La intensidad: sobre el fotógrafo analógico Ernesto Garrido.
Por Ana Blayer
DE LA PLATA A PERGAMINO
En 1912, en la ciudad de La Plata, nació Ernesto Garrido, el primogénito de los españoles Socorro Flores y José Manuel. La pequeña familia se trasladó al pueblo de Pergamino, donde nacieron cuatro hermanas mujeres: Zulema, Noemí, Marina y Blanca.
Ernesto se educó, como cualquier niño de familia numerosa, en la escuela Normal. Su temperamento era tranquilo, risueño, observador. Muy familiero, tanto que a una de sus hermanas le enseñó a caminar en patas en el gallinero.
Por otra parte, fue lector del periódico “La Vanguardia Socialista”. En la agencia del diario local del pueblo debía informar las noticias más relevantes. Entonces Ernesto trepaba una escalera junto a Héctor Roberto Chavero, unos años mayor que él, y colgaba los titulares en la pizarra.
NUEVOS Y BUENOS AIRES
La crisis del ´29 golpeó fuertemente a la familia. Entonces, un 20 de junio de 1934, decidieron subirse al tren del ferrocarril General Belgrano y comenzar un nuevo rumbo en Buenos Aires.
Ya en la capital, uno de los primeros trabajos de Ernesto fue una sastrería en el barrio de Once. De allí se lanzó al oficio de la fotografía social y artística. En el barrio de Floresta, en un garage de la calle José Bonifacio al tres mil doscientos, armó su estudio fotográfico. Como a finales de la década del 50 la demanda fotográfica empezaba a aumentar se asoció con Piero, un italiano algunos años menor que él. Bajo la firma ´Gapier´ hicieron su estudio para retratar novias, quinceañeras.
EL COLORADO RATÓN ALEMÁN
Fue socio fundador del Fotoclub Argentino y del Fotoclub Buenos Aires. También de la Asociación de Fotógrafos Profesionales de la República Argentina (AFPRA). Ocupó diversos cargos en la comisión directiva, como así también la intendencia de la quinta de los fotógrafos en la localidad de Libertad, Provincia de Buenos Aires.
Lo recuerdo, a su vez, como armador de reuniones con sus camaradas para recibir a delegaciones de fotógrafos de países limítrofes, a las que asistía con su colorado de tres ruedas Heinkel Kabine. Portaba su bolsón con las cámaras –la Asahi Pentax y una Yashica, pero su preferida era la Rolleiflex-, trípode y flashes.
En cuanto a su participación en el Fotoclub, sostenía que el mejor aprendizaje para hacer buenas fotografías se adquiría cuando el jurado llevaba a cabo los juzgamientos de las obras presentadas para concursar. En ese momento la obra era vista en su totalidad: la composición, la ubicación de los elementos, la iluminación y la estética. Ernesto Garrido perteneció a la generación de Anne Marie Heinnrich (1), Luis D´Amico (2), Teófilo Dabbah (3) y Pedro Luis Raotta (4), entre otros.
ANECDOTARIO FAMILIAR
De niña visitaba a mis abuelos y, como el estudio fotográfico estaba al lado de la casa, sobre José Bonifacio, mi desesperación era entrar corriendo al “gogocio del Tío Poroto”. Con el tiempo pude tener enorme cantidad de fotografías en papel blanco y negro tomadas por él.
La fotografía llevó a mi tío a explorar cosas simples y plasmar delicadamente en un negativo cada imagen, que luego luciría sobre un soporte de papel. Tenía un agudo ojo crítico, sabía en qué momento una imagen pasaba de novedosa a ser algo trillada o pasada de moda. Cuando comencé a tomar fotografías, le llevaba el rollo para que él lo enviara al laboratorio color con el cual trabajaba. Ni bien estaba listo el revelado y copiado, me avisaba. Tal era mi ansiedad que enseguida iba a buscar mi trabajo. Por aquel entonces lo veía tomar el fajo de treinta y seis fotos en una de sus manos y calificar aquellas que le parecían interesantes. Las seleccionaba sobre su escritorio, como si hubiera repartido las barajas.
Si de concursos se trataba, le resultaba más importante la categoría de estímulo que cualquier premiación por un primer, segundo o tercer puesto.
“Ni el volido de un mosquito” era su frase célebre –dirigida a mí-, dado que los domingos, después de almorzar en familia, daba inicio al ritual de una extensa siesta, ya que el sábado por la noche trabajaba y regresaba a su casa, cargado de los equipos, casi al amanecer.
