La sospecha: Sobre contradicciones y prejuicios.
Por Ramiro Gallardo
Dibujos: Ramiro Gallardo
Sube al colectivo el ratero de siempre, a quien conozco, pero cambiado. Viejo y con anteojos. Es sábado por la noche, tarde, no es horario de laburo.
Lo observo. Dudo que sea él, pero miro sus manos.
Rosas.
Hinchadas.
Es él.
EL CHISTE DEL TAXISTA
Viajo en taxi, es de noche y el chofer tiene muchas ganas de hablar. Lo escucho, aunque preferiría que no me hablara, estoy cansado. Intervengo lo mínimo posible. Avanza por Loyola. Tema obligado, River‑Boca: el micro, la emboscada, las piedras, la policía, los salvajes. Frunzo el ceño. Asiento, más que nada para evitar una discusión a la que no tengo ganas de entrar. No vale la pena, pienso. Dobla en Malabia y agarra Corrientes. Suspiro por una porción de pizza de Pin‑Pun al cruzar Medrano, lo advierte.
–Excelente pizza– dice. –De lo mejor de la ciudad.
–En especial la de muzza. La fugazetta no es taaaan buena– respondo, y remato con pretensiones de experto y de poeta. –Para fugazetta la de la Mezzetta.
–Discrepo– indica con seriedad– demasiado boliche por esa zona. Mucho trasnochado. Justamente, en esa pizzería que usted menciona entra el otro día un tipo acompañado por dos señoritas y pide dos pizzas cuatro quesos. –¿Familiares?– pregunta el de la caja. –No, son putas, pero tienen hambre.
Miro por la ventana. No respondo. El taxista estalla de la risa.
–Ja ja ja, “son putas”, ¿entiende?– Relojea por el espejo retrovisor. Esquivo su mirada.
–Le cuento otro.
Mi silencio no parece amedrentarlo.
–Dice que un golfista llega al club y pide los servicios de un caddie. El de la administración le informa que ya salieron todos, entonces va y le ofrece uno de los nuevos caddie-robots, recién llegado de los Estados Unidos.
–Lo conozco– interrumpo. –Es un chiste racista, no me resulta nada gracioso.
–Tengo un amigo que lo cuenta, usted no sabe… Cómo me hace cagar de risa el hijo de puta[1].
Doblamos por Pueyrredón y avanzamos hacia Plaza Miserere.
–No comparto la ideología del chiste– insisto.
–Ah, bueno… usted es de los que defienden a todos estos…
No termina de cerrar la frase y señala a los vendedores ambulantes que dormitan cerca de la estación, en posiciones incómodas. Velan por la mercadería de sus puestos precarios, embalados a la espera de una nueva jornada.
–Bajo acá.
Falta bastante para llegar a mi casa, pero no estoy dispuesto a escuchar a este tipo. Tampoco tengo ganas de discutir, no me interesa. Mucho menos, quiero que siga marcando la maquinita: que su racismo le haga perder unos pesos, por lo menos.
En Plaza Miserere tomo el 168 para cubrir el resto de trayecto hasta mi casa.
EL CARTERISTA DEL 37
Viajo hacia casa en un colectivo repleto. Sube un tipo, lo reconozco. Es el chorro aquel, con quien me crucé hace años y en varias ocasiones. Tres, para ser exacto. Ahora y después de tanto tiempo, una vez más…
La primera fue en el trayecto que recorre el 37 desde el Congreso hasta Las Heras. El tipo había subido en la parada que está cruzando Corrientes, sobre Callao. A esa altura, temprano, el Ramal 3 a Ciudad Universitaria va repleto. Recuerdo que se había parado al lado de una chica que llevaba un bolso y una maqueta, bastante incómoda. Relativamente cerca, detuve mi atención en él: su piel era de un rosa intenso y sus manos enormes. Los dedos parecían inyectados, inflados con algún líquido viscoso, como a punto de explotar. Resulta curioso que manos tan toscas sean la herramienta fundamental de un carterista aunque, en aquel momento, mientras lo observaba, todavía no sabía nada acerca de su oficio. Lo miraba con disimulo, probablemente atravesado por alguna intuición pero, sobre todo, atraído por el color de su piel. Así estaba, sumido en mis pensamientos, cuando veo que aquellas manos rústicas se mueven con agilidad sorprendente en dirección al bolso de la chica. Automáticamente, sin reflexionar y exagerando la voz, le pregunto si está buscando algo. No recuerdo su respuesta, incómoda. Sí que, pasados unos minutos, bajó, a la altura del Palacio Pizzurno. La chica de la maqueta no dijo nada.
La segunda vez fue en el colectivo 60. Pasaron tantos años que me resulta imposible afirmar si llegó a concretar algún robo. Creo que no. En mi fantasía de súper héroe, tengo el convencimiento de que mi tenacidad lo impidió. Esta vez iba acompañado por otro hombre rosa de manos hinchadas, algún pariente. Lo seguro es que este segundo personaje cubría al primero de mi mirada, resueltamente posada sobre él. Intencionalmente, como quien dice “te estoy mirando”. Creo que se bajaron, sin más.
