Por Viviana García Arribas
Desamor: sobre “TENEMOS QUE HABLAR SOBRE KEVIN”, de Lynne Ramsay
INSTINTO MATERNAL
Tecleo en Google “instinto maternal” y aparece una lista interminable. Casi todos los artículos dicen más o menos lo mismo: no existe como algo innato. Se trata de una preferencia relacionada con el cuidado de nuestros hijos, una vez que han nacido. En general, son notas tranquilizadoras y proponen algo así como: no preocuparse, a la larga el amor por el hijo va a nacer.
“Tenemos que hablar sobre Kevin” hace que pongamos en duda esta certeza mediante un relato fragmentado, donde se entrelazan tres líneas :
El presente: Eva visita la cárcel y va en búsqueda de trabajo.
El pasado reciente: recuerdos de un hecho policial que la atormenta.
El pasado más lejano: la vida de Eva desde el nacimiento de Kevin.
Esta estructura sigue la árida relación de la madre y del hijo. Por tramos, quebrada, por tramos, transitable, la organización del film hace espejo de la relación entre ellos.
EL DULCE SONIDO DE UNA PERFORADORA
Desde el embarazo, Eva se disgusta ante su figura en el espejo, hasta el vientre de las demás embarazadas la fastidia. En el momento de parir, se escucha la voz de una enfermera: “falta poco, deje de resistirse…” Y Eva grita como si presintiera algo, más allá de las contracciones y las lumbares a punto de estallar. Es un grito de rechazo y de horror.
¿Cuándo nace el amor entre madre e hijo? Nos tranquiliza pensar que es espontáneo, sin embargo, se trata de un proceso. ¿Cómo relacionarse con ese ser nuevo que llega y se instala en nuestra casa, la invade, nos quita el tiempo, el sueño, el descanso? El bebé de Eva reclama sin parar, a tal punto, que ella prefiere una perforadora de asfalto al llanto de su hijo. Y la cosa empeora. A pesar de ser un niño sano, Kevin no aprende a hablar, no adquiere el hábito de hacer sus necesidades por sí mismo, no juega con su madre. Le niega, en fin, todas las pequeñas compensaciones que ella espera. “Mami era feliz antes de que el pequeño Kevin llegara. Ahora se despierta cada mañana y desea estar en Francia”, le dice. Siente que por él debe abandonar su ciudad amada, la bohemia y su estilo de vida. Todo semeja un sacrificio sin ninguna compensación. ¿Una madre debe ser capaz de cualquier renuncia sin esperar nada a cambio?
El cuadro de la maternidad, vivida como una fuente de abnegación, consagrada por imágenes de mujeres sonrientes es el más habitual. En esa única jerarquía, el rol materno resultaría clave para la subsistencia de la especie. Idea ancestral, que todavía hoy se sostiene, basta para eso ver cualquier publicidad por televisión abierta.
TODO ESTÁ BIEN
Para seguir esa línea de pensamiento, es necesario tener en cuenta el rol paterno. El padre de Kevin permanece al margen. Junto a Eva, pero sin ver qué sucede en realidad entre la madre y el hijo. Es el típico hombre que llega a su casa después de trabajar y no quiere enterarse demasiado de lo ocurrido en su ausencia. El clásico proveedor de bienes, ese que se adapta perfectamente a la estructura “madre abnegada”. Su figura es el opuesto de Eva: todo entre ellos es diferente, desde el físico hasta la actitud hacia Kevin.
El hijo complace al padre en todo. El padre, a su vez, justifica siempre sus conductas y lo escuda en el hecho de ser un niño: “necesita aire fresco, ir al campo, tener dónde correr”. Casi un clishé, repetido por quienes creen que los niños no son más que animalitos a quienes les basta un poco de aire y sol para ser felices. Su despreocupación, ¿calificaría como desamor? Al menos, hay en él cierta ceguera en la que “todo está bien, total es chico, ya va a aprender”. Confiar en el futuro sin atender los signos del presente es una actitud bastante habitual en las personas. Y, también, inmadura.
Más tierno y con mayor tendencia al juego con el niño que la mujer, la actitud del hombre le permite una conexión más fluida con el hijo, con quien puede compartir sus juegos. Y, cuando crece, los une su afición por la arquería. Desafortunadamente, la visión distorsionada del mundo que tiene Kevin lo enfrenta con el padre cuando comprende que ama a su pequeña hermana tanto como a él.
