El hastío: Sobre cómo combatir una farsa en la selva.
Por Anne Diestro Reátegui y Víctor Dupont
Fotografía: Anne Diestro Reátegui
MIRADA SELVA
Los ojos de los hombres los llevaron hacia lugares inesperados. Será eso o el silbido de un demonio, no menos terrorífico que el hastío de la quietud muda.
La historia empezó así. Dos cuerpos se entreveraron en ríos, árboles, rutas, ciudades. Guiados por el azar, llegaron a la Selva de Junín. En la zona central de Perú, este territorio estuvo – hace una parva de siglos – habitado por nativos de diferentes etnias. Nombrémoslas: Amueshas (Yánesha), Simirinchi (Piro), Nomatsiguenga, Cakinti y Campa, que son los Asháninkas. Los últimos, desde el año 1200, han desarrollado una red comercial entre la sierra y la selva del Perú.
Los anartistas llegaron a esta zona, como los españoles en 1635: con la brújula de oro y sin mapa. La diferencia fue que los españoles formaron una misión, llamada San Buenaventura Kimiri, cerca de La Merced. Los anartistas -menos productivos- se preocuparon por observar, tomar nota y escribir poemas en la orilla del río.
Corría -o trotaba o cabalgaba- el año 1740, bajo el dominio descalzo de los franciscanos. Diosito occidental se camuflaba en la naturaleza y dirigía la sinfonía de silbidos de los árboles, del viento y los demonios. Los bosques silenciosos, apenas habitados por tribus crecidas a la orilla del río Perené y de las montañas de Chanchamayo. Por esos pagos, fertilidad de tierras, trabajo de nativos y viveza de conquistadores daban frutos para la peste milenaria, esa actividad de baja estofa llamada comercio.
200 años más tarde, la situación no ha cambiado tanto. El comercio cultural se abrocha el seguro de su seudo misticismo, para acercarnos a un plano que ya conocemos. Los ojos anartistas traspasaron una de esas tribus.
Pero no apresuremos la historia. El cuento caerá en breve.
REBELIÓN EN LA MONTAÑA
En el siglo XIX, la reacción de los indios de la selva central se basó en oponerse a un modelo evangelizador que chocaba con estilo. Los aborígenes de la montaña eran semi nómades. Caza, pesca, recolección y formas superficiales de agricultura eran la combinetta perfecta para subsistir. La implantación de pueblos o “reducciones” emprendida por los franciscanos alteraba violentamente su orden de vida.
Más tarde, en 1827 – con la intención del Gobierno por abrir caminos y establecer haciendas que produjeran aguardiente y hoja de coca para las comarcas mineras – , se construyó el fuerte San Ramón. Los enfrentamientos siguieron hasta la llegada de una expedición, al mando del Coronel Pereira. Lo mismo de siempre: se trataba de conquistar los territorios nativos. Los habitantes originarios, tras nuevas batallas, fueron replegados. Se instalaron en la orilla de los ríos.
PAMPA MICHI, LA CEJA DE LA SELVA
Tenemos una memoria histórica, personajes, un comienzo, un nudo y un desenlace. ¿Será correcto adelantar que hay una zona de hastío, de puesta en escena, incluso en una comunidad que vive, todavía, de la caza y de la pesca? ¿Habremos visto bien?
A 18 kilómetros de La Merced, en la ceja de la selva -a veces hemos creído que ceja hacía referencia a la mirada, pero no, la ceja es la entrada a la selva peruana-, ahí está la comunidad de Pampa Michi. El recibimiento a los turistas resulta simpático. Hasta parece un ritual. Basta que bajen algunas personas de una moto o de un auto y ya va el primer cruce de miradas de la tribu. Civilizada, claro. Ahí se envían señales para definir quién va a recibir a los visitantes, según el orden de llegada. ¡Claro, los nativos se turnan! Se acercan con la ropa tradicional, la Cushma, y las caras delineadas con achiote. Siempre importa la cantidad de líneas en sus rostros. Denotan un valor jerárquico y hacen referencia a sus distintas actividades: pesca o caza.
