Rituales: sobre los recitales de “la Renga”.
Por Néstor Grossi

EPÍLOGO
Lo que para algunos es costumbre, para otros es ritual. Esa es la diferencia entre la vieja y la nueva escuela, entre la generación del final y la del nuevo siglo. Ese pequeño detalle derrumbó toda una cultura, hundió el último de los continentes, donde la magia del mundo volvía a renovarse para hacerse una con el todo.
Había cierta alquimia en los rituales, algo más allá de las velas y el deseo: eran hechizos de búsqueda, conjuros de invocación; eran pactos con el otro lado de una ciudad que agonizaba mientras las cabezas de una generación esperaban la guillotina y la traición de los “Ellos” y sus costumbres.
Y entonces no se trata sólo de palabras, hay una matemática enferma que nos conecta con los astros, hay un intercambio equivalente. Por eso es preciso estar listo y predispuesto, porque no alcanzan nuestros cuerpos cuando todo el universo está ahí solo para arrancarnos a tirones la piel.

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BAILAR EN UNA PATA
El prim2842971w380er recital de “La Renga” al que fui con todos mis amigos fue en una escuela primaria de Mataderos. Después llegó el “Club Larrazábal” y la fiesta del “Condon Clu”, en la Federación de Box, donde comenzó el boca a boca.
Ya para 1990, “La Renga” era la banda under que los pibes de Otamendi y Avellaneda íbamos a ver. Al año siguiente, teníamos clarísimo que, después de “Los Redondos”: “La Renga”.
La gira del primer disco comenzó en el “Galpón del Sur”, en abril de 1991 y siguió por todos reductos rockeros de la época, como “Die Shule”, “El Viejo Correo”, “BabilonB0UQ1I7IMAAvRkkia”, el “Arpegios” y varios boliches del conurbano. El asunto siempre volvía al “Galpón”, con varias fechas seguidas. Esa gira terminó en octubre de 1993, en “Stadium”, un ex cine y templo evangélico en la zona de Almagro, sobre Avenida Rivadavia.
En 1994 llegaría lo inevitable: “Obras”, el primer recital al que fui solo.
Pero, volvamos al “Galpón”, a una esquina de Humberto primo y Entre Ríos, plagada de heavys y rockeros que bebían y fumaban entre los surtidores de la estación. O no. Mejor volvamos a la esquina de Otamendi y Avellaneda, donde comenzaba el ritual.

EL CUERVO Y SU NOCHE

Como el Bicho y el 16002899_610062545870273_6310044372522059076_nVilla vivían a media cuadra del parque, nos juntábamos ahí a las tres de la tarde y salíamos, hacía el Centenario y en caravana, en busca de nuestras pepas para la noche. Tocaba “La Renga” y nada nos podía faltar. Con el botín en una bolsita de cigarrillos, volvíamos a lo de los hermanitos macana a seccionar los dos cartones, mientras fumábamos porro y tomábamos vino con naranja. Nos separábamos a las ocho para ir a comer a nuestras casas, jurándonos que no tomaríamos el ácido antes de las diez…creo que sólo el Chelo cumplía.

D4ePEYsXkAIlr4aEntre las diez y media y la once, nos juntábamos en el kiosco a esperar el milagro, entre cervezas y porros.
Siempre era igual. Yo ni tenía que caretearla con mis padres, subía a mi habitación con un tubo de papas y una lata de medio, me quedaba hasta las diez con la guitarra en la mano, tocaba encima de la radio hasta que me ponía el cuartito sobre la palma de la lengua y me apoyaba de codos sobre el marco de la ventana.
Era una noche tranquila. Una enorme luna blanca brillaba sobre la ciudad y se estaba de puta de madre, con “The Doors” de fondo y un faso en la mano, encerrado en ese único y primer piso de la casa, mi habitación. Desde ahí, sólo podía ver las copas de los árboles, las luces de los faroles y los techos vecinos. Diez y veinte salía, ya no me aguantaba, tenía que salir. De paso, me tomaba una birrita solo y en paz. Eso sí, el Cuervo ya no estaba ahí.
Me puse la leñadora sobre la remera de Zeppelin, me calcé la riñonera, el porro en las bolas y bajé. ManoD21fRCSVAAAOYkHteé una milanesa de la heladera y salí por el pasillo devorándola. Abrí la puerta cancel y vi la silueta negra que sostenía una botella.
Era fija: cuándo salí, el Cuervo estaba sentado en el umbral de mi casa.
-Nunca más -dijo, se puso de pie y me abrazó. -Vayamos por una birra ya, Negro putazo.
—-¿Te la tomaste a las diez, vos?
-Sí, el segundo cuarto, puto — dijo y comenzó a reírse. Y se rió por el pasaje Escribano hasta doblar en Numancia, siguió riéndose y recordándome lo puto que yo era, hasta que nos detuvimos frente al tráfico de Avellaneda. Y, entonces, estalló en carcajadas, al tiempo que me señalaba el kiosco y tenía la cara roja
-Mirá negro Néstor, mirá, jajajaja: parece un muñequito sentado ahí jajajajaja, miralo con su cervecita, pobrecito jajaja».¡Loliiii! ¡Aguante la Renga, puto!
En segundos llegaría el Chelo; en minutos, el Bichito con su hermano y novia. Dos horas más y el “Galpón del Sur” nos abriría las puertas. “La Renga” se hizo grande en ese lugar y nosotros estuvimos ahí, recital tras recital, durante todo aquel 1991 y hasta el final de ese ciclo.

