Rituales: sobre el último recital del Indio Solari.
Por Ramiro Gallardo
Olavarría estaba envuelta por una niebla propia. Autogestionada. Rara. Como la escenografía de un sueño precario. La parte de atrás de la vida normal. Lo sucio y lo exuberante. Nos permitía ser felices. A todos.*
Fragmento de «Olavarría», crónica incompleta de Esteban Serrano
Brindamos con la décimo cuarta cerveza, es de noche, las calles de Olavarría explotan de gente. No fue fácil encontrar este sector de suelo libre: los lugares en los que puede hacerse un asado están casi todos ocupados. Vale todo, desde los que amontonan unos cuantos hierros e improvisan una parrilla a quienes llegaron en casa rodante, con sillas, mesas, toldos, un buen chulengo. A esto hay que sumar los cientos de puestos que armaron los vecinos para ofrecer empanadas, paty, bondiola, lomito, milanesa, agua caliente, vino, hielo. Chorizo del Indio, birra fría como culo de pingüino, Panchos Fantasma, Licuados Pantera, Vamos a volver. Nuestro brindis es por haber llegado, por sentarnos alrededor de un fuego, salir un fin de semana, juntos, detrás del Indio, aunque es mucho más que venir a ver al Indio: es calle, rock, fiesta popular, caminar y caminar, dos chicas bailando pogo entre treinta y cinco pibes, cerveza que cae como una lluvia de verano, la ruta, banderas, cantar como locos, volver a hablar de ciertas cosas, reírnos de nosotros mismos, dormir en cualquier lado, ji ji ji.
Esa noche, en Olavarría, hablábamos cosas para la posteridad, para trascender, para Dios. Vicios católicos. Como si nos hubieran estado filmando. De chico creía que Dios me grababa las 24 horas y que, cuando hacía falta dirimir alguna cuestión, se sentaba a ver mi película.*
Ahora que no toca más, ¿cómo vamos a llenar ese vacío?
LA RUTA. NOS MERECEMOS BELLOS MILAGROS
Se hacía de noche y los autos embanderados o tatuados de plotter se multiplicaban. Marchaban como un cardumen regando frases ricoteras. Marcas de la vida de la tribu, un discurso con velocímetro. Decenas de versos se pasaban unos a otros zigzagueando por los dos carriles de la ruta.*
Peregrinar es errar, vagar, huir, atravesar. Ir con otros hacia un sitio cualquiera, el punto de llegada no importa demasiado: el creyente que, en la Baja Edad Media, hacía el Camino de Santiago, le dedicaba mucho más tiempo al trayecto que a visitar la cripta con los restos del apóstol o abrazar su estatua. El destino es la zanahoria, pero lo que te transforma es el camino.
¿Qué ofrendas llevamos a la misa ricotera? ¿Cuáles son nuestras promesas?
Avanzábamos felices. Comíamos pizza y tomábamos cerveza. Éramos el pueblo elegido. Escapando. Gris, inmensa, una cinta de Moebius moderna y asfaltada nos transportaba. Con la baba reflejo y espejismo vibrando en un inalcanzable punto de fuga.
La ruta era un túnel verde de árboles desparejos. Un techo incompleto, frondoso, que se me desarmaba en los ojos cuando lo miraba. Parábamos a mear cada 20 kilómetros. Flameaban nuestros pitos, de nuevo jóvenes, al costado de la ruta.
En el auto escuchamos el mismo tema del Indio durante más de una hora: “Pabellón Séptimo”. Mauro ponía pause a cada rato para explicar o interpretar los versos. Es un teórico. El Gallo dijo que el significado del tema era re sabido, que había leído en muchos lugares la misma interpretación, casi científica, de la letra. Al rato admitió que la información provenía de una nota de Página/12. Jorge lo trató de boludo: Mauro, de burro. Nos quedamos callados, un momento, escuchando. Notamos que lo que había dicho el Gallo no era tan boludo ni tan burro. Agrandado, interrumpió el silencio señalándonos con su dedo esquelético de vieja cosechera: ¡vieron forros, se los dije!. No le contestó nadie. Tenían razón. Él y su diario.