A los anartistas los recibió un tal Leonardo junto con sus amigos (nativos). Ellos afirmaban su descendencia ashánica, mientras imponían probar aguardiente de la región. Pronto, la cerveza. Y, un rato después, un círculo de deseos: más cerveza, más comida, más excesos. Todo, a cambio de un par de historias interesantes. Bastó levantar la mirada y ver, en la misma comunidad, puestitos con artesanías, anuncios para fotografiarse con una boa, tragos del lugar y rondas musicales con bailes y ritmos “típicos”.
Preguntaron acerca del nombre. Pampa Michi. Se les refirió la confusa historia de su fundación, en 1978. A la ceja de la selva, llegó un “gringo”, un tal “Michael”, que fundó una comunidad y se esmeró en plasmar las costumbres de los ashánicas. Comenzó con tres familias. Y hoy son más de 30, con 500 habitantes. Por aquellos tiempos, ni los mismos nativos podían pronunciar el nombre de su jefe, por lo cual empezaron a decirle “Michi”.
Entonces, tema resuelto: ¡Bienvenidos a Pampa Michi!
EL BOSQUE
Leonardo, amable, ofreció ser el guía. Su bondad nativa sugirió que se compartieran unas “chelas” (cervezas) a cambio de sus sugerencias. Así se fue la primera mañana y su tarde, en un mirador rodeado de árboles, bebidas y un sol quemante. Cada uno de los “Pampas” con sus celulares de última generación, sus relatos peregrinos y la escucha atenta de los anartistas.
SE ABRE TELÓN DE LA FARSA
Entonces, vino la primera luz de extrañeza en la historia. Uno de los nativos comentó que había sido parte del ejército peruano. Narración de alto impacto. Minutos antes, todos afirmaban su íntimo vínculo con la comunidad, desde niños. Es decir, nunca habrían salido de la tribu y trabajaban ahí para dale un valor agregado a su cultura. Pero, ¿será que el alcohol lo hizo hablar de más? ¿Por qué?
Porque también afirmó que su inclusión en la tribu era reciente.
EL BOSQUE II
A una hora prudente y con menos calor, todos bajaron para dar una caminata. Leonardo sugirió a los viajeros acampar cerca de la tribu. Pero los anartistas eligieron la orilla del río. Caminaron -con algún que otro trago del lugar en mano – unos tres kilómetros entre piedras y pendientes que se complicaban más ante la decisión de ir descalzos. Comienzo de una entrada. Un diálogo. Inicio de una conversación muda entre los ojos de los viajeros y las hojas, las volutas del agua, la espesura del bosque. En la selva -eso se dirá después- los elementos tienen dueño. Y hablan.
Los oídos, al ritmo de las piernas, se prestaban a ser conversados. Pájaros, viento, rumores. El empuje tranquilo del atardecer y la oscuridad que abría un cielo nuevo para los anartistas. Las estrellas, ahí. La ilusión de la distancia máxima en la palma de las manos. O de las pupilas. El cielo cada vez más cerca de las manos, el río más potente de acuerdo a cómo iba pasando el tiempo.
Los cuerpos enfriados pedían fuego. Pedían acampar. Pedían el lenguaje de la noche, entumecidos de frío. Algún sonido por ahí, una pregunta, una respuesta.
Un silbido misterioso entre los árboles.
Aparición del demonio de la selva. El Tunche.
VUELVE BOSQUE
El acampe fue un éxito.
Al anochecer, uno de los anartistas creyó oír o ver hablar a las formas del fuego de la fogata donde comerían. Entre la cuidadosa farsa de Leonardo -el “guía”, que empezaba a mostrar la hilacha-, alguien contó la leyenda de un demonio oculto en la selva.
