Lo inesperado: Sobre el desprecio por la cultura.
Por Nicolás Estanislao

 

“Habla con su propia palabra sólo la herida”

Antonio Porchia, “Voces”

 

CON LOS LIBROS, NO.

Un libro cayó vencido. Otro, dado vuelta, le dio la espalda al maltrato. Uno más, abierto y con la tapa recogida, invitaba a la lectura. Aquel, despatarrado y con las páginas abiertas de par en par, exigía respeto y cordura. Y después estuvo ese, el que cayó solito, alejado de la montonera. Ese, metáfora de una historia que todos considerábamos enterrada en el pozo ciego de la peor pesadilla. Otra vez, el peso de la historia más cruda, desde el Centro editor de América latina.

Con un poco más de atención, a algunos se los ve más antiguos, con esas heridas que evidencian el paso del tiempo. Destapados. Son abuelos llenos de experiencias, quienes no escatiman en caricias y tienen mucho por contar. Otros, más jóvenes, con esas ganas de hojas limpias, están también ahí. ¿Detenidos por la autoridad? ¿Esposados, tal vez, en la espalda que no muestran? Y una cosa más: quizás porque a los otros les dio pudor, hay solo uno que se expone con desafío: es el de Superhéroes, plantado firme,  cerquita de la poesía, de Neruda.

Amontonados, maltratados, tirados ahí, en una mañana de sol sobre una vereda del barrio de Villa Urquiza, los libros no pierden su colorido. Reflejan a contraluz, contrastan la mirada oficial que, mientras los oprime, los ignora.

¿Los libros son los responsables de su odio? ¿Los libros son los responsables de que ellos vistan uniformes?

Las preguntas se suceden en una secuencia inesperada. No nueva, no imposible. Esperable y, aun así, inaudita.

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«Cuando era joven, leí acerca de los incendios de la Biblioteca de Alejandría. Después vi las quemas de libros de Berlín y me sentí impactado. Fui un niño pobre, así que todo lo que leí lo leí en las bibliotecas. Si tocas una biblioteca, me tocas el alma» (Ray Bradbury)  

 

LA MUERTE DE LAS IDEAS

Hace mucho tiempo, Osvaldo Bayer- el viejo Bayer- contó con mucho dolor, cómo sufrió ver tirar dentro de un volquete una cantidad infinita de libros. Andaba él por la calles de Buenos Aires, intentaba no detenerse en un domicilio fijo. Había que moverse para no ser localizado. En esos vagabundeos, le tocó ver que, dentro de la catarata de libros que le pareció interminable, dentro del “flujo maldito de escritura”, venía su “Patagonia rebelde”. Y, en ese momento, sintió que a él también lo enterraban…

Se sabe: la saña contra los libros no es nueva. La historia negra de la quema de libros  transcurrió durante los ciclos más oscuros de la historia mundial. Desde los tiempos  de la magnánima Alejandría,  hasta la Europa de los años de persecución, guerras y muertes, donde se realizaron “rituales purificadores” para los jóvenes de las época. Sí: las obscenas hogueras públicas de libros en Berlín. Sin olvidar, claro, a las propias horas más oscuras de nuestra historia. Nefasta práctica, que se volvió recurrente: quemar libros cuidadosamente seleccionados bajo “listas negras” en grandes fogatas a la vista de todos.

 

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 EN EL BALDÍO DE LA MEMORIA

 

“Quemar un libro o escribir son los dos actos entre los cuales la cultura encierra sus oscilaciones contrarias”  Maurice Blanchot

La última quema nacional de la que se tenga registro fue en un baldío de la localidad de Sarandí. Hace 38 años, la dictadura ordenó quemar millones de libros del Centro Editor de América latina.

Cuentan que fueron 24 toneladas de libros. 24 toneladas de cultura incineradas, a los ojos de su fundador y director, Boris Spivacow, y ante otros colegas que presenciaron la cruel matanza.  El Centro Editor de América Latina: empresa independiente que llegó a convertirse en una de las más fuertes editoriales del continente, con colecciones de primer nivel y con una impronta imborrable en el ámbito educativo y cultural.

