DESEANTES: SOBRE SECRETOS DE JUVENTUD
Por Isabel D´Amico
Teresa regresó a su casa de madrugada, apoyó su cartera sobre la mesa y, sin sacarse el maquillaje, se fue a dormir. Raro en ella, tan cuidadosa con su piel, con su cuerpo. Tampoco era de descuidar su cabello: cada veinte días se sumergía en tintura y borraba los renglones blancos que el tiempo escribía.
Al despertar, Teresa buscó su premio consuelo guardado en uno de los bolsillos internos de la cartera. La máquina del Casino le había dibujado tres E, seguidas de un sonido escalonado. Con esa letra se hizo acreedora de un producto fortalecedor de la estructura y elasticidad de la piel, en especial, las arrugas. Obviamente, el premio perseguido era otro, pero la suerte manda.
Botox, Infinit, masajes hidrofacial, ultherapy, harmmony, XL Pro. Los premios habituales son conservadores de una imagen rígida y ficticia. Ellos saltan de las máquinas y se tejen ansiosos con los deseos de las participantes.
Sin embargo, cuando miro en el espejo y me digo que he envejecido, aunque interpele a mi reflejo tuteándolo, reúno y reunifico en una rápida toma de conciencia mi cuerpo y mis diferentes yo. Ese regreso al estadio del espejo, paradójicamente, me libera de las aporías de la conciencia reflexiva. Envejezco, por lo tanto vivo. He envejecido, por lo tanto soy.
Todos los sábados, Teresa lo intenta. Sigue el rito de elegir una misma máquina traga monedas, que no abandona bajo ninguna circunstancia, ninguna. Ella busca el jackpot, donde el «Menos 50» le dará la libertad a tanta esclavitud estética, a tanta insatisfacción de ser. Algunas viciosas conocidas tuvieron la oportunidad de ganar un «Menos 5» y hasta un «Menos 10». No son premios menores. ¿A quién no le gusta aparentar menos?
– ¡Mirala! ¡Tiene 60 y parece de 50!
– ¡Hay que bancarse tener 60 y aparentarlos!- le dice Teresa a la de la máquina de al lado, quien ya estaba sentada frente a la pantalla cuando ella llegó. No sabe su nombre, en ese Casino solo se conocen ciertos deseos del otro. Mejor dicho, de las otras. Los hombres no son tan obsesivos, por eso es raro verlos en aquel lugar, piensa Teresa, aunque algunos están cambiando.
– ¡La edad es una limitación!- Confirma en voz alta para ser escuchada por la rubia alta que esperaba detrás.
El tiempo es una libertad; la edad, una limitación.
A Tere, eso de estarle atrás la exasperaba y la presionaba a quedarse por más tiempo. Imaginaba apenas abandonar la máquina y que la siguiente -con un par de moneditas-, recibiera el Jackpot de «Menos 50». No lo hubiera soportado. Por tal motivo, Teresa bajaba de su silla, huía hacia la puerta en zig zag, para perder la orientación sonora del posible premio ganado por su sucesora. Según Teresa, la rubia había tenido mucha suerte en el último mes: se cargó tres sesiones de Botox, que es como ganar un «Menos 5». En dos oportunidades se dio vuelta con discreción… y sí: la rubia estaba hinchada de premios.
Todos son llevados un día u otro a interrogarse sobre su edad, desde uno u otro punto de vista, y a convertirse, así, en el etnólogo de su propia vida.
– A veces las ganadoras no administran bien lo ganado.- Decía una señora mayor, a quien ni el Jackpot de “Menos 50” la hubiese ayudado para nada. Sobre un enorme sillón bordó, tomaba un whisky y les hablaba a quienes quisiera escucharla.
– En mi época los premios eran solo cremitas (buenas cremas) pero todo cambia, para bien o para mal – lo decía entre trago y trago, mientras miraba alrededor.
El último sábado Teresa llevó más dinero del habitual. Había escuchado por la televisión un debate sobre la tercera edad, la cuarta, eufemismos del lenguaje extremadamente desestabilizadores.
Los eufemismos del lenguaje oficial (tercera edad, cuarta edad) no hacen sino aumentar la sensación de malestar, como si algunas palabras dieran miedo.
Nunca llevaba todas las tarjetas, a modo de autocontrol. Esta vez, sí: las de crédito y débito. Por lo general, comía mientras jugaba, cuando los horarios de almuerzo o cena estorbaban su apuesta. El último sábado no había comido nada. Sí bebió jugos y enroscó sus piernas para no moverse del lugar. Ojerosa y fatigada, jugó hasta que le dijeron basta, no tenía más crédito para seguir.
Sin hacer zig zag, esta vez atravesó el salón de porcelanato gris. Se detuvo frente a un espejo y no se vio o no se quiso ver. Pasó por un salón, las máquinas sonaban sin ritmo, de un lado del otro. En un costado, sentada sobre el sillón bordó, la señora mayor la detuvo y le dio dos monedas. Teresa las puso en la primera rendija de una máquina y un escandaloso y brillante Jackpot «Menos 50». Iluminó el salón.
Las edades de la vida pueden evocarse independientemente del encadenamiento que supone el avance de la edad, mediante la anticipación que esboza el provenir o del recuerdo que recrea el pasado, dejando en todos los casos que la imaginación juegue con el tiempo.
¡Las mujeres se agolparon a su alrededor, gritaban eufóricas, descontroladas! El premio fue entregado de forma automática. Casi natural.
Pocos minutos más tarde, todos vieron cómo Teresa, con un chupetín en su mano izquierda, asustada, arrastraba su vestido y sus mangas hacia la calle.
En la puerta, la señora mayor la esperaba.
Un libro que no envejece es un libro del que el lector siempre puede esperar algo, en el que siempre puede descubrir algo, un libro que así le demuestra que sigue vivo, que sus suertes están ligadas y que los están unidos «en la vida y en la muerte»
Escribir es morir un poco, pero un poco menos solo.
Todas las citas corresponden a “El tiempo sin edad”, etnología de sí mismo, Marc Augé.