El cuidado del otro: Sobre espejos y espejismos.
Por Viviana García Arribas
«(…) Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
yo no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.»
Jorge Luis Borges, Los espejos
YO SOY OTRO
Cada mañana, al levantarme, me saluda el rostro de mi madre desde el espejo. Los mismos ojos pequeños y algo cansados, el mismo color de piel, el cabello oscuro. En fin: más me acerco a su edad madura, más seguido la veo en mí.
¿Qué vemos al mirarnos en el espejo? En mi infancia, me preguntaba si esa imagen era real o imaginaria. ¿Mi mente, quizá, estaría preparada para ver solo un reflejo forjado en base a un ideal? Sí, un poco platónica, es cierto. En definitiva, el juego me servía y aún me sirve para preguntarme por el “otro” reflejado. Por “mi otro”. Fue Jacques Lacan -en su primera enseñanza- quien definió, como “el estadio del espejo” [1] a esa etapa del crecimiento en la que el bebé reconoce frente a sí su propia imagen. Este fenómeno se produce alrededor de los seis meses, cuando el espejo le devuelve su apariencia como un todo, un cuerpo-síntesis integrado. Este reconocimiento es vivido con júbilo y constituye un elemento formador. Sin embargo, queda alienado de esa imagen. Al mismo tiempo, su cuerpo real sufre la falta de coordinación de sus partes. La tensión entre la totalidad y el dominio real (o la falta de él) del cuerpo y la amenaza de desintegración hacen que el bebé asuma la imagen reflejada como su propio yo. “Esta forma sitúa la instancia del yo (…) en una línea de ficción, irreductible para siempre por el individuo solo.” De modo tal que el sujeto se aliena de sí .
DEL LUJO A LA SELFIE
Pero no siempre fue tan fácil mirarse en el espejo.
Técnicamente, un espejo es una superficie muy pulida en la que los rayos de luz paralelos se reflejan y cambian de dirección en conjunto sin perder su equidistancia. Producen, de esta forma, una imagen virtual, igual pero no exacta, ya que se trata de una figura simétrica.
Tal como hoy lo conocemos, aparece recién en el Siglo XV. Hasta entonces, se fabricaban de metal o piedra. En Turquía, se han encontrado espejos de obsidiana -una roca volcánica negra muy apta para ser pulida- de una antigüedad de seis mil años. En Egipto, en Grecia y en Roma, se utilizaban diferentes metales: bronce, oro, plata o aleaciones de cobre y estaño. Cualquiera fuera el material utilizado, se trataba de un lujo, sólo al alcance de las clases altas.
El espejo actual nace gracias a los vidrieros de Murano, quienes obtuvieron un vidrio muy puro y delgado al que llamaron “cristallo”. Luego, se le aplicó sobre la superficie posterior una solución de nitrato de plata -azogue-, que permite el efecto de reflexión. Este descubrimiento dio lugar a una industria importantísima en la República de Venecia, donde se orquestó un sistema de monopolio tan proteccionista, que los obreros tenían prohibido salir del territorio. Como era de esperar, pronto se produjeron algunas fugas, alentadas por el gobierno de Francia, deseoso por establecer la que más tarde se llamó “Compañía Real de Cristales y Espejos”. Después de muchas idas y venidas, en el año 1682, se abrió en Versalles la Galería de los Espejos, para asombro de todo el mundo.
Hasta entonces, la imagen reflejada era poco nítida y distorsionaba bastante. Los espejos de obsidiana, por ejemplo, devolvían una figura opaca, sin color, como un negativo fotográfico. Los de metal, por otra parte, requerían un pulido perfecto para cumplir con su función. El advenimiento del espejo actual -de relativo bajo costo- produjo una verdadera revolución en la mirada. Al ser más accesible, cada vez en forma más habitual, las mujeres comenzaron a observarse y, como consecuencia, a maquillarse, a peinarse y a vestirse con mayor esmero. También, a reflexionar sobre sí mismas, a escribir -sobre todo, biografías-, y a crear.
El mundo sigue su ronda y este siglo nos encuentra pendientes de nuestra imagen, a punto tal, que podríamos hablar casi de una adicción. No fue así siempre. Hoy, subimos nuestras fotos a Facebook -ese gran libro de las caras- a la caza de la mayor cantidad de “me gusta” posibles, en una celebración de nuestra apariencia. El avance tecnológico ha hecho que el Photoshop quede casi en el olvido, víctima de las aplicaciones de los smartphones que mejoran nuestras selfies al instante -sí, algún día hablaremos de la cantidad de palabras en inglés que utilizamos-.
PURO CUENTO
Sin embargo, el espejo siempre fue un objeto provocador de misterio e imaginación. En algunas creencias, la imagen reflejada se identifica con el alma.
Para cierta tradición japonesa -sintoísmo- puede simbolizar la honestidad, o aparecer como dador de vida, puesto que la luz reflejada en él se relaciona con el sol. También se lo considera puerta a otros mundos, enlace entre vivos y muertos o entrada para los espíritus. Por este motivo, antiguamente, se los cubría.
Ya desde la civilización egipcia, se los veía como objetos mágicos. La diosa Isis utiliza su espejo para encontrar los pedazos de Osiris desperdigados por el mundo y hacer con ellos la primera momia de la historia. Todo tipo de espejos fueron utilizados en la magia, como la bola de cristal de cuarzo o el espejo de Galadriel en “El señor de los anillos” [2]. Los de obsidiana estuvieron presentes con frecuencia en los rituales mágicos.