Bajó la euforia. Escuchamos la canción, una vez más. Se congeló el silencio y nos encadenó el relato. Mauro se pasó la mano por el brazo: —se me puso la piel de gallina, boludo—. Me hice el gil, le contesté que aflojara. Me agarraron unas tremendas ganas de llorar.
El Gallo ya no se reía más. Miraba por la ventana, jugaba con un nacho de queso y con el seguro de la puerta.*
EL ACAMPE. LA CALLE. PEREGRINOS
Por 200 pesos aseguramos dos noches de sueño protegido, en pleno centro, en el salón de usos múltiples del club F. C. Ferrocarril Sud de Olavarría. Cuando llegamos, ya había 15 bolsas de dormir, cuatro carpas sin estacas y tres colchones inflables. El lugar ofrecía dos baños de uso común, higienizados periódicamente por la mismísima Comisión Directiva. Nos confiaron, además, la existencia de un baño oculto. En una ciudad que colapsaría, teníamos bastante.
En el hall, dos viejos envueltos en frazadas se peleaban por ver a quién le tocaba ir a buscar agua para el mate. Escuchaban “Maná”. Vendían pajaritos de juguete. —Son tuqueras, nabo— me explicó más tarde Jorge.
El lugar tenía el tamaño de una cancha de básquet, bastante grande. Sobre el escenario de madera del fondo una familia había instalado su carpa: era lo más VIP a lo que se podía aspirar. Sobre las paredes laterales caían unas cortinas claras, sucias y pesadas. Nos instalamos cerca de la entrada, a la derecha. Pusimos nuestras 5 bolsas de dormir, perpendiculares a la pared, vecinas a las bolsas y a los cachivaches de los vendedores de tuqueras.*
Camino hacia ninguna parte, mato el tiempo, escucho a una banda que toca temas de “Patricio Rey”, tomo una cerveza. Una furgoneta estaciona al costado de una plaza, es de esas que sirven para transportar productos congelados: carne, pollos, lácteos. Un “camión congelador”. La parte de atrás no tiene ventanas, apenas dos puertas que se abren cuando las miro, como por arte de magia. Adentro uno, dos, cuatro, siete, pibes grandotes, morochos, musculosos, ardientes, borrachos, fumados, amigos del freezer. Se ponen de pie y, sin abandonar la caja de aislamiento térmico, saltan y cantan: “oh, soy redondo, es un sentimiento…” La furgoneta les sigue el ritmo, se balancea de izquierda a derecha, feliz.
Los temas que suenan son ricoteros, pero también se escuchan consignas políticas más explícitas. Olavarría rebosa de gente, se trata a todas luces de una fiesta popular. ¿Nacional y popular? Branca Coca $300 Macri gato. La calle, la ciudad entera, es como una gran pancarta. Incluso, el límite entre lo público y lo privado se transformó en una línea ancha y difusa, con gente acampando en las plazas, salones y jardines, vecinos que extienden el límite de sus casas sobre la vereda para vender choris o cerveza. El espacio público es un lugar de disputa, siempre. En la penumbra de sus formas se desenvuelven todo tipo de intereses contrapuestos: baño $20 ducha $50 recarga de celular $15, alquilo vereda.