La Renga
Esa noche fue la primera vez que Robinson, el armoniquista de Pappo y de la “Chevy Rockets” tocaba con ellos. “El Galpón” se llenaba, pero no del todo, aún no explotaba. Tenía un escenario bajo, más cuadrado que rectangular, frente a los baños. Es decir, para mear, siempre tenías que rodear el escenario.
Nunca tocaban antes de las dos, nosotros llegamos a la una y algo, nos terminamos una cajita de vino mientas fumábamos uno y nos confirmábamos que las putas Budas pegaban mientras juntábamos el billete para la entrada.
Adentro, lo de siempre: tema tras tema entre porros y saltar abrazado con los pibes cuando llegaba el “Juicio del Ganso” o “Negra es mi alma, negro mi corazón”. A veces nos separábamos y nos volvíamos a encontrar porque sabíamos que en Buseca y Vino tinto, el Chizzo y el Tete aparecían con dos enormes bolsas de consorcio negras cargadas de tetras que le arrojaban al público.
Robinson era lo que “La Renga” necesitaba, el saxofonista de la banda. El Chiflo, a veces tocaba pero no era lo mismo. Robinson usaba un cinturón de armónicas y sabía qué hacer con cada una de ellas. Increíble, así sonaban como una banda de verdad. menu-icono-fotosY el Cuervo lo sabía, lo sentía y estaba insoportable ya: pegado al escenario golpeaba el piso, subía al escenario a cantar con el Chizzo y se volvía a tirar. Pedía faso, un trago y agitaba en medio del pogo, mientras todos cantaban con la banda.
No recuerdo en qué tema fue: yo puteaba a Loli porque tardaba demasiado en picar, cuando vimos al Cuervo sobre el escenario que intentaba abrazar al Chizzo y cantar con él, mientras nosotros nos cagábamos de risa. Al terminar la canción, Loli le pasaba la lengua a la seda, el Cuervo le arrebató el sombrero a Robinson, se lo puso y agitó hasta tropezar y desaparecer de nuestra vista. El tema terminó y la banda no arrancaba, el Chizzo se acercó al micrófono y llamó a los amigos de Martín, el Cuervo. ¿Qué pasó?: se había caído a un costado del escenario. Los plomos contaron que estuvo un rato, ahí, entre los cables y sobre unos pies de mics que no se usaban. Iban a llamar una ambulancia, pero el Cuervo se negaba y pedía un vino: “que no había pasado nada, que no se iba una mierda hasta que el ritual terminaba”. Juramos llevarlo al hospital, pero fue imposible. La banda siguió y nosotros rockeábamos con ella. El Cuervo agitaba menos, iba y venía con un tetra en la mano. Todos estábamos tan drogados que nadie se daba cuenta de cómo a nuestro amigo comenzaba a mutarle el brazo, hasta que ya no pudo ni sostener el vino y la mano le cambió de color.
A las cinco ya estábamos afuera, con todos los pájaros del amanecer pateándonos las cabezas y con una de las tres cajas manoteadas en «buseca y vino tinoD2tJ1ZTWoAAbwGK«.
-Che, boludo— dijo Chelo,- te rompiste el brazo, infeliz. O la mano. Vayamos a un hospital, pelotudo ¿cómo vas a castigarte esta noche, si no?
Encendí un pucho.
—La puta que te parió, Cuervito, busquemos un hospital por acá, loco.
El Cuervo se rió con las pocas fuerzas que le quedaban:
— El ritual termina el parque, loco: me la re banco hasta el Durand, ni hablar. Pasame el vino, Loli.
El Villa y Novia se pusieron a juntar el billete para la birra y la Uggis de Callao. Loli entregó el tinto, el Bichito me pidió un faso, mientras el Chelo le revisaba el brazo al Cuervo y yo gatillaba el encendedor.
Bajamos del 105 con sabor a tabaco y pizza en la boca, no había dónde pegar birra y no teníamos un peso ya. Tomamos agua del bebedero y nos sentamos a fumar un porro para levantar la pepa, mientras ninguno recordaba el brazo el cuervo . Sobre Díaz Vélez, el tráfico del domingo se mezclaba con los puesteros que comenzaban a llegar.
Amanecimos en la guardia del Durand, reíamos y vomitábamos, mientras le enyesaban el brazo a nuestro amado Cuervito y planeábamos un verano letal.

SER LO QUE PUDO SER
No sé cómo ni cuándo pero, de alguna manera, nuestro ritual terminó convirtiéndose en una simple «prevhay2ia», en un acto vacío de búsquedas y leyendas, en un sinsentido de tragos y pastillas y de quién se coge a quién. Esta generación no sabe drogarse, creció encerrada, mientras veía a sus padres frente a una eterna hoja blanco.
Estamos jodidos. El mundo terminó cuando los hijos dejaron de huir de los padres, cuando la suma de todas las culpas y el temor destruyeron el sacro santo puente que los elevaba de una ciudad a la otra. Somos lo que pudo haber pasado y no pasó, sobrevivientes en este siglo que nació muerto y sin magia. La resistencia es el ritual, el momento donde nuestras personalidades se hacen una, un imprescindible acto individualista para después darlo todo en nombre de la revolución. Entonces, los sahumerios, las velas y el palo santo, lo necesario para alejarnos de los “Ellos” y sus parrillas cargadas de mierda. “Purple” o los “Doors” para no escuchar sus ridículas vidas frente a las putas noticias en el cable mientras masticaban en cuerpo y alma su basura de exportación.
Por eso el ritual, porque hay un instante donde somos uno con el todo, donde controlamos el tiempo y llamamos a nuestros muertos. Es el maldito momento de preguntase cuándo nos olvidamos de nosotros mismos. ¿Cuándo fue que nos traicionamos?
Durante los años que llevó en esta revista me lo pregunto, nota a nota.

Pque+Centenario+(2)

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