Ultraviolento: sobre domesticaciones y otras heridas.
Por Lourdes Landeira
Una mano se desliza sobre un lomo más o menos peludo. La acción –encantadora- se repite. Es un perro acariciado. El animal no puede devolver el mismo gesto. A cambio, mueve la cola y, cuando se le permite, usa la lengua para recorrer un cachete: lo lame. Algunas veces, ambos seres se abrazan en desigualdad de condiciones. El perro, se dice, es el mejor amigo del hombre. ¿Será el hombre el mejor amigo del perro? Según cuenta la historia, el lobo se habría convertido en perro por propia voluntad. Cuánta violencia habrá implicado tal metamorfosis, me pregunto en silencio. Acción genética y, mucho tiempo mediante, el animal de dientes carniceros mutó al de hocico acortado. La manipulación humana se ocupó de marcar la diferencia, la mayoría de las razas son de los últimos cien años. Persiste la caricia como posibilidad de representación de la frontera de acercamiento entre el ser humano y el animal domesticado. Para mantener las distancias.
ITINERANCIAS
Hace algunos años visité Esquel y, después de hacer los paseos tradicionales –el cerro, la trochita, el té gales –, decidí hacer frente al frío y salir a caminar. En la oficina de turismo me habían hablado de un sendero por donde se podía subir a un cerro a pie. Una amiga local me preguntó: ¿y no te dijeron que tuvieras cuidado con los perros? No, dije yo. ¿Por qué? Muy discreta, movió su cabeza y me contó que, en algunas zonas, había grupos de perros poco amigables. Me sorprendió ese temor en ella, pero, discreta yo también, no dije nada y salí. En el ascenso crucé a un perro que me miró fijo y recordé el rezo de mi infancia. Decían las abuelas que, si en la calle se te acercaba un perro, tenías que repetir para tus adentros: ay, San Roque, que este perro no me mire ni me toque. Ese, el de la subida al cerro, ya me había mirado, pero no me tocó. Dio media vuelta y se internó en el paisaje. Cuando bajé, lo recordé y me asombré al pensar que prefería no volver a encontrarlo. Y ahí quedó la anécdota, si es que llegó a serlo.
En otro viaje, a Ushuaia en este caso, también hice los paseos típicos. La excursión al parque nacional paró para el almuerzo en un restaurante que, además de sus comidas típicas, tiene como atractivo un criadero de perros. Entré y no me gustó lo que vi. Cada uno sentado frente a su cucha, amarrado a ella por una soga. Entré al refugio y el encargado del lugar me contó que ofrecían paseos en trineos. Es decir, estaba frente a perros trabajadores. No, dije. La tracción a sangre no me va. Intentó convencerme de que los perros disfrutaban lo que hacían. Indagué un poco y supe que para eso los entrenaban, para hacer fuerza, para correr. Y, claro, a eso respondían. Me permití dudar de que eso fuera equiparable al disfrute. Me contó cuánta comida diaria les daba y supe que su vida útil iba desde el año hasta los diez. Qué hacen después con ellos, pregunté, preocupada por la fuerza de perro desempleado. Me dijo, y parecía convencido, que en algunos casos les buscaban un hogar de adopción y en otros los dejaban libres, en la montaña. Ninguna de las dos situaciones me parecía viable. Otra vez, ahí quedó la anécdota, si es que llegó a serlo.
RADICACIONES
Poco tiempo después leí un titular, mejor dicho, antes que eso vi una imagen en un diario local de la capital fueguina. Era una mujer hospitalizada por heridas en todo el cuerpo, fundamentalmente, en las piernas y en el cráneo. Había sido atacada por una jauría de perros. Entonces, presté atención y leí la nota. Algunos datos y no mucho más. Lo cierto es que el debate comenzó.
El municipio declaró la emergencia socioambiental. Empecé a interesarme más. ¿Por un caso? Bueno, no. Resulta que se habla de 400 casos de mordeduras por año atendidas en los hospitales. Rápidamente se comenzó a hablar de la aparición de perros envenenados. Los funcionarios dijeron que no eso no era cierto, que se respeta la condición de ciudad no eutanásica de Ushuaia. Que la eutanasia no es una medida de control de la población canina. Que alentaban la tenencia responsable y, de paso, iban a aumentar el presupuesto a zoonosis a fin de proveer recursos para la castración y el aumento de caniles. Que estaban en la búsqueda de los perros atacantes y que ya habían capturado a tres. Que luego de evaluarlos decidirían si podían ser dados en adopción.
