La queja: anécdotas de directora de Escuela Pública
Por Estela Colángelo
LA VOZ DEL PUEBLO
La queja, para mí, es la reacción ante la frustración, el dolor o la injusticia. Esta última acepción es clara en el recurso solemne de queja que se presenta ante un juez. Intuyo que está vinculada con el sufrimiento, con causas reales o imaginarias. “El que no sufrió, ¿qué sabe?”, fue la propuesta de escritura de una profesora. Yo podría homologarlo con la queja. En ambos casos, hay una variedad ilimitada de modos de encarar la situación. Ahí radica el poder de crear. En este sentido, la queja es un ejercicio democrático y así lo he vivenciado como directora de escuela pública, en el nivel primario.
LA COPA DE LECHE (1996)
Si bien a, a los cuarenta años, tenía gran cantidad de modelos de autoridades escolares, debía encontrar el propio. Recuerdo que me recibí de maestra a los diecisiete. Por entonces, era difícil conseguir suplencias, cobraba una vez al año. Así, se me ocurrió postularme para personal civil del ejército. A tales efectos, me dieron un papel que, en colorado y letra más grande, decía “obedece a la autoridad sólo si es racional”.
Sin embargo, esta pretensión de ser empleada culminó ante el niño trabajador de 15 -mi hermano- que, categórico, le dijo a mi mamá:
-Milicas no van a ser ni mi hermana, ni mi madre, ni mi novia…
¿Qué hacer? Lo primero es mirar, mirar sin perder de vista a las mayorías que nos preocupan, nos alegran y nos inquietan: los niños. La institución resulta un gigante con una matrícula de quinientos setenta a la que, luego de seis años, dejé con más de setecientos. En el recorrido cotidiano de paredes vidriadas y en los pasillos contiguos a las aulas, veía a la empleada del comedor arrastrar un enorme carro de aluminio, que contenía ollas con leche y galletitas u otro alimento habitual en el desayuno/merienda. Los maestros, del lado de adentro de las aulas, invitaban a salir a los que quisieran recibirlo. Poquitos, humillados, de pie, mientras observaban y eran observados, ingerían a toda velocidad “para no perder la clase”. Esta práctica era compartida por los veintiocho maestros de ambos turnos, incluidos los que habían formulado impecables proyectos sobre los “Derechos del Niño”. Al cabo de una semana, convoqué a una reunión breve, donde expresé mi preocupación en lo referido al tratamiento del desayuno/merienda. Recuerdo mis argumentos sobre “la copa de leche”, nacida con la escuela pública, que exigía al Estado “sustento y educación”. El primero en implementarla fue Anastacio Sáenz, en 1880, en la Provincia de Buenos Aires, Berazategui. En 1906, se instauró en toda la jurisdicción. En ese contexto, yo apelaba al acto educativo por excelencia, al valor y al respeto de los alimentos, a los hábitos. Yo reprobaba la exposición que hacían del niño carenciado, la utilización del hambre como vergüenza por abandonar “la relevante clase”.
“Ensucian los útiles y el aula”
“Perdemos el tiempo”
Así eran los argumentos en contra.
Yo decía, «tomen el ejemplo de las maestras jardineras»: el mantelito, la servilleta… NADA, parecía ser un juego de resistencia al poder de la nueva directora.
La escuela, de jornada simple, contaba con un amplio comedor, perfectamente equipado, transformado en depósito de trastos en desuso y suciedad. Lo ambientamos para rebatir los argumentos docentes ¡Quedó impecable! Entonces, solicité por escrito turnos de diez minutos para hacer uso del comedor.
Nadie respondió. En paralelo, yo observaba cómo los maestros se organizaban durante los recreos, dos de quince minutos. La mitad de los docentes cuidaba, la otra mitad permanecía en la sala de maestros. Entonces, traté de no ingresar a esa sala. Sabía perfectamente que se podía cuestionar a las autoridades y hacer catarsis de todo tipo en esos escasos momentos de compartir.
Volví a reunir a todos los docentes. Fui breve:
-Soy kantiana-, expresé.
