Rituales: sobre un viaje a Machu Picchu
Por Josefina Bravo
PRINCIPIO ES FINAL
Los primeros días de marzo comenzó un viaje muy esperado. Decir “comenzar” es señalar un “desde ahora” o un “desde acá”. Es marcar un inicio que tuvo un antes finalizado en otro “hasta acá”, donde a su vez comienza el viaje. Es decir, miles de historias se cruzaron, enredaron y desenredaron para llegar a ese instante, principio, origen y raíz de -en este caso- un viaje.
Entonces, se trata este de un viaje también resultado de otros. Con todo a cuestas y la incertidumbre ante lo nuevo -tan esperado, tan deseado- llegué a Cusco: de Qosco que, en quechua, significa “ombligo del mundo”. La antigua capital inca, el centro del imperio.
ARRIBITA
La altura se acomoda lenta al cuerpo, con la respiración pausada y honda de quien reclama oxígeno. Las montañas abrazan la ciudad, pero no aprietan, la elevan a un cielo cercano y silencioso, llenísimo de estrellas. De día el sol templa las lentas caminatas de los turistas por callecitas amoldadas a la montaña y se humedece en las danzas carnavalescas y coloridas de quienes tienen a Cusco por madre. La noche es un manto frío y azul, que cae sobre la ciudad de piedra con el peso del misterio.
El cristianismo y lo quechua se trenzan fuertemente en el sentir peruano y también, en la arquitectura. No es novedad el resalte de lo mestizo. La lengua quechua es resistencia que sobrevivió a la conquista; corretea de pies descalzos en cada rincón del pueblo y la montaña, ofreciendo su música.
A LOMO DE PIEDRA
En círculos con eje en los altos del cordón montañoso van los caminos a los pueblos del Valle Sagrado. La vegetación se vuelve más frondosa cuando Cusco queda atrás. Los conductores de esas rutas son hijos de la montaña: así, las bocinas llegan antes a las curvas, los vehículos se pegan al lomo de piedra y los ojos de quienes ven por vez primera sobrevuelan los árboles y los cerros, se detienen en los colores o en el aire quieto, interrumpido por el planear de los pájaros.
Rodamos adentro del paisaje sobre bicicletas. El cielo adquiere el gris de la ruta y los verdes se vuelven más vibrantes con la lluvia. Desde arriba llega el murmullo del agua que, en hilos o en trenzas, sigue su curso sobre montaña y camino, más ancho y más angosto, con la única lógica del espacio y la caída. Los pedales van sueltos cuando las ruedas entran al agua y las piernas vuelan. La lluvia se sube al viento para castigar a los ciclistas. Y, sin embargo, el latigazo húmedo de la selva es muy bien recibido. Ya los pulmones acostumbrados a la altura, ya el cuerpo dispuesto a llevarse el valle en los ojos y en la piel.
¿Si hay algo especial? ¿Una energía, una presencia?
Los ojos se maravillan y, a la vez, no hay extrañamiento.
No se siente un lugar ajeno: la montaña abraza.
CAUDAL DE ARCO IRIS
Santa María es el pueblito donde pasamos la tarde y la primera noche. Digo pasamos, porque somos un numeroso grupo de gente de distintas nacionalidades rumbo a Machu Picchu.
Toda ciudad, todo pueblito peruano tiene su mercado, donde los lugareños compran y venden sus productos. Santa María no es la excepción, ahí están los pueblerinos con sus puestitos de alimentos y ropas, cerquita a la plaza.
Un arco iris bien marcado hace su curva de montaña a montaña. Y el río, caudalolísimo y revoltoso, bien ancho a un costado y abajo del pueblo.