LAVAR LOS PECADOS
El rojo invade y enchastra todo. En cada plano, tiñe objetos, prendas de vestir, detalles en la decoración. A veces el ambiente mismo es rojo: el aire sangra por efecto de la luz solar o por el reflejo de la pintura que mancha las ventanas. Podría pensarse, en principio, en una anticipación del final sangriento, pero es posible hacer otras lecturas. El rojo prohíbe en el semáforo, en las señales de tránsito. Es la intensidad de las pasiones, más que las pasiones mismas. En su versión sangre -de animal o de un niño- es la escena central en los sacrificios de los pueblos primitivos.
Un ojo atento puede encontrar, a lo largo de la película, indicios de estos múltiples sentidos: el pecado del desamor por el hijo, castigado con creces por la marginalidad y el ostracismo al que se ve condenada Eva. Sin embargo, ella sigue adelante, pese al crimen de Kevin. Su obstinación para levantarse cada mañana, limpiar su casa de las manchas de pintura causadas por los vecinos, buscar trabajo y visitar la cárcel es una forma de pasión. El crimen de Kevin podría pensarse como un acto sacrificial inconsciente para salvar la relación con Eva. De seguro, es un precio muy alto. Sin embargo, se trata de borrar el peor de los pecados: el desamor entre madre e hijo.
Eva limpia, pule, quita manchas, rasquetea, pasa el trapo. Se lava mil veces las manos manchadas de rojo. Esas manos no mataron, no obstante, estaban muertas para todo gesto de amor hacia el hijo desde muy temprano. Parece incapaz de ninguna ternura: ni durante el embarazo, que la encuentra perpleja y descorazonada, ni en las primeras horas luego del parto -donde es notoria la diferencia de su actitud con la del marido- ni en los primeros días de crianza. Con los años, la cautela es la forma de trato habitual con el hijo. El miedo a sus reacciones los distancia tanto como la falta de amor.
Esta madre no supo, no pudo o no quiso alojar a su hijo. Le fue imposible formar el nido para cobijarlo desde su propio vientre, antes del nacimiento. Tal vez por eso viva su propia condena junto a Kevin.
QUEBRAR AL ENEMIGO
La mirada de los otros es una constante desaprobación. Cuando Eva empuja el cochecito por la calle y suena el llanto del hijo, la gente la ve con desprecio. Los insultos de sus vecinos se completan con las agresiones de los niños en Halloween. Siempre la mirada castiga a los demás. Su propio marido no le quita los ojos de encima, pendiente de sus errores.
Sin embargo, Eva no sólo es víctima de la mirada ajena, también es capaz de censurar. Esa actitud acorta las distancias entre la madre y el hijo. Kevin comenta: “¡qué dura!” y ella, “¿quién lo dice?”. “Tal para cual”, concluye él. Y este simple diálogo los acerca, se los ve parecidos como nunca antes. Esta cercanía, que la directora oculta hábilmente durante gran parte del film, se manifiesta en toda su dimensión a través del arma elegida por el hijo para matar: el arco y la flecha, las herramientas de “Robin Hood,” el libro que Eva lee, recostada en la cama, junto al chico, en un momento de gran serenidad y unión entre los dos.
Y no es de extrañar: un desafío más por parte de Kevin tensa al máximo la paciencia de la madre y provoca un gesto de violencia en la mujer. El resultado: el brazo del niño se quiebra. Siguen la carrera desesperada hasta el hospital, el temor de que el pequeño la denuncie, la angustia. Todo sale a pedir de boca. Al llegar a la casa, la sorprende la justificación del padre porque “no puede cuidar al niño todo el tiempo”. Milagrosamente, la estrategia funciona. “No importa qué hayas hecho, pero resultó”, le dice el marido.
Eva quebró, literalmente, la voluntad del chico. El triunfo dura poco: el hecho se transforma en un medio de extorsión. Su éxito se para sobre suelo resbaloso. Los límites, indispensables, también deben estar fundados en el amor y comunicados amorosamente. La falta de afecto de la madre ha sido una forma de la ausencia, a pesar de haber convivido con su hijo cada día, desde el nacimiento.
LA HABITACIÓN DEL HIJO
Kevin cumple dieciocho años y llega el momento de pasar a la cárcel común. Por primera vez, se lo ve temeroso y angustiado. Por primera vez, se une en un abrazo con su madre.
Eva parece haberlo aprendido: el lazo que la une con su hijo va más allá de todo lo vivido. Nace aún antes del nacimiento.
Vive sola. Va de su sórdido trabajo a visitar la cárcel y, entre una cosa y otra, borra las huellas de la agresión de los vecinos y prepara una habitación de la casa. La pinta de azul, coloca muebles y una repisa, la dispone igual que el cuarto de Kevin en la casa familiar. El descuido y el desorden en el resto de la vivienda quedan fuera de este ámbito.
En soledad, prepara el nido y espera.