -y espectadores- abordan una obra de ficción. ¿Y en la vida? ¿Nos detenemos a pensar las recurrencias o nos encaprichamos en seguir el hilo de los sucesos? ¿Qué nos pasa cuando adviene lo inesperado?
Muchas personas aseguran que las cosas -buenas o malas- suceden por una causa. La firme convicción sobre la existencia de la justicia divina, o la veracidad de eso que llaman destino, les asegura su tránsito a paso firme por esta vida. Actúan como si fueran parte de un guion gigantesco, cuyos giros responden a una voluntad superior, a veces un poco maligna, si me permiten decirlo. Reclaman para sí la misma coherencia que se necesita para construir una buena ficción. Pero pensemos: ¿los hechos inesperados no son verdaderos “deus ex machina” surgidos de la nada que nos caen encima para bien o para mal? No importa si somos honestos o deshonestos, correctos o incorrectos, derechos o torcidos. Nos sucederán cosas buenas y malas por igual, y esto nunca será justo ni equitativo. Ese es el juego que estamos obligados a jugar.
Para finalizar, quiero recordar una pequeña obra maestra del cine actual. Pequeña, en realidad, solo por el tamaño de sus protagonistas, ya que se trata de juguetes. Me refiero a “Toy Story 3”, cuya escena del escape del incinerador constituye una explícita cita-homenaje a este recurso de ficción que nos acompaña desde los tiempos de la tragedia griega. Aunque denostado y criticado, el “deus ex machina”, a veces produce momentos inolvidables como este: Woody, Buzz, Jessie, el Señor y la Señora Papa y el resto de la “troupe” están atrapados a punto de perecer en el fuego. Con resignación, se toman de las manos, dispuestos a aceptar su fin. De pronto, una luz intensa los ilumina y un gancho, manejado por los pequeños aliens de Pizza Planeta, los rescata.
Celebremos con ellos todos esos momentos inesperados que nos salvan a lo largo de nuestras vidas. ¿Los otros? ¿Para qué mencionarlos?