DETRÁS DEL CANTO
Al día siguiente nos levantamos antes del sol. Después de un desayuno local, damos rienda a la caminata. Vamos por un camino de tierra, bordeado de selva. Desde temprano el sol se entrega a puro calor. Nuestro guía nombra los árboles, nos muestra sus frutos silvestres. Al principio parece que el trayecto va a ser interminable. Sin embargo, una vez entrados en ritmo, las piernas se amigan a las subidas y bajadas y el cuerpo se acomoda al calor. Poco a poco, la selva se nos ofrece con sus verdes y amarillos, sus azules, púrpuras, rojos y anaranjados. Las plantas se arrojan al camino para rozarnos los brazos, los frutos envian su dulzor al aire y, a veces, nos invitan con sus sabores silvestres. Los ojos se van del camino detrás del canto de los árboles o del color de los pájaros. Desde la frondosidad de las ramas, insectos y animales observan nuestros movimientos y se escabullen cuando detenemos el paso.
Cada tanto la selva se abre para mostrarnos la casa de algún campesino que siembra tres o cuatro hectáreas con la tecnología de las terrazas que heredaron de los incas. Allí descansamos un poco del sol y tomamos o comemos algo que los lugareños nos ofrecen: cosecha de fruta o maíz, café recién horneado, té de coca o chicha morada. Recuperamos energías para retomar la caminata. Un paso y otro paso entre maizales, frutales, ramas y yuyos altos. Volvemos al ritmo.
SERPIENTE ROJA
Nos salimos del sendero de la selva para andar un tramo del camino del inca. Las piernas protestan ante semejantes escalones y el calor se pegotea en la piel, pero el paisaje retribuye. Desde la altura, el río es una serpiente roja a los pies verdes de las montañas.
Veintiún kilómetros, una mañana y una tarde después, llegamos a las termas de Aguas Calientes. Los músculos y la piel agradecen el baño, los ojos nunca se cansan de la altura y las formas de las montañas.
Santa Teresa es un pueblo más grande, allí cenamos y pasamos la noche. El olfato advierte la humedad y, horas más tarde, diluvia. El sueño cae tan pesado como la lluvia.
La mañana siguiente volamos el valle en tirolesa: de montaña a montaña, sobre selva y río, a puro grito. Y en la tarde caminamos desde Hidroeléctrica hasta el pueblo de Aguas Calientes. Machu Picchu se yergue a nuestro paso, la piedra ostenta grandeza, el río canta a viva voz.
Gente que va y viene a los lados de los rieles. También pasa el tren. De camino, hay hospedajes y lugares para comer. A metros de Aguas Calientes una nube cae sobre nosotros, primero con gotas aisladas, luego con un chispeo suave y enseguida se derrumba como un gran balde sobre nuestra caminata. El río atraviesa la ciudad y su andar se escucha fuertemente por esos lares. Suena como una lluvia poderosa y constante.
Dejamos todo listo esa noche para arrancar la mañana siguiente.
LA MIRADA DEL CAMINO
A las 4 suena el despertador y, media hora más tarde, un montón de linternas se mueven en los dobleces de la montaña para acortar el camino desde Aguas Calientes hasta Machu Picchu. La selva no duerme, acompaña el andar con ojos abiertos, aleteos y susurros de grillo. Arriba del contorno oscuro de la montaña, las estrellas azulan el cielo. El camino tiene los ojos hacia arriba mientras es plano. Después de cruzar el río comienza la subida. Empinadísima, de escalones altos, alcanzados por montones de linternas. La escasez de aire frena el andar, allí las luces se detienen en círculos sobre la piedra. Subimos en fila, muchísimos. El silencio se interrumpe de jadeos, los ojos no van más allá del siguiente escalón.
El ascenso es lento y acompañado. Quien frena ve subir a los de atrás. Hilera humana interminable. Desde algún lugar, el cielo comienza a clarear, los árboles se vuelven verdes y el calor tiñe los rostros andantes. Entonces, la piedra y la tierra se distinguen y, de a poco, la vegetación se abre. Un último escalón y llegamos a la base, donde hacemos ronda con quienes compartimos el viaje. Hay quienes nos cambiamos de ropa para estar secos y quienes no desean detenerse un segundo más. Atravesamos el último control y subimos unos escalones. Allí, desde una enorme terraza, vemos erguirse la ciudad perdida de los quechuas: imponente, entre montañas. El guía nos cuenta cómo sobrevivió a la conquista española: el Inca destruyó el camino que la unía a Cusco. Y, luego, la selva cubrió la piedra, subió por paredes y techos y creció sobre los caminos para ocultarla. La vegetación se mantuvo apretada y la montaña arisca, el tiempo suficiente hasta que el mundo estuvo listo para su preservación.