LA FIESTA. EL RECITAL. LA CEREMONIA
La ciudad estaba invadida por miles de desclasados. Miles. Chicos y chicas tomando fernet en botellas de plástico cortadas por la mitad. Muchos más chicos que chicas. 30 70, para Jorge. 25 75, para Lucas, Mauro y el Gallo. Yo no supe decir nada. Chicos con caras crudas, idos. Chicos de la popular, visitante o local, de zonas feas, de zonas peligrosas. Chicos de mal ambiente. Chicos de los que te hacen cruzar la vereda. Trapitos, negros, cabezas, monchos, villeros. Pungas y rolingas. Pibes del conurbano. Grasas, borrachos, faloperos. Desempleados, precarizados, repitentes, changarines, chicos con planes. Madres y padres solteros. Con sus bebitos sin futuro en sus cochecitos sucios de migas y yogur cortado. Gastaban sus últimos pocos mangos en comida de mierda, faso, fernet, coca cola, cocaína y birra. Bailaban, cantaban y me daban la bienvenida. Amigo, cheto, campera, dibujante. Yo llevaba mi cuaderno, me sentaba a dibujar lo que veía y me rodeaban como moscas interesadas y divertidas. Tenía puesta una campera entallada, creo que se dice así, canchera, de Bensimon. Me la regaló mi vieja, marrón, como de cuero. El Gallo me miró y me dijo: “sos el único tipo con cuellito, en todo Olavarría”. Esta era la fiesta. La recepción. La previa del apocalípsis.*
Los recitales de “Los Redonditos de Ricota” anticiparon en mucho la versión popular del Himno Nacional Argentino que se corea en los Mundiales. Todo tema ricotero tiene su propio “oh oh oh”.
Al acercarse el momento del concierto, los ritos ricoteros se multiplican. No se trata sólo del final, de la comunión más grande del mundo, ese enardecimiento colectivo que llega cuando las piernas ya no te sostienen y una especie de fe delirante reactiva los cuerpos agotados. Mucho antes de que arranque el concierto, se canta, como en la cancha. Cuando “Los Redondos” todavía estaban juntos, el ritual era todavía más futbolero porque, aunque no había público visitante, las canciones iban contra el equipo contrario: “Soda”. Sonaba mucho un cantito que, tras la muerte de Cerati, todos recordamos con dolor. Había personajes que se repetían, como el falso indio que colocaba la mano sobre su boca y pegaba unos tremendos alaridos, o el paralítico heavy metal en silla de ruedas, en medio de todos los pogos. Antes de arrancar no faltaba, nunca, el “paredón paredón, paredón paredón, para todos los milicos que vendieron la nación”. En los 90, después del asesinato de Walter Bulacio, el cantito fue otro. Sonaba religiosamente: “yo sabía, yo sabía, que a Bulacio, lo mató la policía”. El himno ricotero por excelencia no tenía un tinte político: “olé olé olé, olé olé olé olá, olé olé olé, cada día te quiero más. Oh, soy redondo, es un sentimiento, no puedo parar…” Lo lindo era que la banda se prendía. Se trataba de un tema más, y sonaba varias veces en una misma noche.
Decir que no tenía un tinte político es un error: todo canto es político. El canto ricotero es político, de clase, una clase inventada: ni obrera ni burguesa ni alta ni media ni baja. O todas juntas. Es también saltitos de puños apretados, ojos entrecerrados, retozar eufórico y “ohh ohh ohh” en todos los temas. Es un alarido de alguien que hace reír a montones de gargantas desconocidas, aprovechando un momento de silencio. Es aquel tipo que estuvo todo el recital de espaldas al escenario, deletreando la letra de cada tema a su hijo de 5 años que lo miraba desde abajo, agarrado de la mano de su mamá. Es abrazarse con un desconocido. Es Jorge, que se pierde y lo encontramos al final. Desear que suene “Ropa sucia”. Montañas de zapatillas cuando el predio se vacía. Barro. El cansancio. Clavarse un chori. Dormir reventado.
Todo eso y todo lo anterior -y lo otro- se terminó en Olavarría.
¿Qué pasaría si se suspendiera de un día para el otro la Peregrinación a Luján? No más caminata, agua bendita, rezarle a la Virgen, ampollas en los pies, descanso en La Reja, promesas, ofrendas, éxtasis. ¿Y si los cristianos no recuperaban el norte de la Península Ibérica, en manos de los Moros, durante la Edad Media? ¿Qué hubiera sido de todos aquellos devotos de Santiago? No tengo dudas, se hubieran buscado otro santo. Un peregrino necesita desplazarse: hacia Compostela, Luján, Olavarría, Jerusalén o la Meca.
Ahora, para nosotros, el vacío. Necesitamos llenarlo. Ese vacío peregrino, rockero, santificado y popular. Es justo y necesario.
(todos los fragmentos marcados con * son de «Olavarría», crónica incompleta de Esteban Serrano)