INTERRUPTUS 1
POEMA ANARTISTA IMPROVISADO A LA ORILLA DEL RÍO
Los bordes en los pies besan la fuerza en el agua
Nadie vive ya, menos que ver o sólo nadar
Perdidos en el sonido de la noche y sumergidos
Por el pájaro-niño cuidados como el demonio
El temor se ha ido
La casa es este pedazo de tierra que abriga nuestros pies y nuestras manos trenzadas de viento
En el agua anochece el tiempo
En nuestro pecho, nace la noche
El poema en las sombras
en el río, la caricia de una danza
con el señor sol besándonos el pecho
Nace de muerte la noche
al frío del pájaro niño
la casa en el pecho
del río
somos silbido
el giro del vientito
a la vuelta de una voluta muerta
por nacer
en el pecho del tiempo
MISTERIO TUNCHE
Leonardo – el acompañante – se empezaba a mostrar extraño luego de la primera noche de campamento. Ningún anartista entendió y tampoco mostró interés. Sólo repetía, amablemente, si los viajeros contaban con una parte del dinero necesario en concepto de “guía” (no sólo de cervezas vive el Michi).
Uno de los nativos comentó sobre un lugar llamado “El Banano”. Al parecer, era una fiesta en la zona de Santa Ana. Los anartistas, jamás reacios a dichos convites, aceptaron la invitación. El llamado a descubrir qué verían, cómo eran las celebraciones en ciudades pequeñas, los rostros, los cuerpos, el baile, la música y, sin duda, tal como en todo el Perú, la bebida. Quizá lo más importante.
Leonardo se negó a acompañar. Quedó al “cuidado de la carpa”.
En “El Banano”, se vivió una fiesta. Fiesta envuelta en propagada, como la peste del comercio: el reggaetón. Saltitos, gritos y un invento de baile por parte del anartista inútil y creativo que nombró a la danza -nada autóctona- como “el baile de la boa”.
Do you speak english?, Le preguntaron a la anartista mujer. Ella afirmó su peruanidad al grito de “salud” y chocó su vaso. La mujer de la pregunta insistía: Si eres peruana, deberías bailar así. Una danza sumamente “heteropatriarcal” (dijo uno de los viajeros, en estado de total ebriedad). La anartista peruana, con su raíz incaica intachable, tristemente agregó que sus pies desconocían esos pasos. El anartista inútil y globalizado prendió su cuerpo y enseñó cómo era moverlo junto al sonido de la música de moda.
Los nativos olvidaron su Cushma y se entregaron. Comentaban que ahí también estaban otras “nativas”, curiosamente vestidas como cualquier no lugareño. Y más cervezas. El círculo del alcohol se volvió un sinfín de lenguas, de labios, de saliva. Todos bebían. Cinco horas. Y las volutas de humo. Y la fragilidad del cuerpo entre cuerpos. El sudor, el punto y la línea, Pachacutec con la Vírgen María, la serpiente chamánica y el libre comercio, Europa y Estados Unidos y América precolombina unidos en un solo grito: ¡más cerveza!
Esa noche, antes de llegar a la fiesta, un hombre (ya se hablará de él) advirtió sobre El Tunche. El demonio de la selva. Rondaba.
¿Escuchan? Uno de los anartistas -el inútil- copió el tono y repitió el sonido mediante un silbidito. El hombre se asustó. No vuelvas a hacerlo. Si llamas al Tunche, pensará que te burlas y podría perderte. Es un demonio muy peligroso. Hay que tener cuidado para no encontrarlo porque luego te desaparece. Se lleva tu cuerpo.
Silencio.
Volvamos a la fiesta. El asunto estaba en transformación. Los anartistas querían irse. Hicieron dedo y una moto los llevó hasta la tribu. Desde ahí les tocaba caminar seis kilómetros, entre piedras y oscuridad. No tenían linterna. No tenían batería en el celular. La luna era su única guía. La luna volvía junto a las estrellas a intentar acercarlos a su carpa. Una, dos. Tres vueltas. Caminaban sin reloj. Sólo el sonido de río abría luces y brújulas. Quizá no estaban del todo perdidos.