Kant decía que, para conocer la bondad de un acto humano, había que universalizarlo. Si lo que le proponen a los chicos es bueno, ustedes también deberían tomar el desayuno de pie y ninguno debería permanecer en la sala de profesores durante el recreo. Desde mañana, lo implementamos, dije. Y entré rauda a mi despacho.
Kant funcionó. En menos de quince minutos, se organizaron los turnos del comedor. Así, con todos los chicos de todos los grados, compartimos la añosa copa de leche, en honor a los pioneros. Y qué curioso. Si con la modalidad anterior, solo un puñadito de niños se atrevía a tomar el desayuno/merienda, con este cambio comenzaron a tomar todos.
A TODO COLOR (1998)
Figurita repetida eran, son y serán los ajustes en educación. En el primer trabajo ya aprendimos que, desde el guardapolvo, hasta los útiles que brindábamos a los alumnos corrían en detrimento de nuestro magro sueldo. Si el proyecto era ambicioso, las familias donaban tortas, pizzas y, previa autorización, las vendían por porciones. En este caso, el ajuste tenía relación con los sueldos docentes. En la escuela que presenté en el título anterior, había un grupo significativo de docentes, encargados de lo que dieron en llamarse “tareas pasivas”. Los médicos laborales evaluaban la salud de los maestros y, en algunos casos, les impedían estar al frente del grado. Hete aquí que, a algún genio de la economía, se le ocurrió mandar masivamente a los docentes que se hallaban en esa condición al frente de las aulas.
Ya verán cuál es la relación con lo anterior. Este otro episodio fue protagonizado por niños de quinto grado.
Habíamos recibido, como donación, cajas enteras de plasticolas de colores, a las que pusimos a disposición en las aulas. Cada caja contenía aproximadamente doscientos envases de tamaño mediano. A los dos días de la vuelta de la titular, luego de un recreo de la tarde, agitado, vino hacia mí un grupo de tres niñas y dos varones.
-¡VENGA! ¡VENGAAA!- repetían con desesperación.
A toda carrera, subí la escalera detrás de ellos y… ¿qué vi? Un gigantesco cuadro con figuras en vivo: paredes, cuerpos, guardapolvos, mesas, sillas, escritorio, pizarrones y pisos, chorreados sobre una paleta donde se mezclaron todos los colores de las plasticolas. ¿Qué pasó acá? Un gordito bonachón, muy respetuoso y atento, tomó la palabra:
-La maestra, desde que vino, dice que tenemos el diablo adentro y nos pega en la cabeza con la biblia –espetó.
Otros, con gestos, señalaron hacia una enorme biblia, también decorada en colores, como los cabellos, la cara y la maestra entera, que miraba con ojos sorprendidos y tristes. Así y todo, los niños continuaron con el relato.
Ante eso, nosotros nos dijimos “algo tenemos que hacer…” y volcamos muchas plasticolas en las aspas de los cuatro ventiladores. Fue durante el recreo. Cuando ya habíamos ingresado todos, incluida la señorita, pusimos a funcionar los ventiladores.
LA OTRA SANTÍSIMA TRINIDAD
Debo reconocer que el resultado de la queja de los niños fue maravilloso. Llamamos a los padres para que se presentaran de inmediato. Un colega retiró a la docente y la asistió. Colaboró en su aseo y le preparó un tecito. Conversamos niños, padres y equipo de conducción. Hubo coincidencias: la maestra era tan víctima de la resolución gubernamental como los niños. Estaba enferma de delirio místico. Era miembro activa de una rama de la iglesia evangélica. Por esos días, faltaba poco para que la escuela festejara su centenario. Y, a pesar de lo sucedido, la docente realizaba un interesante trabajo de investigación, con un recorrido por los programas de estudio, a través imágenes. Es decir, ella realizaba importantes aportes para el trabajo del aula, sin estar al frente de alumnos.
Con este panorama, al día siguiente y bien temprano, un grupo significativo de padres concurriría a la sede de medicina laboral -Hospital Rawson-, a plantear la situación. A poco de la entrevista, se restituyeron “las tareas pasivas” y la continuidad pedagógica de la suplente.
Curioso, entonces: sin un propósito previo, a partir de la queja, en esta nota se juntaron tres imprescindibles de la vida: los niños, la filosofía y el arte.