Contra cualquier estadística razonable, a las dos semanas volví a verlo. Otra vez en el 37, hacia Ciudad Universitaria. ¿Se trataba acaso de un escenario conveniente para sus quehaceres? Resulta muy probable, dado el apretujamiento habitual de esa línea entre las 8 y las 9 de la mañana, sumado a las maquetas de los chicos que van a arquitectura. En esta ocasión yo iba sentado, en la segunda o tercera fila, del lado de la ventana. Repitiendo el proceder que ya le había visto, se para cerca de una estudiante cargada de bolsas y carpetas. Anticipándome a lo siguiente, y sin enfrentarlo, la llamo y le ofrezco mi asiento. Ella, un poco sorprendida ante este rapto de repentina caballerosidad, acepta. El Señor Rosa me clava la mirada. Sin decir una palabra se acerca hasta el chofer y le pide que lo deje ahí mismo, sin llegar a la parada. Cruzábamos Córdoba. Baja los dos primeros peldaños y frena en seco.
–La próxima vez, te clavo– me dice desde el último escalón. –¿Me escuchaste?
Algo alcanzo a responder, sobrando un poco la situación, ocultando mi nerviosismo. Los pasajeros observan sin comprender lo que sucede.
EL CHISTOSO ROSA DEL 168
El 168 avanza hacia mi barrio. Muy atrás en mis pensamientos quedó el taxista: no puedo despegar la mirada del ratero rosa. Está avejentado, pero su piel mantiene el color intenso y sus dedos continúan igual de hinchados. Descubro un temblor en mi estómago; en mis hombros, un estremecimiento. Parece mentira, pasaron tantos años… No recuerdo haberme encontrado con ningún conocido más de dos veces en el bondi. ¿Será posible que a este tipo me lo cruce tanto? No puedo creerlo. Imagino que va a pasar algo. Lo miro con atención, aunque disimulo. No parece un chorro. ¿Quién “parece” un chorro?, me increpo. Dudo. ¿Será él,viajando como pasajero más? Seguramente. ¿Me habrá reconocido? Es poco probable.
Desde lejos, una chica joven le ofrece el asiento. Se ríe.
–¿Me viste cara de jubilado?– objeta con chispa, ironizando sobre sí mismo. Un tipo agradable. No es, definitivamente, aquel de hace años. Un carterista no puede ser un tipo simpático. Repito esta última frase para mis adentros, intento desmenuzarla. Mis reflexiones se ahogan en contradicciones de todo tipo, ¿me parezco al taxista? Estoy en falta. Debo redimirme conmigo mismo, en contra de mis prejuicios, de esta manía de catalogar a la gente, de encasillarla en un lugar a priori, de juzgarla sin conocerla. Para sacarme de una vez este temblor, esta sospecha que me incomoda, me sumo a su comentario:
–¡Te jubilaron antes de tiempo, che!
Subrayo el “che”, quiero parecer simpático. Responde algo divertido y pienso en lo mal pensado que soy.
El viaje prosigue. Ya sin la carga de suspicacias sobre mi espalda, me pierdo en mis pensamientos, divago sobre temas que nada tienen que ver con carteristas, dedos hinchados o pieles rosas. El bondi, el subte, el tren y la bici son lugares perfectos para viajar mentalmente, para eternizarse en divagaciones, para escribir historias imaginarias. Llegamos a avenida San Juan, es mi parada, bajo. Activo el micrófono de mi teléfono y grabo parte de este relato. Camino un par de cuadras, vuelvo a reírme de mis prejuicios.
Instintivamente, me llevo la mano al bolsillo trasero.
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[1] El chiste en cuestión puede encontrarse, en versiones más o menos parecidas, en muchas webs, e incluso en youtube, relatado por algún gracioso y festejado, con gran alboroto, por grupos de amigos alrededor de una parrilla: Va un golfista a un club en el Gran Buenos Aires, estaba de vacaciones. Pide los servicios de un caddie. En la Administración le dicen que ya salieron todos a la cancha y no queda ninguno disponible, pero pueden ofrecerle uno de los caddie-robots que trajeron recientemente de USA.
El golfista no tiene conocimiento de su existencia pero, como no acostumbra a jugar sin caddie, lo acepta. Le traen un robot color plateado y sale a la cancha.
En el tee del primer hoyo, el robot le indica hierro 9, tomándola de abajo, con comba hacia la izquierda, pasando por sobre la copa de los árboles. El hombre lo mira desconfiado, pero le hace caso. Tira, mete un hoyo en uno. Grita de alegría. A partir de entonces, en cada hoyo, el robot le da indicaciones y el golfista va haciendo las mejores jugadas que recuerda de toda su carrera. Termina la vuelta con varios golpes bajo el par de la cancha y vuelve eufórico al club house. Alaba al robot y paga la vuelta de whisky, como es habitual.
Tras varios meses vuelve al club, ansioso por jugar con la asistencia de uno de los robots, pero el encargado le dice que, lamentablemente, los tuvieron que sacar, ya que en paralelo a la cancha de golf corre una autopista. Como los robots eran de color plateado, reflejaban el sol y encandilaban a los automovilistas. A raíz de ello se habían producido varios accidentes.
Al escuchar el relato, el golfista estalla de furia: –Pero, ¡pedazo de inútiles! ¿Por qué no los pintaron de negro?
A lo que el encargado del club le contesta: –Sí, claro, es lo que hicimos en un primer momento, pero surgieron complicaciones.
–¿Cuáles?– pregunta el golfista.
El encargado le responde: –primero empezaron a llegar tarde, después a faltar, luego pedían descansar cada 6 hoyos y no trabajar más de 6 horas diarias, consideraban que era trabajo insalubre ya que se desarrollaba a la intemperie. Francos compensatorios por los sábados y domingos que les tocaba trabajar, vacaciones y, finalmente, formaron un sindicato y nombraron un delegado con licencia gremial.