Camino de piedras rodeado de árboles.
¿Dónde estamos?
Si escuchamos el río es porque nuestra dirección no está mal.
¿Y el riachuelo?
¿No era por aquí?
No, dijo ella. Dar la vuelta, volver y buscar el riachuelo. Camino importante para llegar al campamento. Cada vez más frío. La luna se apagaba y más oscuridad. Un sonido. Un silbido.
¡El Tunche! El demonio de la selva.
Ninguno lo nombró, pero ahí estaba. La caminata entre esas piedras era cada vez mayor y la cercanía a la bestia, también. Ninguno tuvo miedo. Tras un extenso meditar, los tiritares de las pieles sugirieron que el malvado ser, el temido monstruo, en verdad los guiaba y protegía. El frío, los silbidos incesantes y la oscuridad mantuvieron a los viajeros en medio del bosque. Los anartistas decidieron recostarse y esperar la mañana. La luz daría la ubicación. Ni el río ni la luna ni el demonio los abandonaron. Ellos fueron los guías de una noche de penumbra y misterio. Los cuerpos abrazados por el frío. Los cuerpos trémulos. Los cuerpos recostados en la tierra del bosque. A la expectativa de no despertar o ser devorados.
Al amanecer, el anartista inútil abrió los ojos, levantó su cuerpo y gritó: ¡La carpa está ahí!
El extravío no era tal. La oscuridad fue la clave de la confusión, pero el horizonte estaba a pasos.
Leonardo, el guía falso, los vio llegar y los trató como a fantasmas. Ningún saludo. La sensación de irrealidad pesaba sobre el cuerpo de los viajeros.
Ropa, abrigo, el abrazo y el sueño protegido.
El hombre del cual hablaremos a continuación interpretó estos avatares así: Esa noche hubo peligro, pero sus amuletos endemoniados los encaminaron. Esa noche la potencia del cuerpo los llevó como intuición a su horizonte.
El río, su gran compañero, los abrazó cuando despertaron. Agradecieron estar vivos. Por eso a la mañana siguiente se les ocurrió beber agua del río. Así es el bautizo de la selva.
EL HOMBRE DE LA MONTAÑA
Fuera de las noches, los días en Pampa Michi pretendían circular entre venta de recuerdos y círculos de simulación de fiesta. Música y bailes de la selva cuidadosamente preparados para solaz de turistas “aventureros”. Tras algunos días, la farsa era más evidente. Los anartistas preguntaron sobre ritos, historia, leyenda. Y los simpáticos nativos, con sus libretos que a duras penas representaban esperables fantasías.
Y, por suerte, apareció el hombre. El hombre anunciado letras arriba.
Bajo un árbol que daba unas naranjas riquísimas, este nativo de piel cetrina y voz suavísima largó una conversación. Decía conocer las montañas. Los anartistas, otra vez, abrieron sus oídos. Y prepararon, de a poco, una red de preguntas.
A la orilla del río, una conversación mutaría, inesperada, a una entrevista. Así, los viajeros serían pescadores de relatos, de una memoria viva. La red estaba casi lista.
Tiramos la atarraya, empezó la cacería:
Plantas medicinales, cerros, plantas medicinales, río, ayahuasca, plantas medicinales. Plantas medicinales, ayahuasca, cerros, plantas medicinales, río, ayahuasca, plantas medicinales.
El círculo, la red.
Tres seres humanos en el bosque.
La pesca.
Tres seres humanos y el río en el relato de sus rocas.
La red.
El círculo.
LA PESCA HABLADA
Su nombre: Héctor. Tenía sus manos curtidas, su piel oscura. Sus rasgos trazaban los planos de sus antepasados, así como el aliento de su memoria. Los ojos rasgados iban, serenos y alegres, con su sonrisa siempre en despliegue. Héctor, el hombre de la montaña, hablaba en una velocidad inexplicable, lenta o rápida. Pero tenía el horizonte claro, la iluminación en las palabras nos abrigaba en la apertura de la noche.