La quema de libros es más que una metáfora de la destrucción de las palabras, de la imposibilidad de conservar las “estanterías” de la propia cultura, es el impúdico intento de despojarlos por completo. Esos libros se quemaron sin contemplación. Con ellos, aquel 26 de junio de 1980, se intentó llevar al fuego el saber, la cultura, las investigaciones, los sueños, las ficciones y la poesía, incluso más allá del poema. Se quemó una parte esencial de la Argentina más hermosa. Pero la violencia es doble. Una, de fuego. La otra, de ignorancia.

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Consiste en suponer que el saber está dentro de un libro; consiste en no vincular eso con la finitud, el dolor humano, con desconocer que lo poético se renueva, deja huella y se rescata mucho más allá del objeto libro. Es decir que el saber no está en los libros solamente, ellos dejan huellas, resurgen entre las cenizas, siempre.

Y así entre escombros y atentados aparece, de manera silenciosa, la épica histórica del rescate de más de 60.000 libros, testigos vivientes de toda una historia, que se recuperaron de aquel infame atentado a la sede de la AMIA: la biblioteca del instituto Judío de investigaciones (IWO), que funcionaba en el edificio de la calle Pasteur.

Rescatar – a como sea – libros, cultura, historia, piezas únicas, incunables, esa fue la tarea de más de 800 voluntarios judíos, no judíos, argentinos, extranjeros, que se amia2concentraron con el ferviente objetivo de recuperar el patrimonio cultural de la fundación.  Como metáfora del destino, mitad de aquella biblioteca quedó en pie, quizás, tras un imperativo de la historia: un eco de la etiqueta “el pueblo del libro” resistió entre boqueos. Allí, toda una memoria reclamó el operativo de rescate.

 

 

LIBROS QUE MUERDEN

 

 “Retornarán los libros, las canciones
que quemaron las manos asesinas.
Renacerá mi pueblo de su ruina
y pagarán su culpa los traidores.”

Pablo Milanés

 

Está claro que, en el intento de desalojo de la Asamblea Vecinal de Villa Urquiza – otro más y van… –, no se “quemaron libros” en el sentido estricto de la atrocidad, sino que se los desalojó de manera irracional. Es en esa reconfiguración de la propia realidad donde entra en juego la dinámica de la fragmentariedad. Así, se evidencia el pulso silencioso de una crónica urbana cada vez más densa.

Fragmentos: intensos aconteceres, estrellas de una amplia constelación, que extiende sus fronteras de manera permanente.

Fragmentos: espacios donde el mundo se detiene de manera fugaz y condensa, en un instante, tensiones culturales y contraculturales.

Lo fragmentario trabaja, de ese modo, en el sentido de la instantaneidad de la imagen, la palabra y el territorio citadino, incluido allí el vertiginoso entramado social intra/infra redes y todas las páginas escritas. En este tiempo de excesos urgen instantes claros, concretos, visibles.

 

LOS VERÁS VOLVER

Leí en el final de un libro un impactante agradecimiento. Me agrada sobre manera leer las dedicatorias y agradecimientos. Son toda una declaración en brevísimas líneas. El abuelo del autor le había enseñado que, cuando un libro se cae al piso, hay que levantarlo, darle un beso y devolverlo al lugar de donde cayó, al lugar de donde pertenece. Hay en esa soberbia escena una delicadeza que remite a los orígenes. Un mensaje sabio. Devolver el libro a su casita que, a su vez, es su propio hogar dentro de nuestra casa. Un hogar ínfimo, íntimo, una pequeña habitación en la enorme casona del saber y la belleza. Una inmensa familia de títulos. Donde siempre surge lo imposible, lo indecible, lo mágico. A diferencia de los criminales, al devolver un libro a su refugio, nosotros recordamos nuestra finitud, nuestra esencia, nuestro ser parte de algo que nos excede. Recordamos, en ese gesto, la desmesura del amor sobre un pequeño objeto en nítido contraste con la desmesura del horror y el espanto contra ese mismo pequeño objeto.

 

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