Claro, recordé a mi amiga de Esquel y al señor del refugio que intentó convencerme de la felicidad canina.
El problema, aparentemente, se repite año tras año. No todos los días con la gravedad del caso de la señora internada, que trascendió las fronteras locales y colocó el tema en el calor de los grandes medios nacionales. Quienes tampoco dijeron demasiado, más allá de la espectacularidad de las heridas. Los fueguinos dicen que mucha gente abandona a los animales; que, en las épocas menos frías del año, lo perros se van a vivir a las montañas y comen conejos. Pero, cuando empieza el invierno, llegan a buscar comida a la ciudad. Es común ver comida para perros en las veredas. Es común ver perros sueltos en la ciudad. En muchos casos van en grupo, no me gusta decir jauría. ¿Lo serán? Algunos se quejan de quienes los alimentan, otros no quieren que pasen hambre. No me queda claro si por solidaridad o para no ser atacados por quienes sufren la falta de alimento.
DOMESTICACIONES
Las anécdotas, si alguna vez lo habían sido, dejaron de serlo. El término salvaje me rondaba y con él vino otro, domesticación. Resulta que el perro es “amigo” del hombre desde hace más de 15.000 años. Por supuesto, también en eso hay versiones. Estudios más recientes dicen que podríamos hablar de 40.000 años. Cuando los años son tantos, las dimensiones se pierden. En este caso, una u otra situación nos coloca en la nómade era de piedra del paleolítico o en el comienzo del sedentarismo neolítico. Encontré por ahí una referencia al perro como: “el lobo que mueve la cola al ver a un ser humano”. Claro, el lobo es su ancestro. Y dicen, también, que el lobo se habría convertido en perro por propia voluntad, por el interés que le generaban los desechos humanos como alimento. Así y todo, se supone que fue muy extenso el tiempo que llevó el acostumbramiento mutuo y la disminución y posterior desaparición de la distancia de huida. Sin embargo, un perro abandonado, puede asilvestrarse – tal el término que se usa- en pocos meses.
Domesticar implica someter y reducir, hacer que una población –animal- se adapte al cautiverio, que sea dócil y manipulable. Requiere exterminar sus formas salvajes –las que viven en libertad-. Al inicio del proceso, conviven perro y lobo. Quien usa y controla a otros seres vivos pretende el aniquilamiento de los rasgos ancestrales de la población controlada. El objetivo es lograr que esos seres pierdan la capacidad de sobrevivir en estado libre. El proceso conlleva sus propios pasos; además de la ya mencionada desaparición de la distancia de huida (ese momento en que el temor provoca el espanto), es preciso pasar por la ampliación del tiempo entre captura y muerte. Cuando el hombre cazaba para comer, mataba a su presa en el acto. Al comenzar a utilizarla para otros fines, se amplió el tiempo de convivencia. Hoy, además de los que tiran trineos cargados de turistas, hay otra clase de perros trabajadores: cuidan rebaños, son guardianes de negocios y viviendas, hacen tareas policiales, son rescatistas, lazarillos y hasta terapistas. Los lobos actuales no serían los mismos lobos que dieron origen a los perros. Esos, podrían estar extintos.
TRANSGRESIONES
El acercamiento inicial habría sido de mutuo interés. Los perros ayudaban a los hombres a cuidar los poblados y colaboraban en la caza de otros animales. Los hombres los protegían de otros depredadores y los alimentaban con sus sobras. Sin embargo, la violencia sobreviene una y otra vez en la acción del desecho. Entonces, el recorrido a la inversa es muy veloz. La conducta va hacia sus orígenes, a los tiempos pretéritos. Los perros habrían soportado todo del hombre, menos el abandono.
Como hace miles de años –ya no importa cuántos- los lobos se acercaron al hombre para comer sus restos. Hoy, en los centros de esquí de Ushuaia es común ver zorros de cara amigable pedir comida a los visitantes, a una distancia muy corta. La respuesta favorable es desalentada. Se pide, de forma, expresa, que no se los alimente. Es que hace dos o tres mil años que se dejó de domesticar animales. Ya no se los busca para hacerlos más parecidos a los humanos. Ni para sacrificarlos. La manipulación puede prescindir de ellos.