La charla transcurrió mientras la anartista más hábil preparaba el fuego y el otro anartista, el inútil, preguntaba o buscaba leña, infructuosamente.
Las primeras preguntas se orientaron hacia el aprendizaje de curar heridas corporales.
Héctor explicó que él quería conocer cómo podía hacerlo. Y su tío sabía. A Héctor le habían picado un brazo, nos contó: Sí, te dan, ¿cómo se llama? dieta, y eso por 3 meses. Llegué pue´, con mi cushmita así. “Pasa, sobrino”, me dijo mi tío. Chocita pue´, pura choza era su casa, ahora tú le miras y casita material noble. Antes no. Ya. “¿A ver?” – dice mi tío. Soplaba y soplaba, me sopló, siempre mirando los cerros, veía y veía. “Ah, te han hecho eso porque tú trabajas en las chacras y haces artesanías”. “¿Cómo?”, le dije. “Hay una chica que está de tu lado…” ¡Ya me imaginaba! “Pero vas a salir bien”, me chupó el brazo. Una chupada, dos chupadas, al día siguiente, sanito mi brazo. Lo que estaba así, hinchado.
El tío sopló y curó. Usó tabaco y la concentración de su mirada. Sin embargo, no cualquiera puede aprender a hacer curaciones. Héctor explicó la importancia de una dieta especial y el conocimiento de los efectos de las hierbas medicinales. Un procedimiento experimental. Se completa con la palabra de las plantas.
¿Acaso hablaban?
Héctor: Las plantas conversan, pue´. Tú puedes estar ahorita avanzando aquí y alguien te habla… ¡No le hagas caso! Miras así y puedes perder tu… Así es cuando te revelan eso, aprendes muchas cosas. Hasta te dicen en tu sueño: ¿Esta hierba para qué era? Diabetes. Mira de mí, yo me he caído del alto, nosotros como costumbre tenemos de vivir como Tarzán. Con mi hermano jugando a la mancha, ¡poh!, se cayó.“Toc al toc”, me pusieron ese bejuco chuncho y me dijeron “así vas a dormir”, me dice mi abuelito, al día siguiente ni lo había movido y mi brazo se parchó solo.
Tras las últimas palabras sobre la curación, cayó un silencio en la casi noche.
El fuego de la fogata ya estaba a punto. La anartista hábil empezó la preparación de un pescado.
Y las palabras volvieron a lanzar la red.
¿Y el río?
Héctor miró las llamas o las volutas del agua. Contó que el río trae bendición, si uno se puede quedar así, tranquilo, trae bendición. Tú puedes sacar tu atarraya y pescar 15 pescados.
¿Se le conversa al río?
Sí, él te está escuchando. ¡Todo tiene dueño!
Héctor siguió con su palabra de viento.
INTERRUPTUS 2
POEMA II ANARTISTA A LA ORILLA DEL RÍO
Somos como el río
dijo, la piedra
crece del hambre
un pie un hombre
a la orilla de sus uñas
la danza de las sombras
el agua
no es de cielo
a pura tierra
la mano tocada
somos como el río
en la piedra
por el hambre
por la piedra
el relámpago
el pie del relámpago
el hambre de la mano
la lámina del ojo
el agua no es del cielo del río
El hambre, sed de río
Piedra muerta dos de río abierta
Hombre piensa no río
En el día
De noche
Río piedra camina
Dentro hombre ave
Corta viento río abierto
Cielo brilla
Manos perlas viven
Poema nace
Poeta muerto
Es el río abierto
EL FIN DE LA FARSA
Y LOS ANIMALES EN EL FUEGO
El último día de la estadía fue revelador en muchos aspectos. Pero, en lo que atañe a la farsa, se trató de una confirmación para los anartistas. Leonardo, el amigo, había extremado un comportamiento huraño. Y los signos de la farsa eran muy claros: cada baile, cada recepción a los turistas, cada paseo.Todo estaba cronometrado. Y, ni bien los viajeros se corrieron de ese esquema, los signos de rechazo de muchos nativos fueron contundentes. Sobre todo, con el susodicho Leonardo, que había desaparecido y nada se sabía de él aquella mañana del último día, luego de pagarle “la voluntad” que nos pedía. Desapareció, como los demás nativos. Entonces, ¿era el dinero lo único que les importaba?