Pero detengámonos en algunos textos: desde “Blancanieves y los siete enanos” hasta “Alicia a través del espejo” [3] se observa una evolución del rol femenino en la literatura infantil. En el primero, la reina es poseedora de su propio rostro reflejado en el espejo. Ella ejerce su poder sobre la niña sin mancha, Blancanieves -imagen ideal de la mujer sin defectos a quien no alcanza la muerte, ni el deterioro, ni la vejez- y pierde, frente a la extrema bondad de la pequeña. En “Alicia…”, en cambio, estamos ante un relato donde ha desaparecido todo maniqueísmo y no existe la oposición entre lindo-feo, bueno-malo o joven-viejo. Prevalece, entonces, su asombro y el azoramiento frente a lo extraño e incierto y el cuestionamiento a la unicidad del mundo real.
EL BELLO NARCISO
Si de espejos hablamos, no podemos olvidar a Narciso. Dice el mito popular que este personaje se enamoró de su propia imagen, a tal punto que, cuando vio su reflejo en el agua, se ahogó por querer acercarse. Pero la cosa es un poco más compleja y bastante más profunda. Narciso era un hermoso joven a quien se le había vaticinado una vida venturosa, en tanto y en cuanto, no se conociera a sí mismo. No solo lo caracterizaba la belleza, sino también la vanidad y el desprecio por los otros. Cuenta la leyenda que, un buen día, la ninfa Eco -condenada a repetir siempre la última palabra de su interlocutor- se hizo presente durante un paseo del joven por el bosque. Al no poder entablar ningún diálogo, fue despreciada por Narciso y, por ese motivo, Eco se recluyó y se dejó extinguir hasta que solo quedó su voz. En venganza, la diosa Némesis hizo que Narciso se enamorara de su imagen reflejada en el agua y se suicidara, al no poder acceder a su deseo.
Hasta aquí, el mito romano. Antes, habían estado los griegos -siempre- y ellos contaron la misma historia con algunas variantes. En la versión griega el enamorado era un chico- Ameinias- quien, una vez despreciado, se suicidó con la espada que el propio Narciso, como una forma de burla, le había regalado. Finalmente, Narciso también se suicidó, al comprender que el objeto de su amor era una imagen inaccesible.
Pero griegos o romanos, chico o chica, el acento está puesto en la actitud de Narciso hacia el otro. Un otro que, además, se encuentra en desventaja porque está enamorado. Creo que esa parte de la historia se ha perdido en el saber popular… vaya a saber por qué.
DE VUELTA AL PRINCIPIO
Esa etapa temprana de reconocimiento de la propia imagen, cuando el niño se toma a sí mismo como objeto de amor, se conoce como narcisismo primario. En líneas generales, se trata de un narcisismo no solo sano, sino indispensable. Podría decirse que sirve como pista de lanzamiento para luego encontrar ese objeto de amor en un “otro”. Sin embargo, me gustaría prestar atención a lo que el propio Lacan dice al respecto: para él, toda elección amorosa es narcisística, es decir, amamos en el otro lo que en él encontramos de nosotros mismos. Y se me da por pensar, ¿qué pasa cuando no hay reconocimiento de uno mismo en el prójimo? Por otra parte, ¿existe uno mismo? ¿Mi yo es tal o es la imagen -ya que de espejos hablamos- que me devuelven los demás? Dudo de mi propia existencia. Me es imposible ver mi rostro sin el auxilio de un espejo. Dependo, entonces, de la mirada de otro -el que está enfrente- pendiente de la mía para verme. Dudo también de la verdad absoluta, esa que consagra una identidad única valiosa.
Qué pasa con los diferentes. Cómo cuidar a ese otro marginal, lejano, invisible. Ese, que a veces los medios me presentan como “un ser humano”. ¿Y qué otra cosa podría ser? ¿Un muñeco de trapo? ¿Una ilusión? Esa expresión implica que hay otro que podría no ser humano. Ese otro tiene piel, entrañas, rostro, pensamientos, como los tengo yo. No iguales, diferentes. Y felices de celebrar la diferencia. Así debería ser.
Revisemos, por ejemplo, el mandamiento: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. ¿Y si en lugar de amarlo me decido a mirarlo? ¿Si lo miro debo ver un igual? La sentencia bíblica así parece decirlo: debo amar la imagen especular del otro como si fuera yo. Se podría pensar como un aval del sentimiento narcisista. Sin embargo, solo puedo cuidar a quien veo, a quien registro como un otro. Y si, en el fondo del espejo, sólo sigo viéndome a mí misma, no tengo posibilidad de encontrar lugar para cuidarlo.
¿Cómo zafar de esa ilusión? No olvidemos que el narcisismo funciona también en forma colectiva: resulta muy fácil amalgamar a un gran número de personas, siempre y cuando, se deje afuera otro número considerable de gente para hacerla objeto de las manifestaciones de agresividad. El nazismo es solo uno de los tantos ejemplos.
Y se me ocurre terminar con un interrogante, que genere nuevas escrituras: cómo hacer, como sociedad, para mirarnos en el espejo de las diferencias.
[1] El estadio del espejo como formador de la función del yo / La agresividad en psicoanálisis, Lacan, Jacques
[2] El señor de los anillos, J. R. R. Tolkien, (1954).
[3] A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, Lewis Carroll, (1871).