El cuerpo: Sobre “Animal”, de Armando Bó.
Por Pablo Arahuete
PARPADEAR ELIPSIS
Antonio espera en esa sala blanca, pura. Su brazo extendido es acompañado por otros, quienes también esperan. Cierra los ojos y piensa en las elipsis. Y en que la vida no es como el cine. Primer parpadeo, Antonio consigue su primer empleo. Segundo parpadeo, Antonio cobra su primer sueldo. Tercer parpadeo, Antonio se casa. Cuarto parpadeo, se compra una casa y es feliz. Pero la vida de Antonio no es como el cine. Para él, el tiempo no resulta una sucesión de elipsis. Es la quietud, es derrumbarse cuando el cuerpo está vencido. Antonio espera en la sala de diálisis. Y lo acompañan otros, quienes también esperan la llegada de un órgano en una lista que parece entender muy poco de la vida y mucho de la burocracia.
BLANCO CONTRA ROJO
El contraste entre el blanco y el rojo le trae a Antonio los recuerdos de su trabajo como gerente en una planta frigorífica. Las reses cuelgan en fila y la simetría de la muerte coquetea con la asimetría de lo imperfecto. La vida de Antonio no es nada perfecta porque, a pesar de haber hecho todo, todo bien, según lo que él cree, ahora le falta una parte vital. Y la muerte ya no es una meta a largo plazo, sino a corto. Antonio desespera, ya ese castillo perfecto empieza a mostrar sus primeras fisuras. No sabe de culpa, aunque comienza a experimentarla, porque depende del órgano de otro. Y tampoco puede juzgar a su hijo, con su misma compatibilidad y, como él mismo, lleno de miedo. El hijo, entonces, no es una chance. Esa es la vida de Antonio: la espera en una sala de diálisis.
RECHAZADO HASTA LAS GARRAS
“Animal” se llama la nueva película de Armando Bó, aquel de “El último Elvis”, ambas de anti héroes. El comienzo de este film hace de la elipsis el recurso ideal para la transición. Y es precisamente esa elipsis la que a Antonio no le sirve. Armando Bó, nieto de aquel Armando Bó, que también trabajaba con el cuerpo de Isabel Sarli. Paradójicamente, en esta película, el cuerpo ocupa un lugar preponderante, tanto desde lo literal como desde lo simbólico. Porque la familia, en definitiva, es un gran cuerpo. Y la sociedad, otro cuerpo más grande que la contiene. Así, la sociedad “cuerpo” rechaza lo extraño, lo desconocido. Y el órgano de Antonio, a su vez, rechaza a todo aquello que no es compatible. El riñón que él espera es una posibilidad entre millones, y esa compatibilidad es la que lo lleva a la desesperación y a sacar la animalidad de adentro. De esa manera, la película de Armando Bó, sin entrar en juicios, plantea un dilema que va más allá de lo moral, porque en definitiva la moral es la que nos hace esclavos.
EPIDEMIA DE ROTOS
La ley de los justos es injusta para el hombre desesperado. Y entonces Antonio debe tomar decisiones extremas. Debe empezar a conocer ese animal que vive en su instinto de supervivencia, en un mundo que desconoce de leyes, cuando está en juego la vida. De ese modo, se cruza con otros dispuestos a cualquier cosa para sobrevivir, igual que él: desde la venganza personal al resentimiento, todo se cruza en el derrotero de Guillermo Francella, quien interpreta a este personaje en la película de Armando Bó. En “Animal”, poco a poco, se destruyen el contrato social, el cuerpo de Francella, la familia como ese organismo que se enferma y, en definitiva, la sociedad.
Cuerpos que necesitan de otros cuerpos, tanto dentro como afuera. En la sala de diálisis, pasan las horas y pasa la sangre de Antonio por una máquina lavadora, con el objetivo de que su riñón tire un tiempo más. Pero ese riñón tiene fecha de vencimiento, como la carne en mal estado en el frigorífico; o esa otra, que Antonio ordena separar porque no se puede exportar y sirve para el consumo interno. Lo peor queda adentro y lo bueno siempre se va.
MI REINO POR UN RIÑÓN
Todo se va para Antonio, los límites de su ética, el compañerismo de Susana, su mujer, quien no comprende las intenciones finales de su marido, cuando este no quiere saber más nada con la ley, e intenta explicar su desesperación al estar al borde de perderlo todo. Todo, por un riñón. Si aquella frase de Shakespeare “mi reino por un caballo” estuviese presente en “Animal”, seguramente se convertiría en un lema, “toda mi vida por un riñón”. Pero aquí no existe el bardo inglés. Simplemente, está la mirada de un director lúcido como Armando Bó y de un actor que sabe de papeles difíciles, como Guillermo Francella.
Los animales van por la calle y, de vez en cuando, se olvidan que lo son. Sacan la piel, saludan al vecino, y también lo ponen entre la espada y la pared. Antonio cruzó la frontera, ya no piensa en hacer bien las cosas, tampoco en el pasado, ni en los errores. Ni siquiera, en el cine. Sueña con ese final feliz, donde el chico se queda con la chica, el bueno derrota al malo, y, en un abrir y cerrar de ojos, la sala blanca, la sangre roja. El presente resulta tan espumoso como el mar, porque todo transcurre allí, en la inmensidad de un barrio residencial de “Los Troncos”, cuando a la cotidiana vida de Antonio la tapa una ola. Una ola que ya no rompe solamente las piedras, pero le recuerda quién fue: un cuerpo sano que corría entre otros cuerpos que corrían. Malditas elipsis, maldito sea el cine, piensa Antonio. Y espera tener un final feliz. O por lo menos, la esperanza de un continuará.