Los anartistas hicieron su mochila y, despacito, emprendieron el camino de las piedras y se alejaron del río. Saludaron a la tribu, cada vez más abstracta.
El sol era ardiente, definitivo.
Mientras hicieron dedo, la memoria de los días se agolpó y les habló como el agua, les conversó como los árboles o tal cual el Tunche silbó en la oscuridad.
Entonces, apareció el recuerdo del fuego.
Las formas que el fuego, durante un atardecer, había sugerido en su vértigo. El fuego con su plano de llamas nómades, sus figuras y sus revelaciones alentadas por el viento.
Entonces, la voz de Héctor, el hombre de la montaña, volvió a susurrar a los viajeros. Aunque, entonces, desde un pasado muy cerquita. Y, ya irremediablemente distante, Héctor contaba sobre los animales muertos que las sombras del fuego creaban.
Se trata de una revelación. Como cuando quieres aprender, idéntico a los sueños.
Dragones. Serpientes. Calaveras.
La naturaleza habla. Esos animales son sus guardaespaldas.
Dan fuerza.
¿Animales de poder, según el chamanismo?
La voz de Héctor seguía…
Fuerza. Fuerza.
Repetía Héctor, el hombre de la montaña.
CUSCO O LA REBELIÓN MINÚSCULA
El dúo anartista, en pleno auge de sus facultades, también recorrió la ciudad de Cusco. Ni vale la pena salir de ahí -que es un museo abierto- para pagar por “ver”. A la maravilla vestida de capital, los autores de esta nota no entraron. Machu Picchu quedó muy lejos. Ni siquiera pudieron asistir a las otras maravillas: Ollantaytambo, Pisac, Sacyauhuaman, entre otras. Obligaban a pagar una entrada para todas, aun si la intención es, por ejemplo, visitar sólo una.
En el manual del buen turista, el lector encontrará adjetivos de sobra. Los anartistas añaden: la sensación hermosa que te abriga cuando te prohíben tocar las piedras sagradas, besarte o emborracharte en San Blas; los masajes para invitarte, con delicadeza, a consumir putas con la mística incaica: “Do you like a massage?”
Cusco tiene una obscenidad sin remedio. Se recomienda al buen viajero cometer algunos actos simbólicos contra esta organización de la desidia y este sistema de prohibiciones.
Por ejemplo:
- Cuídese de invocar a los gritos el nombre de Atahualpa mientras toca las piedras sagradas de muchas paredes.
- No se desaliente ante los improperios de quienes se lo impidan. Las autoridades de Cusco tienen la peregrina idea de que incluso las piedras son de su propiedad.
- Beba vino y celebre la altura mientras camina. El abrigo del alcohol en la noche es más conmovedor que entrar a un bar donde asalta música pestilente.
- Deje los tours y no piense que los recuerdos puedan venderse.
- Tómese un “calientito” por la mañana, mientras los rayos salientes le abren los ojos. Ante el frío, dicha bebida es una grata compañía.
- Pida prestado un baño, si bebe por San Blas. Sólo asegúrese que no sea “El Museo de Coca”, ahí te cobran un sol por cumplir el deseo de expulsión.
- Duerma en el piso, sienta el sol frente a usted y no tenga miedo de lo que las autoridades puedan decir, a lo mucho los mandarán a la chacra.
- Métase a una fiesta patronal, viva la energía de las personas, se vive mejor cuando es en comunidad y con una banda al lado.