Entonces, estar en Machu Picchu hoy es respirar con la montaña. La magia y las leyendas de la antigua civilización se trenzan a la altura, a la belleza del paisaje, a su dificultoso acceso, al cansancio físico que implica llegar. Las misteriosas chincanas, pasajes cavados en el interior de las montañas que nadie sabe a dónde van y donde murieron muchos exploradores; los gentiles, hombrecitos de miniatura que viven en la montaña y practican la magia, todo, todo se mezcla en el umbral de la mirada. Incluso los recuerdos, los otros paisajes, el deseo.
Hoy las paredes se conservan sin vegetación, los jardines tienen pasto cortado y todo está muy limpio y en orden. Escucho decir por ahí: “imagínense en el tiempo de los incas, las casas estaban cubiertas de vegetación y flores coloridas, los jadines repletos de árboles y las terrazas cultivadas”. En el Templo de la Luna, en Wayna Picchu, vivían las niñas que eran ofrendadas a los dioses. “¿Cuál es la diferencia entre ofrenda y sacrificio?”, interpela nuestro silencio con la mirada. Las niñas se ofrecían, era su voluntad entregarse a su dios, su mayor orgullo. A las llamas sí se las sacrificaba, se les sacaba el corazón para ofrecerlo a los dioses. Eso ocurría en la plaza de la ciudad, el lugar de ceremonia. Machu Picchu era una estancia de relajo, de retiro del Inca. Y también funcionaba como una especie de universidad. Imaginar todo eso es más fácil temprano en la mañana, cuando unos pocos caminamos el lugar. Hacia el mediodía, cuando ya subimos a la Puerta del Sol y al Puente del Inca, cuando ya vimos la ciudad, el río a sus pies y las montañas desde varios ángulos, Machu Picchu está lleno de gente. No como al principio, cuando los fantasmas de la mirada podían corretear entre las callecitas sin toparse con nadie. Sobre el mediodía, la ciudad es un hormiguero de turistas, flashes, gritos y risas. El río ya no se oye. El viento golpea suave a quienes están atentos. Los árboles duermen y los animales desaparecen por completo.
Quienes en la mañana disfrutamos el silencio acompañado, después del mediodía comenzamos el descenso, también duro y empinado. Hora y media de bajada, al menos. Y los pies -trémulos- se arrastran unos kilómetros más, hasta Aguas Calientes.
FINAL ES PRINCIPIO
El tiempo es una serpiente roja que pasa como un rayo -a pura intensidad y adrenalina- y también ondea, hace bucle y vuelve sobre sus pasos para seguir adelante.
Machu Picchu me esperaba hacía años. Las vueltas y los enredos que me llevaron a él se reprodujeron una y otra vez a lo largo del camino. Lo rodeé en bicicleta, en autobús, a pie y por los aires. Impregné de montaña los ojos y la piel. Saboreé sus frutos, aspiré sus olores, palpé los árboles, la humedad de la piedra, las flores. Dejé a la selva entrar en lo más hondo. Se curvó el arco iris en mi ojo y la mirada cantó y se derramó con caudal de altura para hacer trenza con la misteriosa ciudad inca. Y al valle entregué el sueño y los miedos: de esa forma, acunarme niña.
Volví un poco apretada, cosa de no desabrazarme.
Ese es, para muchos, el ritual: filiar con la tierra y el cielo, la montaña y el río; y la gente, por supuesto, la gente que acompaña o te encuentra en cada bucle del camino.