PASAJE SALALA
Conocido por la vecindad del barrio de Flores, el Pasaje Salala está ubicado en paralelo a la iglesia de San José de Flores. Allí Garrido tuvo un local de fotografía, pequeño y simpático. Al ingresar, con una campanilla, la puerta anunciaba la llegada de algún cliente. Las paredes ofrecían gran distracción, estaban forradas por bastidores de diferentes tamaños que exhibían retratos de novias solas o con sus flamantes esposos. Había otras de niños y niñas de corta edad y paisajes con vistas panorámicas. A este negocio concurría gente para hacer fotos carnet. Algunos venían derivados del Registro Civil y otros buscaban una foto para la pileta del club, o para la libreta universitaria.
Todo su trabajo era cien por ciento artesanal. Consistía en comprar al proveedor una torta de película Ilford blanco y negro y armar, con los chasis, rollos de unas doce tomas aproximadamente. En una de las paredes había colgados un par de telones: uno era con fondo blanco y otro celeste, según el destino de la foto carnet. El interesado se sentaba en un taburete y la toma era de frente o tres cuartos perfil. También había un espejo para las más coquetas, que desearan pintarse los labios, colgarse algunos aros o, simplemente, acomodarse el cabello.
Una vez realizada la toma, destinaba unos quince o veinte minutos en el cuarto oscuro para hacer el trabajo de laboratorio. Corría una pesada cortina negra y encendía una lámpara roja. Con la manivela de la cámara rebobinaba la película y, en una bolsa negra con mangas, metía la cámara para quitar el rollo y llevarlo al carrete del tanque de revelado. Hasta aquí la oscuridad debía ser absoluta.
UN TERMÓMETRO, UN CRONÓMETRO Y UN GUANTE BLANCO.
Ernesto echaba el líquido revelador mientras agitaba el tanque unos minutos. Dejaba descansar y, otra vez, a agitar. Al revelador le seguía el detenedor, llamado baño de paro. Y, por último, el fijador. Una vez concluidas estas tres etapas la película pasaba a ser lavada en una pileta, donde corría el agua. De allí la importancia de la temperatura ambiente cuando el clima era frío o muy caluroso.
Luego miraba a trasluz el negativo y lo colocaba en el soporte de la ampliadora, buscaba el diafragma y el foco. De una caja sacaba la hoja del papel para poner sobre la base y, con una perilla, prendía y apagaba la luz una determinada cantidad de segundos. Ese papel positivado iba a una batea con líquido revelador. Allí lo sumergía y lo zarandeaba un poco. Con una pinza lo daba vuelta y se producía el instante de máxima intensidad: la aparición de la imagen. Entonces esa hoja ya impresa pasaba a la batea del detenedor y, por último, al fijador. Todo estaba cronometrado. Una vez terminados estos tres pasos la foto era lavada unos minutos, bajo la musicalidad del agua corriente. Finalmente, la colgaba con un broche para su secado.
Terminada la tarea de laboratorio, volvía al escritorio. Allí, de un cajón y cual mago, sacaba un guante blanco de algodón y se lo colocaba en la mano izquierda. Luego procedía al guillotinado de las cuatro u ocho fotos carnet, que más tarde ensobraba y entregaba al cliente.
MÁS ALLÁ DEL TRABAJO A CIEGAS
El laboratorio del blanco y negro pasó a ocupar un segundo lugar cuando apareció la novedosa tecnología de la cámara Polaroid. En tan sólo sesenta segundos se podía ver la imagen. Ernesto Garrido tuvo una mente amplia para comprender qué demandaba su clientela y así mantener activa su fuente de trabajo. Por otra parte, los documentos o los carnets para la pileta del club comenzaban a marcar una nueva etapa en la fotografía a fines de los setenta y durante el auge de los ochenta cuando él, con enorme esfuerzo, pudo adquirir su Polaroid.
SEMEJANTE AL MÉDICO DE CABECERA
En el desempeño profesional del fotógrafo pesa mucho el boca a boca. Cuando surge una fiesta de casamiento, bautismo o bar mitzvah se acostumbraba a entregar, sobre las mesas o en mano de los invitados, una tarjeta. Así, Ernesto Garrido y Piero han fotografiado nacimientos, quinceañeras y casamientos por varias generaciones de abuelos, padres, e hijos.
Doy fe que en alguna oportunidad, a raíz de haber mencionado mi apellido materno, me preguntaron si tenía un familiar fotógrafo. Y, al responderles que sí, alegremente me contaban que en sus casas tenían fotografías del estudio “Gapier”, tomadas por Ernesto Garrido.
- Retratista alemana. Se radicó en Buenos Aires y tuvo su estudio sobre la Avenida Callao.
- Fotógrafo de bautismos y comuniones, padre de Alicia D’Amico.
- Maestro de la Escuela Práctica de Fotografía.
- Artista destacado en el uso de la luz.
Me encantó, tanto el contenido como la presentación. Una descripción encantadora!
Gracias, Boby. Aún tengo un libro que hace muchos años atrás me regalaste «Formulario fotográfico moderno» de Rogelio Icart. Un abrazo